CRISIS | MIGUELO GUARDIOLA

“No aguantaremos mucho más, ya casi nos hemos comido todos los pelos, prácticamente no encontramos polvo nuevo para curar a nuestros enfermos, nuestros ídolos están oxidados y viejos, no lucen como algo que pueda agradar al Diegoarmando, y de los cilindros cósmicos ya apenas brota líquido energético. Por si toda esta situación no fuera suficiente castigo, los vientos abductores son cada vez más frecuentes.”

Esas palabras del jefe de la tribu, interrumpidas por las incesantes toses de nuestros enfermos, cayeron sobre los presentes como un jarro de agua fría. Éramos conscientes de que las cosas estaban mal en la aldea, pero creo que ninguno de nosotros sabía hasta qué punto. A fin de cuentas, la gran mayoría somos sólo recolectores y almacenadores, vivimos alejados de los peligros de las fronteras y no distribuimos las provisiones.

“Montemos una expedición en busca de nuevas tierras, racionemos el pelo, guardemos el poco polvo que queda para garantizar la salud de los exploradores. No es necesario encontrar nuevos ídolos, agradar al Diegoarmando no va a darnos de comer ni va a hacer que lluevan cilindros cósmicos del cielo. Es más, construyamos una máquina de guerra con los viejos ídolos y démosle un uso racional al líquido energético que nos queda, podemos darle propulsión suficiente a la máquina como para esquivar los vientos malignos y sortear el gigante de cerdas. ¿Morirán los enfermos de la aldea? Seguramente. ¿Se perderán buenos hombres en este viaje? Probablemente. ¿Habrá disturbios provocados por la hambruna? Sin duda. Pero a grandes males, grandes remedios, no nos queda otra que asumir el precio de una salvación incierta o rendirnos y dejarnos morir.”

La división de guerreros y exploradores jaleó el discurso de su líder. Mientras, la gente de mi estamento protestaba enérgicamente contra un plan que básicamente consistía en abandonarnos a nuestra suerte, en medio de la enfermedad y el hambre, bajo la endeble promesa de que aquellos que marcharan, volverían para ser los héroes que trajeron la prosperidad de nuevo a estas tierras. Bien seguros estaban algunos de que todo esto era una farsa, una treta de los cazadores para huir con los recursos en busca de una tierra más próspera y dejar atrás a una población débil y mermada que sólo supondría un lastre para ellos. El jefe de la tribu puso orden, con alguna que otra dificultad, para que el portavoz de la unión de recolectores y almacenadores hablara.

“Dejémonos de dramas y de aventuras disparatadas que sólo servirían para salvar a unos pocos. ¿No es la labor de un líder sacar adelante a sus subordinados? ¿No debe un jefe lealtad a quienes le otorgaron ese título? ¿No deberíamos estar dispuestos a luchar todos juntos como pueblo? Aquí no se deja a nadie tirado en la cuneta. Ahora bien, es cierto que la situación que atravesamos es difícil y que es poco menos que imposible que todos nos salvemos, pero no sacrifiquemos peones por comer un alfil, hagamos jugadas inteligentes. Racionemos el pelo, sí, pero no sólo para financiar campañas de exploración. Demos polvo a quienes lo necesitan para salvarse en vez de dopar a nuestras tropas. Usemos el líquido energético para aumentar el ritmo de recolección y para restaurar los ídolos gastados. Hagamos que todo vuelva a la normalidad.”

Los recolectores y almacenadores aplaudieron el alegato de su portavoz. Los exploradores lo tacharon de utopía. Se montó un gran alboroto. Nadie llegaba a las manos, pero todo parecía a punto de estallar. Una voz intentaba abrirse camino entre tanto griterío. Era el respetadísimo director de la escuela que, gracias a su experiencia en las aulas, consiguió alzar su voz por encima de la bronca.

“¿De verdad es necesario que lleguemos a estos extremos? Una comunidad entera se está muriendo y la reacción de sus integrantes es enfrentarse en disputas por ver si es mejor un plan que sacrifica a la población a cambio de una, más que remota, posibilidad de éxito o una estrategia conservadora y fantasiosa basada en que si nos apretamos el cinturón y agradamos a nuestro dios todo se arreglará. No puedo entenderlo. ¿Qué ha hecho que la razón y la lógica se exilien de vuestras cabezas? ¿De verdad nadie, ni nuestros hábiles exploradores, ni nuestros oficiosos recolectores, ni nuestro astuto líder, ha pensado que es el momento de volver a usar el textil? Creo que no es necesario recordaros que del textil se pueden obtener varios derivados, sucedáneos válidos del polvo, del pelo y una fuente energética alternativa al líquido de los cilindros. Y tenemos una cámara entera llena de este material.”

La verdad es que no, nadie había pensado en el textil. Hacía mucho tiempo que no se usaba. Los más jóvenes ni siquiera sabían bien qué era aquella materia prima portentosa y muchos de nosotros sólo habíamos oído hablar de ella por boca de nuestros mayores. Empezaron a vislumbrarse algunos gestos de tranquilidad entre la gente, incluso brotó alguna tímida sonrisa. El director comenzó a guiar a la muchedumbre hacia la cámara donde estaba almacenado el textil. Pero de repente una voz como un trueno partió el aire en dos.

“¡Imbéciles, herejes! Más os valdría tener la memoria más larga que la lengua y que os rugiera más la fe que el estómago. Os habéis alejado de nuestros dioses y habéis olvidado nuestra historia. ¿De verdad no recordáis que el textil ya destruyó nuestro pueblo una vez? ¿Cómo es posible que os parezca una solución a nuestros problemas aquello que corrompió al último gran héroe de esta aldea, convirtiéndolo en un monstruo insaciable que devoró a la mitad de la población hasta que llegó el Diegoarmando y lo destruyó? Y, después del sacrifico que hizo para salvarnos, ¿cómo podéis haber dejado que envejecieran y se oxidasen los monumentos en su honor? ¿Cómo habéis tenido la indecencia siquiera de tan sólo pensar en convertir esos exvotos en una máquina de guerra? ¿Qué tan podridos estáis como para abandonar la fe en aquel que entregó su vida por salvarnos de nuestra propia avaricia? Llega a parecerme justo pensar que nos merecemos esta crisis, por ingratos, por descreídos, por creernos que estamos por encima de los designios del destino. Más nos valdría estar rezando para que no vuelva a abrirse la gran grieta celeste y vuelva a suceder el apocalipsis, pues bien sabemos que no hay nadie entre nosotros capaz de emular las proezas del Diegoarmando.”

La plática del chamán volvió muda a toda la aldea. Nadie se atrevía a hablar con el sentimiento de culpa y vergüenza que invadía su cuerpo. No hubo tiempo para mucho más, una repentina luz celeste era el anuncio de que el temor del viejo guía espiritual se iba a cumplir mucho más pronto de lo que él mismo pensaba. Indefensos en mitad de la cegadora luz, sólo pudimos escuchar con pánico el sonido del viento que nos alzaba hasta la boca de la bestia.

—Joder, pero ¿cuánto hace que no limpiáis detrás del armario? Hay pelusas aquí como para formar un país.

MIGUELO GUARDIOLA

*LOS VIAJES DEL DR. TEMPLETAUB; DESESPERADA ESPERA JUNTO AL MAR DE PERA… | THOSLEAF

Aunque estamos ansiosos por narraros las aventuras de nuestro querido doctor alrededor de su manzana, es inevitable detenerse un momento, antes de seguir, para narrar la forma en que se conocieron Zascandilú y «Tempie» (será una de las pocas veces que leeremos este calificativo para dirigirnos al doctor, pero es que en la época de esta narración, todavía no se había convertido en una autoridad en casos raros y extravagancias, con lo que, aún no utilizando su nombre de pila, sobre todo para no hacernos un nudo en la lengua, nos vemos en la necesidad de apelar al entrañable individuo de alguna manera).

Aquella mañana iba nuestro buen amigo apresurado en su caminar pues, muy a su pesar, llegaba tarde al negociado; tomó el camino corto doblando la esquina hacia el coto y cuando estaba llegando tropezó con un marco de lo que parecía un cuadro abandonado.

Observándolo bien, Templetaub se dió cuenta de que el borde del mismo parecía magenta, así que lo asió con el brazo y lo lanzó hacia lo alto. Mientras el marco, elevándose, describía interminables círculos, el doctor sacó el saco en el que guarda sus trastos y lo abrió todo lo ancho para acoger el artículo. Éste cayó todo lo grande que era y desapareció en el interior de tan profundo saco, de modo que, echándoselo a la espalda, apenas se notaba que dentro llevaba todos los elementos necesarios para acometer los habituales experimentos que el doctor llevaba a cabo en sus peculiares excursiones, además del colorido marco, por supuesto.

Retomando la posición adecuada para caminar, enlazando un paso tras otro en su desplazarse sobre el suelo, iba Templetaub de nuevo meditando acerca de los colores y qué olores les correspondía cuando, acercándose ya a la playa de arena de pipos del viscoso mar de pera, pudo observar desde lejos una renqueante figura que parecía disputar a voz en grito pero sin emitir sonido alguno, con un invisible acompañante.

En el breve lapso en que se aproximaban por moverse en sentidos opuestos, era posible apreciar más detalles del mencionado discutidor, y fue entonces cuando Templetaub se apercibió de que la discusión parecía ser con el cuello de su propia camisa, y de ahí que el volumen de la encrespada charla fuese poco audible.

Aunque el tema de la discusión no trascendió hasta muy lejos y el motivo no se hizo muy famoso, el encuentro es tan conocido que llegó a apadrinar la manida frase hecha acerca de: «discutir sobre el seso de los caracoles», no tanto por el tamaño del seso mismo, como por si, en temporadas de sequía como la que acontecía, era una idea inteligente andar tan despacio y dejando tan marcado rastro de babas como los espirálidos hacen.

El caso es que con tan lento devenir hacia el doctor, pronto se percató de que ni la estatura, ni el volumen, ni las proporciones del discutidor correspondían a los parámetros normales de las gentes que habitualmente conocemos. Este individuo tenía la más grande cabeza que pueda apreciarse para tan pequeño cuerpo, con casi dos veces el tamaño del torso, se bamboleaba a un lado y al otro sin un ritmo concreto: daba un paso con la pierna derecha y oscilaba dos veces a la izquierda, daba un paso con la pierna derecha y caía la cabeza hacia atrás como desconectada de la columna, un nuevo paso con la derecha y la cabeza resbalaba sobre el hombro izquierdo para erguirse nuevamente mirando al frente. Las piernas del caminante, aunque de andar constante, parecían de diferente tamaño, la izquierda daba cortos pasitos de dos en dos, mientras que la derecha parecía no querer adelantar al pie izquierdo en sus largas zancadas, situación tan extraña que daba a sus andares un simpático traquetear similar al de un carro deslizándose sobre un serrucho de carpintero excesivamente gastado y mellado. Ambos brazos, delgados y nervisos, cimbreaban como agitados por un huracán, cada uno en una dirección pero sin llegar a definir una trayectoria regular y constante. Todo esto hacía sin dejar de gesticular con las manos y susurrar enérgicamente hacia el interior del cuello.

Todo ello junto resultaba un completo rompecabezas para cualquier observador, obligándole a plantearse por qué arcano motivo conseguía el individuo desplazarse en una línea más o menos recta y alcanzar un destino definido sin acabar escorando hacia cualquier otra dirección en su renqueante caminar y de hecho, Templetaub comenzó a desarrollar sus teorías acerca del «desplazamiento caótico-rectilíneo pendular» gracias a la observación de semejante trabalenguas andante, pero eso, como casi todas las cosas en esta historia, quedará para más adelante.

Ahí permanecía nuestro buen amigo, intrigado por la situación pero siempre respetuoso, hasta que carraspeó suavemente, indeciso entre interrumpir el discurrir del hilo de pensamiento del viajante y apartarse a unos cuantos metros por no tener claro si acabaría arrollado por su caminar. El individuo, lejos de sobresaltarse, se detuvo y, mientras observaba con el ojo izquierdo a nuestro amigo, procedió a enderezar sus extremidades y tronco para componer una figura con cierto parecido a un homínido, aunque, visto de cerca, el tamaño del viajante era mucho menor de lo que parecía a la distancia.

Tras los momentos iniciales de sorpresa ante un individuo que escasamente alcanzaba el ombligo de nuestro doctor, éste comenzó una conversación con el habitual rito de agitar compulsivamente la mano a modo de salutación.

Poco se conserva de dicha conversación, lo que sí que se sabe es que el buen doctor conoció por boca de su contertulio acerca del extravío del Espejo de Realidad Diferenciada, un extraño y místico objeto que tenía la facultad de enseñar, a aquellos que tenían el valor suficiente de enfrentarse a él, la verdadera imagen de uno mismo proyectada al exterior.

Huelga decir que semejante artefacto se guardaba bajo el más absoluto secretismo en la cámara más alta de la torre más baja del menor castillo jamás construído, el diseñado por los famosos nabucodonosorcitos, el «Castillo del Huevo». Un castillo de tal arte edificativo que, cuando uno se aproximaba, y a pesar de ser de un reducidísimo tamaño, tal que cabía en la palma de la mano, se tenía la sensación de estar ante un enooooooooorme rascacielos (si, si, esas manos gigantes que cuando uno las agita hacen cosquillitas a las nubes y las provoca una lluvia de risas húmedas).

Dado el secretismo que rodeaba al espejo y para evitar que fuese encontrado por algún desalmado que pudiese mostrar su verdadera faz a todo el mundo, el castillo cambiaba de ubicación constantemente, lo cual no estaba exento de peligro, ya que los cálculos necesarios para reubicar el castillo estaban en manos de un desmemoriado anciano que se ayudaba, para los cálculos biliares, perdón, quise decir posicionales, de un ábaco tridimensional de pendiente negativa, el cual por todos es sabido que en los cálculos de divisiones, siempre devuelve la diferencia al por menor, con lo cual se ahorraban numerosas operaciones. Estos cálculos estaban regidos por complicadísimas fórmulas de física cuasiánticas (es una física que casi roza los conceptos de la actual física cuántica) que tan sólo el propio anciano conocía, pero dada su senectud, en más de una ocasión había errado el resultado (culpa de sus anteojos, que deberían llamarse post-ojos ya que muchas veces los tenía colocados en la nuca) haciendo aparecer el castillo en los más extraños lugares.

Se recuerda generalmente con más simpatía la ocasión en que el anciano despistó un decimal y, mientras lo buscaba por el suelo, accionó involuntariamente la palanca de traslación elíptica del castillo y éste acabó bajo las posaderas de la archi-duquesa de Cimarrón, públicamente conocida como la mole de Cimarrón por su «estilizada» figura de insospechadas curvas toneleras. Como el castillo reemplazó la cabalgadura de la Duquesa mientras esta competía como amazona en la tradicional carrera de caballos de Cimarronia, la duquesa, que generalmente acababa entrando en la meta llevando a rastras su montura, quedó sentada con una mueca mezcla de perplejidad y placentero alivio sobre el pico más elevado de dicha torre, la torre del homenaje (que en adelante se llamo la torre posadera), dando lugar a que la gente acuñase la tan manida frase de «ir cabalgando huevos» cuando alguien iba demasiado despacio para apreciar su movimiento.

Volviendo al buen doctor y su querido compañero Zascandilú, sorprendemos su conversación mientras Zascandilú comentaba acerca de su terrible pérdida/extravío del famoso espejo. Nuestro buen doctor, acostumbrado a escuchar y atender las más extravagantes peticiones de ayuda por parte de sus vecinos, rápidamente se solidarizó con la desgracia y, como vosotros mismos habéis ido elucubrando, comenzó a pergeñar una extraña idea en su cabeza, tal vez el marco que había encontrado…

Efectivamente, cuando el buen doctor sacó el marco de su infinita bolsa de objetos extraños, la alegría se hizo patente en el rostro de Zascandilú, que comenzó a palmear con los pies mientras giraba alocadamente sobre el brazo derecho hacia el lado al que huyen las agujas del reloj. El problema estribaba, para el buen doctor, en la desaparición de la superficie reflectante que, obviamente, no se apreciaba en el marco. A esto, Zascandilú sonrió y respondió: «Este espejo es muy peculiar, algunas personas ṕarecen verlo vacío, pero eso se debe, buen amigo, a que estas personas no cambian la cara interior con respecto a la que muestran al mundo, y el espejo, por tanto, no tiene nada que mostrar, quedando transparente.»

La conversación alcanzaba su final y Zascandilú, contento por el encuentro, propuso al doctor que le acompañase a entregar, a los nabucodonosorcitos, este curioso artefacto de tan trágico designio, por lo que éste, olvidando sus tareas diarias, aceptó encantado la invitación y juntos emprendieron camino en busca de Melquíades Ubicatrón, el anciano responsable de colocar el castillo en un lugar distinto cada vez, para conocer de este modo, dónde tendrían que acudir para retornar el espejo a sus legítimos custodios.

El camino fue largo e intrincado, y les acontecieron peculiares aventuras que estrecharon fuertemente los lazos que en adelante les unirían, pero eso, amigos míos, es motivo de otras historias que tal vez contaremos. El caso es que, una vez conocido el lugar, ambos casi se dieron de cabezazos uno con el otro, ¿sabéis dónde aparecería la próxima vez el castillo del Huevo?…

Efectivamente, en la playa de arena de pipos del mar de Pera.

THOSLEAF