MIGUEL REJAS
DESCEREBRAMIENTO | PABLO LAVILLA
Hace un tiempo, me sometí una novedosa terapia de descerebramiento. No sé cuánto con certeza, porque de eso mismo se trata. Y funciona de maravilla; a mitad del proceso no podía recordar más que mi nombre y mi talla de alpargatas, poco más; y a duras penas conseguía balbucharlar silogismos con cierta coherencia, pues cualquiera de mis pupilas, indistintamente, se distraía con los carámbanos de saliva que pendían elásticos de entre los pelos de mi barbilla; y así perdía el hilo del discurso, oblongo y viscoso, como lianas de baba deslizándose por las plieguecomisuras de los belfos y con cara de bobalicón.
Durante aquel periodo no soñé nada, eso creo. Tampoco me preocupé. Sí lo hice después, al cabo de un rato, cuando empecé a soñar ovejas contando pablos. La primera noche pasaron treinta y cuatro mil ciento noventa y nueve pablos, coma uno. Y cada noche las ovejas, que eran un montón, pero no tengo ni idea de cuántas, continuaban rumiatando pablos, contando desde donde lo habían dejado la noche anterior, más dos pablos con setecientos diez milipablos como corrección para adaptarlo al calendario de los pestañeos. Y, de todas las ovejas que había, estoy casi seguro del todo de que ninguna era una oveja propiamente dicha; lo que tú o yo o incluso cualquiera tildaría de óvido. Para nada. Ni siquiera se acercaba a la definición más elemental de placentario ungulado. No eran ovejas de ninguna manera. Ni de lejos. Ni en un siglón de años. Qué va. De todas formas, así vistas, con el traspárpado granate y semiopaco, parecían ovejas de cualquier modo. Ovejas contando pablos. Cangrejos contando aguacates ¿Qué más da? Noche tras noche trasnochando. Nombres contando limas, números contando cifras y ovejas contando pablos ¿Y ahora qué, eh? Ahora somos un gúgol.
La técnica de descerebramiento es tan protosimple como nociva, si no se aplica en capas uniformes, como la crème patissière, y con un palustre flexible, pero no demasiado flexible. Primero se saja la epidermis con cualquier suerte de escalpelo por el ecuador del cráneo, o tal vez mejor por el trópico de cáncer, más o menos sobre la línea de las cejas, las marrones. Esto es para marcar el camino del corte ulterior, así que, en su lugar, también se puede utilizar un boli, o un rotu, o algo por el estilo, algo que pinte o cercene. A continuación, se procede a serrar el cráneo por el surco trazado. Antiguamente, los patacesores que oficiaban tales prácticas en lúgubres mazmorras del Prenacimiento, hacían uso de una humilde sierra de Gigli, enrollada en torno a la testa para descapuchar al paciente en un santiamén relativo. Ahora, con los tiempos que corren, que resbalan, que vuelan, se secciona la cubierta de la cocorota con un puntero láser y ya sólo queda rascar un poco la corteza y extraer los lóbulos del relleno sin dejarse ni media meninge, ni siquiera una migaja de bulbo raquídeo. Apenas sin dolor, aunque, después de eso, como cualquiera puede comprender, uno se queda con el sistema límbico hecho un auténtico ascazo.
Desperté, como ya dije, con la pechera empapada de babazas y un par de tuercatornillos de mariposa en sendas sienes. Yacía en un panal reseco y mohíno que apestaba a espray ambientador, en lo alto de una araucaria. Pasé ocho días y tres noches atrapado en aquella puta conífera sin saber cómo bajar. Por estas latitudes el sol es que oscila raro. Y, al fin, en el crepúsculo vespertino del cuarto octavo día, pasó por mi lado una cigarra fumando celtas y comprendí que ese árbol no era tan alto ni tal, ni tampoco el panal, por cierto, si no que se trataba de un zarzal completo y una vejiga de rinoceronte mustia, respectivamente. Le pregunté a la cigarra que qué tal, y le pedí ayuda para libertarme del matojo, que se me estaban clavando las espinas todas en el culo, le dije:
—¡Oye tú, cigarra! ¿Qué tal?
—Ni fu, ni fa —respondió, expeliendo una generosa bocanada de humo.
—Pues ayúdame entonces a salir de este punzarbusto, que se me están clavando las espinas todas en el culo.
Se negó en rotundo, mencionó algo acerca de sus competencias, y algo más, no sé qué de unas hormigas, y que tenía cosas que hacer, dijo:
—Me niego en rotundo. Soy una cigarra ¿No lo ves? Lo único que tengo que hacer es estridular aquí y allá y rascarme bien la barriga. Por aquí pasa una formipista ¿No la ves? Enseguida desfilarán las hormigas por aquí mismo y yo estaré frotándome para ellas, a ver si, con suerte, me dejan un poco de grano o una pizquita de néctar que pitear.
—Pierdes el tiempo —le contesté, dando voces—. Todo el mundo sabe que los himenópteros no sueltan ni media.
—Tú no me has oído estridular —me espetó
—No, eso es cierto —concedí.
—Pues te advierto —me advirtió— que yo estridulo como ninguna, pedazo de nalgaespín. Cuando yo estridulo la gente se marea y dice: “¡Uh, uh! ¿De dónde sale? ¡Uf, uf! ¡Nos tienen rodeados!” Y es que, cuando yo estridulo, no se oye nada más.
—¿Y crees que a las hormigas les gusta que les estridulen al oído mientras se desloman el tórax? ¡Eres una majadera!
—Pues ahí te quedas, cabeza de chorlito, con tu culopincho.
Y se fue zumbando a estridular a otro lado.
Otra semana después —ésta de sólo dos días, pero una noche que bien podría haberse titulado “Era básica y obscura”—, desperté acurrucado entre los marchitos restos del zarzal. Mi trasero estaba curado y las ovejas ya habían computado un gúgolplex de pablos y empezaba a temer quedarme sin espacio, aun con esta cabezota lesa y bien diáfana. Me aseguré de estar justo debajo de la vertical y, cuando estuve seguro, enfilé hacia adelante —que es, de hecho, la única dirección por la que sé caminar. Mí no ser un intelectual.
No tardé con encontrarme con alguien. Lo cierto es que venía escuchando desde lejos unos plañillantos desconsolados. Era un tipo gordesmirriado, de barriga esférica y piernecillas de jilguero. Digo que era un tipo, pero bien podría decir que se trataba más bien de siete octavos de tipo. Estaba ahí postrado, sobre un tocón bañado en sangre, con las rodillas hincadas en el barro. Gritaba de dolor y se sujetaba un medio antebrazo del que borbomanaba un chorro de sangre espesa como natillas. La cimitarra se mantenía clavada en la madera y, frente a las dislocadas encías del infeliz, su mano escindida y sanguinolenta parecía querer despedirse mediante un intrincado y macabro lenguaje digitado de espasmos y contracciones que ninguno de los presentes supimos descifrar.
—¡Qué es lo que has hecho, animal! —le grité.
—¡Justicia! —profirió orgulloroso.
—¿Justicia de qué? ¡Estás chiflado!
—¡Soy un ladrón! —exclamó— ¡Y de la peor calaña! —hizo una pausa dramática para gimotear y me miró a los ojos con semblante suspensivo y sobreactuado—. Y a los ladrones por aquí se les cortan las manos.
—Con que eres un ladrón, ¿eh? —solté una carcajada— ¡Já! ¿Y se puede saber qué es eso que has ladroneado para tener que muñonizarte?
—¡Ladroneé mi tiempo! ¡Lo confieso! —se derrumbó sobre el tocón— ¡Escatimé con los instantes, y los momentos los guardé para luego! ¡Escondí los ratos bajo llave y me usurpé hasta las estaciones! ¡Soy un vil ladrón y ahora que me hago viejo lo comprendo! —escrutó la espantosa y herida de su medio antebrazo, aún sangrietante— ¡Sólo me estaba ladroneando el tiempo a mí mismo! ¡Me ladroneé la vida sin darme cuenta! ¡Qué estúpido que soy! Fíjate si soy estúpido, que traté de ejecutar yo mismo mi castigo sin ser consciente de que, después de desprenderme de una mano, no podría librarme de la otra.
—Ya sabes lo que dicen: Una mano rebana la otra.
—Creo que no es así.
—En cualquier caso, puedo ayudarte. Si quieres, te siego la que te queda en un periquete.
—No funcionaría —musitó.
—¿Y por qué no, eh? —inquirí, ofendido— Me ofendes.
—Pues porque yo soy la víctima que ha de vengarse por todo el tiempo que le ha sido ladroneado —respondió, resoluto—, y porque, si tú me cortas la mano, yo tendría que cortarte a ti la correspondiente. No tienes ningún derecho a aparecer de la nada, cuando nadie te ha llamado, y pretender amputarme la única mano que me queda, demonios.
—Vale, vale —ejercité un aspaviento—. Sólo pretendía ayudar.
—Pues poco favor me haces.
—¿Sabes qué? Creo que ahora me has ladroneado el tiempo también a mí.
Me cobré cuatro dedos por aquello, que guardé en mi bolsillo. Y me largué de allí, dejando al desgraciado con sólo un pulgar para dictaminar justicia. Me arrastré por un páramo, taciturno, como quien vaga cargando a cuestas su propio cadáver; así de mal. Y fui a toparme con una ringlera de hormigas. Una hormiga decía: “¿Os habéis enterado?”. Y las demás coreaban: “¿De qué, de qué?”. Y seguía la primera: “¡La cigarra se ha muerto! ¡Escarchangelada de frío durante el invierno!”. “¡Hurra, hurra!” gritaban unas, “¡Oé, oé!” clamaban otras, “¡Viva, viva! ¡Ya no joderá más con ese maldito chirrío!”. Y la cáfila se desantenizaba de la risa. La primera volvió a hablar: “¡Eso le pasa por no trabajar!”. “¡Por no trabajar!”, chascaturreban las demás. “¡Por no trabajar!”, repitió la anterior. “¡Por no trabajar!”, redundaron las otras.
—¡Basta, basta! —grité yo, tapándome los oídos— ¡La cigarra sólo intentaba amenizaros la brega estridulando para vosotras ¿Y así se lo pagáis? ¡Pues tomad caucho, canallas!
Pisoteé hormigas andando como un funámbulo durante, lo menos, tres leguas, y, después, me detuve a descansar a la sombra de una araucaria. Claro está que, antes de eso, llevé a cabo las pesquisas pertinentes para tener la certidumbre de que, efectivamente, se tratara de una araucaria auténtica. Y así era, por el momento.
Tras una elipsis imprevista, abrí un ojo en silencio, procurando no despertar al otro. Tenía sed, lo cual no es raro, yo suelo tener sed a menudo; pero se suponía que el descerebramiento era mano de Ubú con la potomanía. Miré mis manos y ya no eran eso; eran pezuñas. Y mi pellejo habíase cubierto como de una capa de fibra de algodón bastante cómoda y esponjada. Intenté balar, aterrorizado, y de mi hocico brotó un alarido simiesco, para nada digno de una oveja, y se despertó mi otro párpado, y así fue como descubrí que, después de todo, me la habían vuelto a jugar con la araucaria, y que, desde el principio —y esto lo explica todo—, estaba yo y mis gúgoles de pablos confinados en un batiscafo, sumergidos en medio del oceazul. Pablo le dijo a Pablo: “¡Haz algo, que nos hundimos!”. Y Pablo le contestó a Pablo: “¿Qué quieres que haga yo? ¡Esto es un batiscafo! ¡Se supone que tiene que estar hundido, es así como funciona!”. “¿Y a mí qué me cuentas, eh?”, respondió Pablo a Pablo, “Seguro que tú tampoco sabías qué diantres era un jodido batiscafo antes de todo esto!”. “Basta, basta, Pablos”, dijo ahora Pablo, “Dejad de discutir y atentos: Está pasando algo”.
PABLO LAVILLA
ILUSTRACIÓN; DANIEL JOHNSTON
LO QUE TOCA CUANDO SALES DE UN POZO | CLARA QUINTANA
Salgo del pozo.
Ando por la carretera. Una pista larga, gris, adornada de gente, sonidos, olores, huellas invisibles, y también de cemento.
Algo me da en la cara. Hacía tanto tiempo. Algo me da de lleno en la cara y creo estar sonriendo.
Viento.
Sigo caminando. Muchos hombros se empeñan en chocarse contra los míos. Y yo, recién salido de los muros, me siento como una piedra que no sabe encontrar su hueco, una pieza dilatada que ya no encaja en su lugar.
Una chica se aproxima mirando al suelo. Sigo con mi papel de piedra, se choca contra mí y unas tijeras van a parar a los dedos desnudos de mis pies.
La chica, sin hacerme caso, se pone a recoger con prisa brazos, piernas, manos, el torso de un hombre, los pechos de una mujer, una cabeza, las tijeras paradas sobre los dedos desnudos de mis pies, y vuelve a meterlo todo en una bolsa enorme.
Después me mira, y escucho a sus pupilas gritar “maldita piedra”.
La observo mientras se aleja cargada de pedazos que no dicen nada. Como si en esa bolsa enorme guardara un montón de principios, nudos y finales sin ninguna conexión, trozos de historias ajenas que se perdieron o que alguna persona decidió abandonar, como cuando se lanza un palo a un río seco, hasta que aparece alguien con una bolsa enorme, recoge todo y se pone a coser, o le prende fuego, o lo deja caer al chocarse contra una piedra.
La chica se detiene frente a una tienda de ropa, y después de saludar al guarda de seguridad, entra y deja la bolsa enorme en el escaparate.
Dispuesto a seguir caminando, otra mujer con el abrigo más feo del mundo, choca contra mí y derrama un líquido caliente con olor a avellana sobre mi cuerpo desnudo. Recoge su vaso y se larga maldiciendo.
Entonces, ese olor a avellana que cubre mi tripa se empeña en escalar hasta mi cerebro repleto de trastos, dudas y recuerdos. Recojo las gotas acumuladas en mi ombligo y me lamo los dedos.
Aquel café.
Grito. Con los ojos cerrados, con la boca bien abierta. Grito con cada partícula que habita en mí, durante mucho tiempo. Hasta que me vacío, porque es lo que toca cuando sales de un pozo.
Después, abro los ojos y camino, sin ni siquiera saber dónde está el horizonte.
Toco el alrededor, el cabello de un hombre que se está quedando sin cabello, la funda de una guitarra que se tumba descubriendo un vacío de terciopelo.
Huelo el humo de un porro, de pan recién hecho, o recién descongelado, el olor de un perfume que se empeña en vestir un cuello.
Escucho los semáforos, motores ahogados, risas limpias, susurros descarados, ladridos escondidos tras los ladrillos de un edificio desalojado.
Saboreo las hojas de la hilera de arbustos, el caramelo que un niño rechaza a un desconocido, el beso que alguien lanza al aire y no es capturado, el jugo de una naranja olvidada que me llama desde un escalón.
Tuerzo las esquinas sin instrucciones. Veo manos con infinitas líneas, pupilas que desprenden luz, veo naturaleza muerta y viva, veo unas pisadas que respiran, de sueños, de cansancio, de a ver qué pasa.
Me detengo ante mi reflejo en un cristal, bajo un rótulo que anuncia cualquier cosa. Desnudo. Me toco la cara. Por las huellas de mis venas, viaja el alivio que se siente cuando unos ojos te encuentran.
Me encuentro.
Entonces me digo que ya no.
Ya no quiero explorar una sola orilla.
Que tal vez esté aquí para pincharme y sangrar, sin que unas tijeras ajenas o el olor de un último café me lleven a la oscuridad de un pozo, al fondo de un río seco donde anidan pedazos de lo que fui, que alguien recogerá algún día y meterá en una bolsa enorme.
Quizás esté aquí porque la vida es un chiste, y aunque aún no atisbe el horizonte, sí existe la brisa de una carcajada que me apetece perseguir.
O puede que simplemente, esté aquí para dejar la pregunta “¿Qué hago aquí?” olvidada en un rincón por el que nunca vuelva a pasar.
Porque, no sé, quizás sea lo que toca cuando sales de un pozo.
CLARA QUINTANA
ILUSTRACIÓN | BÁRBARA CADÓRNIGA
BÁRBARA CADÓRNIGA
MANCHA | MARÍA MORENO
MARÍA MORENO