CAPÍTULO 21 | *ANTHONY BURGESS + CABEZADEDOLOR

 

CABEZADEDOLOR

«Y ahora qué pasa, eh?»
Estábamos yo, vuestro Humilde Narrador, y mis tres drugos, Len, Ricky y el Matón, a quien se llamaba Matón por su bolche y grande cuello y por su muy gronca golosa como la de un toro bolche bramando auuuuuuuu. Sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche en un invierno oscuro, helado y bastardo aunque seco. Alrededor había chelovecos en leche-plus velocet y synthemesc y drencrom y otras vesches que te llevan lejos lejos lejos de este mundo malvado y real, a una tierra donde se puede videar a Bogo y Todos Sus Angeles y Santos en tu sabogo izquierdo mientras las luces explotan y chorrean por todo tu mosco. Lo que estábamos piteando era el viejo moloco con cuchillos, como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menosveinte, pero de todo esto ya les he hablado.
Vestíamos a la última moda, que en esos tiempos era un par de amplios pantalones y una suerte de jubón de cuero negro sobre una camisa con el cuello abierto, todo arropado por una especie de bufanda. En esos días también estaba de moda usar la vieja britha en la golová, de tal modo que la mayoría de la golová quedaba como calvay había cabello sólo en los costados. Pero nada era distinto en lo que hacía a las viejas nogas -botas bolches y grandes realmente joroschós, para patear litsos.
«¿Y ahora qué pasa, eh?»
Yo era como el mayor de los cuatro, y todos me consideraban su líder, pero algunas veces se me ocurría que el Matón alimentaba en su golová la idea de hacerse cargo algún día, esto en virtud de su tamaño y la gronca golosa con que bramaba cuando estaba en pie de guerra. De todos modos las ideas provenían de vuestro Humilde, oh hermanos míos, y además estaba esa vesche de que había sido famoso y había tenido mi foto y artículos y toda esa cala en las gasettas. También tenía por lejos el mejor empleo de los cuatro, en la sección musical de los Archivos Gramofónicos Nacionales con un carmano realmente joroschó lleno de golis para el fin de semana, y un montón de discos lindos y gratis para esta malenca personita, como si era poco.
Esa noche en el Korova había un buen número de vecos y ptitsas y débochcas y chicos smecando y piteando, cortando en dos la goboración y el burbujeo de los parroquianos con su «Quincalla telefónica y la faralipa se pone rataplanplanplan», y toda esa cala que podía siusarse al colocar un disco pop en el estéreo, esta vez Ned Achimota cantando Ese día, ese día. En el mostrador había tres débochcas vestidas a la moda nadsat, esto es, cabello largo y sin peinar teñido de blanco y falsos grudos que sobresalían un metro o más y polleras cortas muy muy ajustadas con ropa interior como espumosa, y el Matón seguía diciendo: «Hey, podríamos meternos allí, tres de nosotros. El viejo Len no está interesado. Dejemos al viejo Len a solas con su Dios». Y Len seguía diciendo: «Yarboclos yarboclos. ¿Dónde está el espíritu de todos para uno y uno para todos, eh?». De pronto me sentí a la vez cansado y lleno de una energía como de hormigas en el cuerpo, y dije:
«Fuera, fuera, fuera, fuera».
«¿Adónde?», dijo Rick, que tenía el litso como el de una rana.
“Oh, sólo para videar qué está ocurriendo en el gran exterior», dije.
Pero de algún modo, hermanos míos, me sentía muy aburrido y un poco desesperanzado, y había estado sintiéndome así un montón en esos días. Así que giré hasta el cheloveco más cercano, sentado también en el gran sillón de plush que circundaba el mesto, y le encajé un puñetazo realmente scorro oj oj oj en el vientre. Pero no lo sintió, hermanos, burbujeando como estaba con su «De las insípidas obras de Aristóteles, que producen ciclámenes, brotan elegantes formaniníferos «. Desaparecimos, pues, en la noche invernal.
Caminamos por el bulevar Marghanita y no había militsos patrullando, así que cuando nos topamos con un veco starrio que venía de un kiosko donde había cuperado una gasetta, le dije al Matón: «Está bien, Matoncito mío, podéis hacerlo si así lo deseáis». Más y más en esos días había estado yo dando órdenes, apenas, para videar luego cómo se las llevaba a cabo. Entonces el Matón lo quebró er er er, y los otros dos lo voltearon y patearon, smecando, mientras seguía caído y lo dejaban arrastrarse hacia donde vívía, lloriqueando para sí. El Matón dijo:
«¿Qué hay de un rico yum yum vaso de algo que nos quite el frío, oh Alex?» Porque no estábamos demasiado lejos del Duque de Nueva York. Los otros dos asintieron sí sí sí pero todos me miraban para videar si estaba bien. Asentí también, y hacia allí iteamos. En el interior estaban aquellas starrias ptitsas o bábuchcas a las que recordarán desde el principio y todas empezaron con su «Buenas noches, muchachos, Dios los bendiga, muchachos, los mejores del mundo, éso es lo que son», esperando que dijéramos: «¿Y ahora qué pasa, chicas? El Matón hizo sonar el colocolo y un mozo apareció, frotándose las rucas en el grasño delantal. «Cortando sobre la mesa, druguitos», dijo el Matón, sacando a la vista su contante y sonante montón de dengo. «Scotch para nosotros y lo mismo para las viejas bábuchcas ¿eh».
Y entonces dije:
«Ah, al infiemo. Que se lo paguen ellas». No sabía de qué se trataba, pero en esos últimos días me estaba convirtiendo en un tipo como mezquino. Había aparecido en mi golová un deseo de conservar todos mis golis para mí mismo, como acumulándolos por alguna razón. El Matón dijo:
“¿Qué hay, bratito? ¿Qué está ocurriendo con el viejo Alex?»
“Ah, al infierno”, dije. “No se. No sé. Es que no me gusta arrojar porque sí los golis que me he ganado duramente, eso es».
«¿Ganado?», dijo Rick. «¿Ganado? No tiene por qué ser ganado, como tú bien lo sabes, viejo druguito. Tomar, eso es todo, sólo tomar, así». Y smecó realmente gronco, y vidié que uno o dos de sus subos no eran lo que se dice joroschó.
“Ah», dije, «tengo algo que pensar». Pero videando a esas bábuchcas ansiosas por algo de alc gratis, me encogí de plechos Y saqué lo mío del carmano del pantalón. Billetes y monedas todo en un manojo, y lo arrojé plin plan sobre la mesa.
«Scotch para todos, verdad», dijo el mozo. Pero por alguna razón yo dije:
«No señor, para mí una pequeña cerveza.” Len dijo:
«Esto no puedo creerlo», y colocó su ruca sobre mi golová, burlándose, como si yo tuviera fiebre, pero gruñí como un perro para que se rindiera scorro. «Está bien, está bien, drugo», dijo. «Como os plazca». Pero el Matón smotaba con su rota abierta algo que había salido de mi carmano con los golis que había puesto sobre la mesa. Y dijo:
«Bueno bueno bueno. Nunca lo hubiéramos imaginado».
«Dame eso», gruñi, y lo aferré scorró. No puedo explicar cómo había ido a parar ahí, hermanos, pero era una fotografía a la que yo había recortado de la vieja gasetta, y era de un bebé. Era de un bebé haciendo gorgoritos glu glu glu con moloco que se le escapaba de la rota y mirando y como smecándose de todo, y estaba nago y su carne estaba plegada porque era un bebé muy gordo. Hubo entonces un poco de forcejeo jau jau jau para quitarme el pedazo de papel, así que tuve que gruñirles otra vez y agarré la foto y la rompí en pequeños pequeños pedazos y la dejé caer como un copo de nieve en el piso. El whisky apareció entonces y las starrias bábuchcas dijeron: «Buena salud, muchachos, Dios los bendiga, muchachos, los amores del mundo, eso es lo que son «y toda esa cala. Y una de ellas que era toda líneas y arrugas y sin subos en su hundida rota dijo: «No rompas el dinero, hijo. Si no lo necesitas, entrégalo a los demás», lo que fue muy osado de su parte. Pero Rick dijo: «No era dinero, oh bábuchca. Era la foto de un adorable y chipiquitito bebé». Yo dije:
«Creo que me estoy cansando un poco, eso es. Ustedes son los bebés, mofándose y sonriendo estúpidamente y todo lo que pueden hacer es smecar y darle a la gente bolches tolchocos cobardes cuando no pueden devolvérselos» El Matón dijo:
«Bueno, siempre pensamos que eras el rey en la materia, induso el maestro. No estás bien, ése es el problema contigo, druguito» .
Vidié el puerco vaso de cerveza que había frente a mí, en la mesa, y me sentí lleno de vómito, así que hice “Aaaah” y derramé toda la vonosa cala como espuma sobre el suelo. Una de las ptitsas starrias dijo: “Lo que se desperdicia no se quiere». Yo dije:
«Miren, druguitos. Escuchen. Esta noche, digamos, no estoy de humor. No sé cómo ni por qué, pero es así. Ustedes tres sigan su camino, dejándome fuera. Mañana nos encontraremos en el mismo lugar a la misma hora, esperando sentirme como mucho mejor» ;
«Oh”, dijo el Matón, «cuánto lo siento». Pero uno podía videar una especie de resplandor en sus glasos, porque, pensaba, esa noche él iba a estar a cargo. Poder poder, todos quieren como poder. «Es posible posponer hasta mañana», dijo el Matón, «lo que teníamos en mente. En especial lo de crastar las tiendas de la calle Gagarin. Hay botín joroschó allí, drugo, para hacerse con él”.
«No», dije. «No pospongan nada. Contínúen con su propio estilo. Ahora», dije, «me voy». Y me levanté de mi silla.
«¿Adónde?», preguntó Rick.
«Eso no lo sé», dije. «Sólo andar por ahí y dejar que las cosas afloren». Uno podía videar la sorpresa de las viejas bábuchcas ante mi salida, hosco, en lugar de aquel listo y smecante málchico al que recordarán. Pero yo dije: “Ah, al infierno, al infierno y enfilé odinoco hacia la calle.
Estaba oscuro y había un viento que cortaba como un nocho, y casi no había transeúntes. Estaban también los patrulleros con sus brutales rozzes en el interior, y de tanto en tanto, en la esquina, se podía videar una pareja de militsos estampados contra el frío y arrojando vapor en el aire hermanos mios. Supongo que el crastar y buena parte de la vieja ultra-violencia estaba muriendo por entonces, con los rozzes tan brutales con aquellos a los que atrapaban, cuando todo se había reducido a una pelea entre desagradables nadsats y los rozzes, para ver quién era más scorro con el nocho, la britba, el garrote, e incluso la pistola. Pero lo que se me ocurría en esos días era que, en realidad, nada me importaba demasiado. Era como si algo suave se estuviera introduciendo en mí, algo a lo que no podía traducir. No sabía lo que quería, en esos días. Incluso la música que me gustaba slusar en mi propia y malanca madriguera era, precisamente, aquella de la que antes me había smecado, hermanos. Yo estaba slusando más canciones románticas, lo que llaman Lieder, apenas una golosa y el piano, muy tranquilo y como quejumbroso, diferente de lo que habían sido esas orquestas bolches conmigo yaciendo en la cama entre los trombones y tinibales. Algo estaba ocurriendo dentro mío, y me preguntaba si se trataría de alguna enfermedad, o si aquello que habían hecho con mi golová iba a convertirme, quizás, en un besuño verdadero.
Así, con la golová caída sobre el pecho y las rucas encajadas en los carmanos de mis pantalones, caminé por la ciudad, hermanos, y finalmente comencé a sentirme muy cansado y también deseoso de una bonita y bolche cascha de chal con leche. Pensando en ese chal, tuve una visión repentina de mi persona sentada delante de un fuego bolche, en un sillón, piteando el chal, y lo que era gracioso y muy muy extraño era que yo parecía haberme convertido en un cheloveco starrio de unos setenta años, porque podía videar mi propia gloria, muy gris, y tenía además barbas, y estas también eran muy grises. Podía videarme a mí mismo como un hombre viejo, sentado al lado del fuego, y entonces la imagen desapareció. Pero era muy extraña.
Llegué a uno de esos mestos de té-y-café, hermanos, y podía videar a través de la gran ventana que estaba lleno de aburridos parroquianos, comunes, con litsos carentes de expresión y que no harían daño a nadie, todos sentados allí, goborando plácidamente y piteando sus inofensivos chal y cafés. Entré y me acerqué al mostrador y me compré un chai bien caIiente con moloco en abundancia, y me dirigí a una de las mesas y me senté para pitearlo. Había una joven pareja en la mesa, piteando y fumando cancrillos con filtro, y goborando y smecando en baja voz, pero no les presté atención y continué pitlando y como soñando y preguntándome que era lo que estaba cambiando en mí y que era lo que iba a sucederme. Vidié, sin embargo, que la débochca que acompañaba al cheloveco de la mesa era realmente joroschó, no del tipo de las que uno voltearía para aplicarle el viejo unodós unodós, pero con un ploto joroschó y un rostro y una rota sonriente y muy muy bella golosa y toda esa cala. Y entonces el veco que estaba con ella, que tenía un sombrero sobre la golová y su litso corno oculto para mí, giró para videar el grande y bolche reloj que había en la pared del mesto, y entonces videó quién era yo y yo vidié quién era. Era Pete, uno de mis tres drugos de aquellos días en que éramos Georgie y el Lerdo y él y yo. Era Pete corno un poco más viejo, aunque no podría tener más de diecinueve y un piquito, y tenía un piquito de bigote y un traje común y ese sombrero. Yo dije:
«Bueno bueno bueno, druguíto, ¿qué hay? Muy muy largo tiempo sin videarte». El dijo:
«¿Eres el pequeño Alex, no es cierto?»
«Ningún otro», dije. «Un largo largo largo tiempo ha pasado desde aquellos días. Y ahora el pobre Georgie, me han dicho, está bajo tierra, y el viejo Lerdo es un militso brutal, y aquí estás tú y aquí estoy yo. ¿Qué novedades traes, viejo druguito?».
«Habla de modo gracioso, ¿no es cierto?», dijo la débochca, riéndose tontamente.
«Este», dijo Pete a la débochca, «es un viejo amigo. Su nombre es Alex. ¿Puedo?», me dice, “presentarte a mi esposa?» ‘
Mi rota se abrió por completo, entonces. «¿Esposa?», “balbuceé. «¿Esposa esposa esposa? Ah no, eso no puede ser. Eres demasiado joven para estar casado, viejo drujo. Imposible imposible”.
Esta débochca que era como la esposa de Pete (imposible imposible) rió nuevamente y le dijo a Pete: “¿Tú solías hablar de ese modo?”
“Bueno”, dijo Pete, sonriendo también. “Tengo casi veinte. Estoy todo lo viejo que hace falta para ser pescado, y de eso hace ya dos meses. Tú eras muy joven y muy atrevido, recuerda”.
“Bueno”, balbuceé otra vez. “No puedo sobreponerme a esto, viejo druguito. Pete casado. Bueno bueno bueno”.
“Tenemos un pequeño departamento”, dijo Pete. “En la oficina de Seguros de la Marina Estatal se gana poco, pero las cosas mejorarán, de eso estoy seguro. Y Georgina aquí”…
“¿Cómo es ese nombre?”, dije, la rota aún abierta como besuño. La esposa de Pete (esposa, hermanos) rió una vez más.
“Georgina”, dijo Pete. “Georgina también trabaja. Escribe a máquina, ya sabes. Nos arreglamos, nos arreglamos”. No podía, hermanos, quitar mis glasos de él, realmente. El había como crecido, con la golosa de un adulto y todo. “Deberías”, dijo Pete, “venir a vernos alguna vez. Aún”, dijo, “luces muy joven, a pesar de las terribles experiencias por las que has pasado. Sí sí sí, hemos leído todo al respecto. Pero, por supuesto, tú aún eres muy joven”.
“Dieciocho”, dije. “Recién cumplidos”.
“Dieciocho, ¿eh? “, dijo Pete. “Tan viejo como eso. Bueno bueno bueno. Ahora“, dijo, “debemos irnos“. Y le dio a esa Georgina una mirada amorosa y tomó una de sus rucas entre las de él y ella le devolvió una de esas miradas, oh hermanos míos. “Sí“, dijo Pete, volviéndose hacia mí. “Tenemos una fiestita en lo de Greg“.
“¿Greg?“, dije.
“Oh, por supuesto“, dijo Pete, “no deberías conocer a Greg, ¿no es cierto? Greg está después de ti. Mientras estabas fuera Greg hizo su entrada. Organiza fiestitas, sabes. Mucho vino y juegos de palabras. Pero agradable, muy placentero, ya sabes. Inofensivo, si entiendes lo que digo“.
“Sí“, dije. “Inofensivo. Sí, sí, puedo videar eso realmente joroschó“. Y la Georgina débochca rió otra vez ante mis slovos. Y entonces esos dos itearon hacia los vonosos juegos de palabras de Greg, quienquiera que fuera. Me quedé allí, odinoco, con mi chai con leche, que se enfriaba con tanto pensar y divagar.
Quizás era eso, seguí pensando.
Quizás me estaba volviendo demasiado viejo para la clase de juego que había estado liderando, hermanos. Tenía dieciocho, recién cumplidos. Dieciocho no era la edad de un joven. A los dieciocho el viejo Wolfgang Amadeus había escrito conciertos y sinfonías y óperas y oratorios y toda esa cala, no, cala no, música celestial. Y entonces estaba el viejo Félix M. con su obertura Sueño de una noche de verano. Y había otros. Y estaba esa especie de poeta francés, que había hecho su mejor poesía a la edad de quince, oh hermanos míos. Arthur, se llamaba. Dieciocho no era entonces una edad tan joven. ¿Pero que podía hacer yo?
Caminando por las ocuras, heladas y bastardas calles invernales, después de abandonar el mesto de te-y-café, las visiones seguían junto a mí, como esas historietas que aparecen en las gasettas. Ahí estaba vuestro Humilde Narrador Alex volviendo a casa, del trabajo a un bueno y caliente plato de cena, y ahí estaba esa ptitsa que le daba la bienvenida y lo saludaba como si lo amara. Pero no podía videarla joroschó, hermanos, no podía pensar en quien sería. Tuve, entonces, la idea repentina de que si caminaba hasta el cuarto contiguo a aquél en que el fuego ardía y la cena yacía en la mesa, ahí habría de encontrar lo que en verdad quería, y fue en ese momento que todo cuajó, la foto recortada de la gasetta y el encuentro con el viejo Pete. Porque en el otro cuarto, en una camita, estaba tendido gu gu gu mi hijo. Sí sí sí, hermanos, mi hijo. Y sentí entonces ese gran agujero bolche en mi ploto, lo que me sorprendió. Sabía lo que estaba pasando, oh hermanos míos. Yo estaba creciendo.
Sí sí sí, eso era. La juventud debe partir, ah sí. Pero la juventud es sólo existir en el modo en que podría hacerlo un animal. No, no se trata de ser como un animal, sino más bien de ser como uno de esos juguetes malencos a los que se vende por las calles, como pequeños chelovecos hechos de lata y con un resorte adentro y una cuerda en el exterior y uno la enrosca grrr grrr grrr y ahí va, como si caminara, oh hermanos míos. Pero itea en una línea recta y se golpea con las cosas bang bang sin comprender lo que está haciendo. Ser joven es ser como una de esas máquinas malencas.
Mi hijo, mi hijo. Cuando tuviera mi hijo le explicaría todo, cuando fuera suficientemente starrio como para entender. Pero entonces supe que no entendería o no querría entender y que haría todas las vesches que yo había hecho, quizás incluso asesinando a una forella starria rodeada de cotos y coschcas maulladores, y que yo no podía detenerlo. Y él tampoco podría detener a su propio hijo, hermanos. Y así funcionaría todo hasta el fin del mundo, una y otra vez, terminando y recomenzando, como si un cheloveco bolche, gigante, como Bogo mismo (por cortesía del bar lácteo Korova) hiciera girar y girar y girar una naranja grasña y vonosa en sus inmensas manos.
Pero antes que nada, hermanos, estaba esta vesche de encontrar alguna débochca u otra que pudiera oficiar de madre para mi hijo. Debería aplicarme a ello mañana mismo, seguí pensando. Eso era algo como nuevo para hacer. Eso era algo a lo que debía dar inicio, una especie de nuevo capítulo.
Y así será, hermanos, mientras arribo al fin de esta historia. Han estado en todas partes con Alex el druguito, sufriendo con él, y han videado a algunos de los más grasños bratitos que Bogo ha hecho, todos en torno de vuestro druguito Alex. Y todo lo que ocurría era que yo era joven. Pero ahora, cuando termino la historia, hermanos, descubro que ya no lo soy más, no más, oh no. Alex ha crecido, oh si.
Pero adonde iteo ahora, oh hermanos míos, es un lugar al que voy odinoco, donde ustedes no pueden acompañarme. El mañana es como dulces flores y la vonosa Tierra que gira y las estrellas y la vieja Luna ahí arriba y vuestro viejo drugo Alex, odinoco, buscando una compañera. Y toda esa cala. Un mundo terrible, grasño, vonoso, realmente, oh hermanos míos. Despídanse así de vuestro druguito. Y para todos los demás de la historia profundas ráfagas de música labial brrrrrr. Y pueden besar mis scharros. Pero ustedes, oh hermanos míos, acuérdense alguna vez del pequeño Alex. Amén. Y toda esa cala.

*ANTHONY BURGESS

EPITAFIO | *NICANOR PARRA + CABEZADEDOLOR

CABEZADEDOLOR

De estatura mediana,

Con una voz ni delgada ni gruesa,

Hijo mayor de profesor primario

Y de una modista de trastienda;

Flaco de nacimiento

Aunque devoto de la buena mesa;

De mejillas escuálidas

Y de más bien abundantes orejas;

Con un rostro cuadrado

En que los ojos se abren apenas

Y una nariz de boxeador mulato

Baja a la boca de ídolo azteca

-Todo esto bañado

Por una luz entre irónica y pérfida-

Ni muy listo ni tonto de remate

Fui lo que fui: una mezcla

De vinagre y aceite de comer

¡Un embutido de ángel y bestia!

*NICANOR PARRA

EVITAR | *GLORIA FUERTES + CABEZADEDOLOR

CABEZADEDOLOR

Evitar supotancios y soponcios, evitar,

tiquismiquis cortapisas,

forúnculos y asépticos contables,

evitar carcajadas sin sonrisa,

evitarme la alfombra por la cuadra,

evitar detenciones —de la orina—.

 

Evitar fallecer en la oficina,

evitar saludar a levitones evitar,

porque al fin esos, carbones,

de tu ternura harán un sacrilegio.

Evitar levitar —subir, caeros—,

evitar sobre todo estar en cueros

porque ellos tienen palo sin polilla,

evitar situación comprometida.

Evitar no tener más que una tiña,

evitar violentas contusiones.

Provocar-evitar nuevos amores.

Evitar. ¡Evitar lo Inevitable!

 

Por eso y a pesar yo mando un cable,

a todos los países de habla humana:

 

Evitad. Evitad por la mañana

lo que ya por la tarde será tarde.

Evitar, que la cosa está que arde,

evitar que la muerte te lo evite.

—Evitar no es cobarde es necesario—

(antipoético tal vez pero instintivo).

Evitar. Puedo evitarlo luego vivo

para evitar la muerte inhabitable.

*GLORIA FUERTES

LA INCREÍBLE HISTORIA DEL RELOJ | MIGUELO GUARDIOLA + CARMEN ALÍA

Les voy a contar una pedazo de historia que se van a cagar las patas p’abajo, una jodida locura vamos, de estas cosas que si no las ha vivido uno no las cree, pero que cuando se las cuentan, uno sabe que son verdad sólo con mirar a los ojos a su interlocutor. Esto no me pasó a mí, pero la persona que me lo contó goza de la más absoluta credibilidad, por mi parte y por la de una amplia mayoría de expertos en diversas ramas a nivel mundial. No diré su nombre para garantizar su privacidad, ya que cuando se enteren de lo que le sucedió estoy seguro de que querrán conocerle. No les aburro más con los preámbulos, cambio al tono de serio señor que narra los hechos y empezamos.

Fue totalmente inesperado, estaba tranquilamente en el salón resolviendo unos sudokus, cuando Teodoro le avisó de que había una carta para él. Ese hecho le extrañó, ya que con las nuevas tecnologías cada vez es más raro comunicarse por vía postal. Se levantó del sofá, se acercó a Teodoro para que le diera el sobre y se sentó en el escritorio de su despacho. Se puso las gafas de cerca, para descubrir que las tenía sucísimas, así que se las quitó y echó el vaho en los cristales antes de frotarlos con el pequeño trapo de microfibra, cosa que hacía de manera frenética, como un ratoncillo que acabara de coger una gota de agua y se lavara la cara con ella. Ya con las gafas limpias se dispuso a averiguar quién diantres le había enviado una carta a estas alturas del siglo XXI. No tuvo mucha suerte, no había remitente alguno. Eso le provocó cierta desconfianza. ¿Una persona de su posición recibiendo una carta anónima en la era de la comunicación digital? Sin duda no era algo normal. ¿Y si contenía ántrax o era una bomba? Una inspección más detenida del exterior del sobre hizo que se aliviara mucho, la carta estaba dirigida en realidad a su vecino, puesto que había sido enviada con la intención de que fuera entregada a    “P. I. M. C/ del Duelo nº2 9 A” según rezaba en la parte delantera del sobre. Da la casualidad de que su vecino y él compartían iniciales, pero uno vivía en el noveno y otro en el sexto. Hace un par de semanas se soltó el tornillo de la chapa del buzón con el número 6 y ahora parece que hay dos novenos en el bloque, lo que ha llevado a confusiones de este tipo recientemente.

Regresó al sofá y suspiró. Por un lado, era un alivio que la carta fuese dirigida a su vecino y no a él, pero por otro lado eso suponía que tendría que ir a hablar con él. No le caía bien, ni él a él tampoco, pero su educación jamás le permitiría no entregarle la carta a su legítimo destinatario. Por un segundo se le pasó por la cabeza la opción de pedirle a Teodoro que se ocupase del asunto, pero le apreciaba demasiado como para pedirle que interactuara con ese desgraciado. Así las cosas, dejó pasar unas dos horas, tiempo más que suficiente para prepararse mentalmente para el encuentro que le aguardaba.

Se vistió cuidadosamente, quería dejarle bien claro a aquel imbécil que estaba muy por encima de él. La verdad es que no le faltaba ni un detalle, hasta pensó que ese podría ser el conjunto con el que le gustaría ser enterrado. Se armó de valor y también literalmente, puesto que cogió aposta el bastón que escondía una espada corta en la empuñadura. Estuvo un tiempo dudando si llevar también algún sombrero o no, su impecable protocolo le decía que era obligatorio llevarlo, pero su sentido común le decía que era una soberana gilipollez ponerse un sombrero para subir tres pisos y quitárselo. Al final venció la sensatez y salió a calva descubierta. Se despidió de Teodoro y comenzó a subir los escalones que le conducirían a la guarida de su enemigo, al tiempo que se palpaba el bolsillo para asegurarse de que la carta seguía allí.

Se paró a unos pasos de la puerta del infierno, suspiró, se recolocó la ropa hasta asegurarse de estar a la perfección, volvió a comprobar que la carta continuaba en su sitio, se aclaró la voz, se mesó los bigotes, extendió la mano y pulsó el timbre. Ya no había vuelta a atrás. Al momento, la puerta se abrió.

—¡Anda, buenas tardes vecino! Pues mira que justo ahora iba a bajar a verte, que me ha llegado una carta que es para ti, lo que pasa es que no me decidía entre si llevar sombrero o no, me alegra que tú hayas decidido no traerlo. Pero bueno, pasa, no te quedes en la puerta.

Todo aquello era muy raro, iban vestidos prácticamente igual, hasta llevaban un bastón parecido. Incluso daba la sensación de que se parecían físicamente, de que la voz que sonaba en sus cabezas cuando leían algo era la misma, de que el perfume olía igual en ambos. Si en aquel momento alguien le hubiera dicho que eran hermanos separados al nacer quizás le habría creído, pero nadie lo dijo, así que seguía siendo tan solo el inútil del vecino. Cuando empezó a recorrer el pasillo principal de la casa, la sensación de extrañeza no disminuyó en absoluto, más bien al contrario. El piso tenía una disposición idéntica a la del suyo, con la salvedad de que todo estaba al otro lado que en su casa, pero ya no era sólo una cuestión de habitaciones, los muebles eran idénticos, los cuadros, las alfombras, hasta las malditas muescas de cuando Teodoro rozó la pared con la nevera nueva, todo estaba replicado allí, sólo que del otro lado. Cuando entraron al salón casi se desmaya, de pie, junto al mueble bar, había un tipo idéntico a Teodoro.

¿Qué estaba pasando? ¿Cómo podía ser aquello? ¿Esa persona a la que odiaba solamente por tener las mismas iniciales y vivir en el mismo bloque, en el único maldito piso que se podría confundir con el suyo si la chapa de un buzón se quedase girada ahora resulta que iba a ser una persona encantadora y que encima tendría los mismos gustos que él? No estaba dispuesto a consentirlo. Le pidió a su anfitrión amablemente que aceptara la carta y acto seguido le desafió a un duelo. “¿Para qué quiero una carta si puedo morir ahora mismo?” le respondió él al tiempo que desenvainaba la espada de su bastón. A lo que él, reconociendo a su oponente, le espetó que si no sería de mayor decoro enfrentarse en un combate de boxeo tal y como dictaba su condición de caballeros. Estuvieron de acuerdo, así que soltaron los bastones, se quedaron a torso descubierto y comenzaron el combate. El Teodoro original había subido al piso, preocupado por lo que él estaba tardando en bajar, y ahora contemplaba absorto la refriega, sentado a la derecha del otro Teodoro, que también estaba sumido en la visión del duelo entre caballeros.

Esto no solucionó en absoluto sus diferencias, de hecho, el combate era un espectáculo surrealista. Cada golpe que él lanzaba, era replicado por su oponente por el lado contrario y viceversa, ninguno de los dos era capaz de impactar en el otro. Los Teodoros juran que en algún momento los vieron parar y golpearse a sí mismos, como si pensasen que estaban atrapados en un sueño o algo así y hasta eso lo hacían al unísono sólo que invertidos de derecha a izquierda. Fueron pasando los días y el sempiterno duelo seguía su curso sin que ninguno de los dos hubiera conseguido aún asestar un golpe a su contrario. Y así estuvieron hasta la eternidad.

—¿Y si estuvieron así hasta la eternidad cuándo te lo contó a ti?

—No me lo contó, pero si no ¿qué explicación tiene ese reloj de ahí, el de los dos boxeadores que nunca se tocan?

MIGUELO GUARDIOLA

LAJAIMADEMIGUELO.BLOGSPOT.COM

CARMEN ALÍA