*LOS VIAJES DEL DR. TEMPLETAUB; UNA VUELTA A LA MANZANA… | THOSLEAF

Hace tiempo ya, cuando los carros tenían preferencia en los caminos y las mulas nunca pasaban frío en casa porque eran fuente de ingresos constante, el Dr. Templetaub emprendió un largo viaje alrededor de su manzana.

Uno se diría: «Pues no es un viaje tan largo, alrededor de su manzana, yo tardo unos cinco minutos escasos en recorrerla.» pero claro, uno debe medir bien sus palabras antes de decir semejante cosa, puesto que las distancias, como bien saben los nabucodonosorcitos, crecen y se encojen dependiendo del color de los ojos de quien las mide. En el caso del Dr. Templetaub, la manzana de que hablamos se podía acotar por el entorno que la rodeaba:

Lindaba al norte con la colina de las cerezas, uno nunca podía detenerse en dicha esquina si no quería jugarse el pellejo, no fuera a darse el caso de que alguna cereza cayese del guindo y le diese en la cabe­zota; los pipos de las mismas son tan sobradamente conocidos por su dureza que, una vez que hubo que bachear la calzada, obligaron a todos los convecinos a comer dos kilos de cerezas diarios para sustituir el empedrado. El Dr. Templetaub, que olvidó que había de guardar los pipos de las mismas, se los tragó todos y estuvo haciendo caquitas como las ovejas tres semanas.

Al este, la manzana lindaba con el mar de pera, que tenía unas vistas espectaculares, pero en el que era un poco incómodo nadar porque uno tenía que estar constantemente elimi­nando la segunda nota de la escala musical para no salirse del pellejo. El buen doctor se lo sabía bien pues en una ocasión tuvo que atender a una ancianita que casi se empacha mientras recogía ingredientes para hacer una compota.

Cuando el Dr. Templetaub salía de casa, puesto que su puerta daba al sur, veía todas las veces el azul bosque de cobalto donde moraban los alicalupiérpagos rosas, más conocidos por su nombre común, arrevancheros; estos curiosos trípedos tenían un extraño apéndice en la parte posterior de la cabeza con el que podían oler, tocar e incluso saborear los colores de baja frecuencia.

Para los que no lo sepan, los colores de baja frecuencia son esos que, cuanto más tiempo pasa, menos ocurren, lo cual ha llevado a numerosos filósofos a plantearse en qué color escribir sus ideas sobre el papel blanco, ya que cabe la posibilidad de que, en algún momento, éstos blancos papeles se tornen de algún insospechado color y deje de apreciarse la tinta escrita indefinidamente, pero eso es un  tema de estudio que entretiene a los más expertos científicos en colorimetría espiritual contemporánea, por lo que dejaremos el desarrollo para más adelante, según sea necesario.

Al oeste quedaba, como todo el mundo sabe, el garaje de Sol y Luna donde, cuando no tocaba perseguirse, se juntaban ambos e invitaban a las estrellas fugaces a un té rapidito.
Esa mañana el Dr. Templetaub comenzó la vuelta a la manzana en el sentido opuesto a las agujas del reloj, quería aprovechar más el tiempo, se entiende, así que cogió su mochila de mues­tras por la que, debido a la cantidad de útiles que contenía, se había visto en más de un pleito con Mary Poppins, que alegaba plagio.
Descolgó del perchero su jersey de viajes largos, desem­polvó el gorro de aparejar anzuelos y se equipó con su para­rrayos de emergencia, no fuese que, al salir, comenzasen a subir truenos y perdiese la oportunidad de cargar la batería de su brújula helicoidal (nota: la brújula helicoidal es una brújula con forma de hélice que por sus peculiari­dades nunca sabe dónde está el norte, pero permite al usuario encontrar el camino más interesante hacia el destino que está buscando).

Cuando salió por la puerta pidió, como siempre, a su pequeño ayudante Zascandilú que terminase con la recogida y análisis de las muestras de su último viaje en globo aquaestático y después, cerrase el laboratorio no se fuese a escapar Doña Gata, que siempre que el Dr. Templetaub salía, aprovechaba para buscar un rinconcito en el salón en el que afilar sus ya de por sí pun­tiagudas uñas retráctiles.
Como salió temprano, a su izquierda el denso mar aún per­manecía bajo el reinado de Luna en una escalofriante visión de azules olas densas y viscosas para nada apetecibles, pero ya se apreciaba cómo Sol, fresco y descansado tras el tramo cuesta abajo, recuperaba su esplendor hacia el cielo perfilando los elevados riscos que decoraban la morada en que habitaba cuando andaba de descanso…

Sacudió del todo la modorra mañanera y adelantó un pie al otro en un movimiento acom­pasado que más adelante recibiría el nombre de andar (algunos anadear), pero que en aquella época aún conocían como caminar, y consistía en repetir el movimiento hasta lle­gar al final deseado o acabar exhausto, lo cual se describe en un sencillo algoritmo recursivo: «mientras no en destino, caminar.»

Y así, repitiendo este algo­ritmo, el Doctor Templetaub recorrió cuatro de las caras que tenía su manzana, las cuatro que encaraban a los puntos cardinales, pero eso, como no, queda para la siguiente tarde de lectura…

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