ILUSTRE MANDARINA
ENCUENTROS INFAMES EN EL PRIMER TUPPER | LA INFAMIA
LA INFAMIA
LA CONTINGENCIA DE LOS ANTÍLOPES | PABLO LAVILLA + CABEZADEDOLOR + *HENRY MORTON STANLEY
En el verano de 1882, recordado en la cultura occidental como “el verano de la tisis”, Joseph Thomson terminaba sus estudios de geología aplicada por la Universidad de Aberdeen, con casi todo notables. Debido a su inmaculado expediente (sin tener en cuenta un percance con cobalto ionizado en el que se vio involucrado durante su segundo año, en el que no hubo demasiados muertos, pero sí un par de lastimados), recibió una beca Kilt para viajar al África oriental, más concretamente a la región de Tarzania, y acompañar al profesor James Augustus Grant en una expedición de mes y medio por la sabana, con el objetivo de descubrir un puñado de especies animales, vegetales y, ya puestos a descubrir, también minerales, para pegar un pelotazo nacionalgeográfico y así pasar a los anales.
Partirían la primavera próxima, y viajarían con lo puesto: tres camisas, dos pantalones (uno corto y otro largo), un chaquetón por si refresca, cuatro pares de calcetines, otro par de mudas limpias, un rifle Winchester para compartir, un plano de Sarajevo, un cuaderno de apuntes y el salacot reglamentario. Saldrían del puerto de Liverpool en mayo del ’83 rumbo Amberes, y de ahí una macedonia de ferrocarriles hasta el puerto otomano de Tesalónica, donde embarcarían de nuevo para surcar medio mediterráneo, atravesar el canal de Suez, y así hasta el puerto de Zanzíbar; un paseíto.
Las relaciones entre Thomson y el profesor Grant fueron tensas casi desde que se conocieron, allá en Aberdeen: Sucedió un día que Grant paseaba por la facultad con su pipa rebosante de tabaco, pero acusando una inoportuna carestía de fósforos cuando, fortuitamente, se topó en uno de los pasillos con el jovencísimo Thomson y fue a pedirle una cerilla, a lo que este último le respondió con un áspero “Fumar es para volcanes” y una carcajada fea. Desde entonces Grant no tragó al estúpido de Thomson y ahora, como tutor suyo en pleno descampado subsahariano, tendría la oportunidad de cobrar su venganza. Claro que de esto Thomson no tiene ni idea.
Atracaron en Zanzíbar el cuatro de junio de 1883. El cielo estaba encapotado y caía una ligera y fresca llovizna típica de un martes cualquiera en Stirling. Thomson dijo algo así como: “Vaya, me imaginaba que esto iba a estar lleno de negros”, a lo que Mowutu, el bosquimano que sería su guía y salvoconducto respondió: “Para ustedes, nosotros somos los negros, pero es una forma de hablar. Aquí los negros son ustedes”. Thomson se sonrojó y no dijo nada más, pero Grant enseñó los dientes con inquina en una mueca maliciosa disfrazada de sonrisa.
Al día siguiente, en el desayuno, conocieron a los porteadores, siete pigmeos albinos llamados todos ellos Tuc, que agarraron todos los bártulos y enseres y los cargaron en sus diminutos lomos, demostrando una fuerza sobreenana. Y cuando se terminó el café salieron todos juntos detrás de Mowutu a paso contento, hacia lo oficialmente inexplorado.
La primera semana no pasó apenas nada. Acampaban al raso unas noches y, cuando les cogía de camino, pernoctaban en algún motel. Un día vieron un lagarto color pistacho con la cara rosa y una cresta de espinas a lo largo del cráneo por la que segregaba una substancia pringosa que servía de remedio para la alopecia; pero pasó tan rápido que a Thomson no le dio tiempo a dibujarlo y, en su lugar, apuntó en el cuaderno: “Iguana rara”, y Grant le sancionó con una reprimenda que se prolongaría durante todo el camino.
La segunda semana casi más de lo mismo. Un día se encontraron con una cebra a medio comer. Apenas llegaba a tercio de cebra, si tal un cuarto de cuarto trasero de cebra. Los mosquitos se habían comido ya a dos Tucs y Grant increpó reiteradamente a Thomson por haberse dejado olvidado el repelente en Amberes.
Finalmente, en la jornada dieciséis, arribaron a la sabana de Tarzania, en la orilla sur del Kilimanjaro. Un pedazo de secarral hasta donde alcanza la mirada. Thomson dijo: “¿Esto es, en serio?”, y Mowutu respondió: “Esta es la tierra sagrada de mis ancestros, coto de caza y recolección desde que el hombre tiene pelo”. Esta vez Thomson no se ruborizó ni nada, sino que contraatacó: “Pues parece un planeta rocoso”. Grant intervino: “Las acacias de por aquí son maravillosas. Su sistema de defensa es algo único en la familia de las fabáceas”. Mowutu dijo: “Pues si no te gusta mi país, tú y yo tenemos un problema”. Thomson agarró el Winchester prestado y encañonó al nativo. “¡Pero qué haces, animal!”, dijo Grant. Y Thompson resolvió: “Aquí no hay más que paja seca y putos ñus”. Y apretó el gatillo. Un fogonazo bajo el sol del Serengueti, y Mowutu cayó muerto. Tuc anunció: “¡Ha matado a Mowutu, hijo de puta!”, y se abalanzó, cuchillo de sílex en mano, a la garganta de Thomson. “¡Espera!” gritó Grant, y un segundo fogonazo dejó tieso al pigmeo. El resto de Tucs hizo un amago de atacar a los rostropálidos, pero Tuc, el más cobarde de ellos, salió huyendo y Tuc, Tuc y Tuc no tuvieron más valor que él, y le siguieron. “¿Quién va a cargar ahora con mi mochila?” dijo Grant a Thomson, a modo de reprimenda. “De todas formas se lo han llevado consigo, así que tampoco es problema”, solucionó el becario.
Durante las siguientes semanas su suerte no mejoró demasiado. Vagando solos por la sabana, sin agua ni provisiones, los problemas entre ellos no hicieron más que crecer. Un día incluso discutieron porque Grant descubrió que el plano de Sarajevo era anterior a la remodelación urbanística a la que fue sometida a principios del siglo XVII bajo el dominio de los turcos, antes del tranvía, y las ofertas de propaganda de los bazares y las tabernas de kebab estaban obsoletas.
En el trayecto, Thomson registró la tierra que iban pisando y apuntaba: “Arcillosa, rojiza, normal”. Nada destacable. Y James Augustus, como naturalista que era, anotaba en su propio cuaderno: “La naturaleza de por aquí me resulta del todo natural. Los herbívoros pacen y rumian más o menos según los cánones. Los carnívoros, por su parte, devoran al resto. A todos nos toca el turno de ser devorados”. Nada destacable.
Así pasaron nosecuántos días más.
De pronto, el profesor Grant dormía la siesta a la sombra de una acacia cuando Thomson se alejó, apurado, para aliviar sus tripas tras un atracón de drupas silvestres. Y, desalojando el intestino, se percató de que frente a sus mismas narices una suerte de cabra extraña hacía lo propio, también puesta en cuclillas.
“Vaya… em… Hola”, dijo Thomson entonces. “Jua jua… sí… Hola”, contestó la cabra extraña. “Qué situación, ¿eh?”, bromeó Thomson. “Ya te digo”, secundó la otra. “Bueno”, dijo Thomson, soltando las últimas virutas, “Yo soy Thomson, soy un escocés”. “Mira tú por dónde”, respondió la cabra con acento del Kalahari, “Yo también soy Thomson, pero soy una gacela”. “Vaya”, dijo Thomson, dudoso, “No sabía”.
De esto que, de entre los matorrales, aparece el profesor James Augustus Grant, con cara de recién despertado, y exclama: “¡Pero qué es esto!”. Y Thomson dice: “Es una gacela, y se lama Thomson, como yo”. Grant parpadea, perplejo, y dice: “¿Una gacela? ¿Cómo una gacela?”. Y Thomson, la gacela, dice: “¡Hola, soy Thomson!”. El profesor suelta una carcajada histérica y grita: “¡Eureka! ¡La encontré! ¡La nueva especie que andaba buscando! ¡Una gacela, nada menos! ¡Con este descubrimiento pasaré a los anales! La llamaré gacela de Grant, en mi honor, por supuesto, ni que decir tiene, para que la posteridad recuerde lo que sufrí para dar a la humanidad el conocimiento de semejante criatura”.
Thomson y Thomson se miran estupefactos y, de súbito, un fiero león sale de la maleza. “Disculpad”, dice el león, “Siento interrumpir, pero, por casualidad, ¿no habréis visto un pedazo de cebra que tenía por aquí a medio comer? Estaba ahí mismo, Sali a regurgitar el íleon para volvérmelo a comer, y cuando vuelvo para acabar con el morcillo, que es, de hecho, lo que más me gusta, me encuentro con una cabra extraña y dos chimpancés pelados cagándose en mi salón”, rugió: “Y ni rastro de mi morcillo”.
Entonces Grant, del todo diplomático, propuso: “Puedes comerte a ése, si quieres”, señalando al Thomson bípedo, “Está algo flacucho y apesta, pero saciará tu apetito, aunque bien no sea un morcillo”, y añadió: “La gacela déjamela a mí, si no te importa, y con el dinero de los royalties que gane por el hallazgo te enviaré cada mes una piara de reses angus de Aberdeen bien morcillosas, para que te pongas gordo y púo”.
El león regateó: “¿Y si os devoro a todos ahora mismo y santas pascuas?”
Y salieron todos despavoridos y con el culo sucio, huyendo del león.
Pasaron las semanas, y Grant, Thomson y Thomson continuaron su vagabundaje por la sabana sin mucho plan. Un día, Grant preguntó a Thomson: “¿Y hay más gacelas como tú?”. A lo que Thomson respondió: “No soy una gacela, soy escocés”. “No tú. Tú”, replicó Grant. “Pues claro que hay más gacelas como yo”, aclaró Thomson, “Y todas nos llamamos Thomson”. “¡Como yo!”, dijo Thomson. “Pero eso no puede ser”, protestó Grant, “¿Cómo sabéis de qué Thomson habláis cuando habláis de un Thomson cualquiera?”. “No lo sé; lo sabemos”, respondió Thomson.
Quiso la providencia que cierto día, una tarde, después de un copioso almuerzo a base de drupas y raíces, sestearan Grant y Thomson a la sombra de una acacia cuando Thomson, el bípedo escocés, se alejara para evacuar su barriga entre los matojos. Encontró un buen sitio, no demasiado apartado, con vistas a la sabana, y ahí mismo destapó el esfínter occipital para erigir un hito fecal.
Apenas había depositado media carga cuando notó que, a su lado, una suerte de cabra extraña hacía lo propio en postura similar.
“Uy… vaya”, mencionó Thomson. “Juju jujuy… sí… vaya”, respondió la cabra extraña. “No te imaginas la cantidad de veces que me pasa esto últimamente”, señaló Thomson. “Sí ¿no?”, desdeñó la otra. “Tal que así”, reiteró Thomson, soltando un pedete. “Yo soy Thomson, soy un escocés”. “Pues vaya” contestó la cabra con acento de Mombasa, “Yo soy una gacela, y me llamo Grant”. “Venga ya”, dijo Thomson, alegre, “Conozco a un tipo que también se llama Grant”.
Y resulta que, sin avisar, irrumpen en la sabana Grant y Thomson, con cara de recién despertados. Grant dice: ¿Y esto?. Y Thomson responde: “Se llama Grant, como tú, y es una gacela”. “Como yo”, apunta Thomson. Grant pestañea un par de veces o tres, y dice: ¿Una gacela? ¿Cómo una gacela? ¿Otra gacela? ¿Otra distinta? ¡Soy un genio! ¡Otra gacela de Grant, la gacela de Grant granti, también en mi honor, y granti por ser más grande que la anterior!”.
Thomson dice: “Un momento”, y Thomson dice: “No es más grande, es más gorda”, a lo que Grant replica: “No estoy gorda, estoy fornida”, y Grant dice: “Es más grande porque más grande es el logro de descubrir dos especies de gacelas de Grant, que sólo una”, y Thomson continúa: “¡Yo he descubierto a las dos gacelas, así como quien caga, y únicamente la segunda se llama Grant”, y Grant: “¡Yo”, y entonces Thomson dice: “A mi no me ha descubierto nadie, yo soy autodidacta”, y Grant sentencia: “¡Aquí yo soy quien descubre y dice qué se descubre y, sobre todo, quién lo descubre, y digo que he descubierto a la jodida gacela de Grant y a la no menos jodida gacela de Grant granti, y sois tú y tú. Y tú”, señala entonces a Thomson con un índice roñoso y amenazante, “Tú me vas a comer los cojones”.
Agarró Grant el Winchester y apuntó con él a Thomson. Thomson levantó las palmas, indefenso. Thomson empuñó una lanza masái que ocultaba camuflada en su cornamenta y señaló con ella a Grant. Grant, por su parte, se limpió el culo con unos hierbajos y contempló la escena, rumiando.
Apenas sucedió en un instante, y resulta que, según diversos testimonios, Thomson dijo: “Repartámonos el descubrimiento, Grant para ti, y para mí, Thomson”, a lo que Grant repuso: “Ni de coña, Thomson fue primero. Thomson para mí, y Grant también, y ahora mismo te pego un tiro”, y Thomson: “Vale, Thomson para ti, pero déjame a Grant, por lo menos. Yo también me he pegado la caminata, y me viene de perlas para el currículo”. Grant dice: ¿Qué les pasa a estos palmípedos?”, y Thomson le responde: “Estiran sus pescuezos como las zarafas para demostrar al resto quién lo tiene más largo”. Y Grant dijo: “¿Qué más me ofreces?
Nadie sabe a ciencia cierta qué ocurrió a partir de entonces, Thomson fue recordado por descubrir la gacela Thomson, y Grant por descubrir la gacela de Grant. Ambos murieron en 1892, en circunstancias del todo cotidianas. Habían mantenido un tempestuoso romance desde que se instalaran en Londres en otoño del ‘84 que los llevó, paulatinamente, al delirio y la histeria mórbida. En el informe forense de ambos casos se reflejó como: “una mera cistitis”.
PABLO LAVILLA
DUELO A GARROTAZOS | *FRANCISCO DE GOYA
CAPÍTULO 21 | *ANTHONY BURGESS + CABEZADEDOLOR
«Y ahora qué pasa, eh?»
Estábamos yo, vuestro Humilde Narrador, y mis tres drugos, Len, Ricky y el Matón, a quien se llamaba Matón por su bolche y grande cuello y por su muy gronca golosa como la de un toro bolche bramando auuuuuuuu. Sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche en un invierno oscuro, helado y bastardo aunque seco. Alrededor había chelovecos en leche-plus velocet y synthemesc y drencrom y otras vesches que te llevan lejos lejos lejos de este mundo malvado y real, a una tierra donde se puede videar a Bogo y Todos Sus Angeles y Santos en tu sabogo izquierdo mientras las luces explotan y chorrean por todo tu mosco. Lo que estábamos piteando era el viejo moloco con cuchillos, como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menosveinte, pero de todo esto ya les he hablado.
Vestíamos a la última moda, que en esos tiempos era un par de amplios pantalones y una suerte de jubón de cuero negro sobre una camisa con el cuello abierto, todo arropado por una especie de bufanda. En esos días también estaba de moda usar la vieja britha en la golová, de tal modo que la mayoría de la golová quedaba como calvay había cabello sólo en los costados. Pero nada era distinto en lo que hacía a las viejas nogas -botas bolches y grandes realmente joroschós, para patear litsos.
«¿Y ahora qué pasa, eh?»
Yo era como el mayor de los cuatro, y todos me consideraban su líder, pero algunas veces se me ocurría que el Matón alimentaba en su golová la idea de hacerse cargo algún día, esto en virtud de su tamaño y la gronca golosa con que bramaba cuando estaba en pie de guerra. De todos modos las ideas provenían de vuestro Humilde, oh hermanos míos, y además estaba esa vesche de que había sido famoso y había tenido mi foto y artículos y toda esa cala en las gasettas. También tenía por lejos el mejor empleo de los cuatro, en la sección musical de los Archivos Gramofónicos Nacionales con un carmano realmente joroschó lleno de golis para el fin de semana, y un montón de discos lindos y gratis para esta malenca personita, como si era poco.
Esa noche en el Korova había un buen número de vecos y ptitsas y débochcas y chicos smecando y piteando, cortando en dos la goboración y el burbujeo de los parroquianos con su «Quincalla telefónica y la faralipa se pone rataplanplanplan», y toda esa cala que podía siusarse al colocar un disco pop en el estéreo, esta vez Ned Achimota cantando Ese día, ese día. En el mostrador había tres débochcas vestidas a la moda nadsat, esto es, cabello largo y sin peinar teñido de blanco y falsos grudos que sobresalían un metro o más y polleras cortas muy muy ajustadas con ropa interior como espumosa, y el Matón seguía diciendo: «Hey, podríamos meternos allí, tres de nosotros. El viejo Len no está interesado. Dejemos al viejo Len a solas con su Dios». Y Len seguía diciendo: «Yarboclos yarboclos. ¿Dónde está el espíritu de todos para uno y uno para todos, eh?». De pronto me sentí a la vez cansado y lleno de una energía como de hormigas en el cuerpo, y dije:
«Fuera, fuera, fuera, fuera».
«¿Adónde?», dijo Rick, que tenía el litso como el de una rana.
“Oh, sólo para videar qué está ocurriendo en el gran exterior», dije.
Pero de algún modo, hermanos míos, me sentía muy aburrido y un poco desesperanzado, y había estado sintiéndome así un montón en esos días. Así que giré hasta el cheloveco más cercano, sentado también en el gran sillón de plush que circundaba el mesto, y le encajé un puñetazo realmente scorro oj oj oj en el vientre. Pero no lo sintió, hermanos, burbujeando como estaba con su «De las insípidas obras de Aristóteles, que producen ciclámenes, brotan elegantes formaniníferos «. Desaparecimos, pues, en la noche invernal.
Caminamos por el bulevar Marghanita y no había militsos patrullando, así que cuando nos topamos con un veco starrio que venía de un kiosko donde había cuperado una gasetta, le dije al Matón: «Está bien, Matoncito mío, podéis hacerlo si así lo deseáis». Más y más en esos días había estado yo dando órdenes, apenas, para videar luego cómo se las llevaba a cabo. Entonces el Matón lo quebró er er er, y los otros dos lo voltearon y patearon, smecando, mientras seguía caído y lo dejaban arrastrarse hacia donde vívía, lloriqueando para sí. El Matón dijo:
«¿Qué hay de un rico yum yum vaso de algo que nos quite el frío, oh Alex?» Porque no estábamos demasiado lejos del Duque de Nueva York. Los otros dos asintieron sí sí sí pero todos me miraban para videar si estaba bien. Asentí también, y hacia allí iteamos. En el interior estaban aquellas starrias ptitsas o bábuchcas a las que recordarán desde el principio y todas empezaron con su «Buenas noches, muchachos, Dios los bendiga, muchachos, los mejores del mundo, éso es lo que son», esperando que dijéramos: «¿Y ahora qué pasa, chicas? El Matón hizo sonar el colocolo y un mozo apareció, frotándose las rucas en el grasño delantal. «Cortando sobre la mesa, druguitos», dijo el Matón, sacando a la vista su contante y sonante montón de dengo. «Scotch para nosotros y lo mismo para las viejas bábuchcas ¿eh».
Y entonces dije:
«Ah, al infiemo. Que se lo paguen ellas». No sabía de qué se trataba, pero en esos últimos días me estaba convirtiendo en un tipo como mezquino. Había aparecido en mi golová un deseo de conservar todos mis golis para mí mismo, como acumulándolos por alguna razón. El Matón dijo:
“¿Qué hay, bratito? ¿Qué está ocurriendo con el viejo Alex?»
“Ah, al infierno”, dije. “No se. No sé. Es que no me gusta arrojar porque sí los golis que me he ganado duramente, eso es».
«¿Ganado?», dijo Rick. «¿Ganado? No tiene por qué ser ganado, como tú bien lo sabes, viejo druguito. Tomar, eso es todo, sólo tomar, así». Y smecó realmente gronco, y vidié que uno o dos de sus subos no eran lo que se dice joroschó.
“Ah», dije, «tengo algo que pensar». Pero videando a esas bábuchcas ansiosas por algo de alc gratis, me encogí de plechos Y saqué lo mío del carmano del pantalón. Billetes y monedas todo en un manojo, y lo arrojé plin plan sobre la mesa.
«Scotch para todos, verdad», dijo el mozo. Pero por alguna razón yo dije:
«No señor, para mí una pequeña cerveza.” Len dijo:
«Esto no puedo creerlo», y colocó su ruca sobre mi golová, burlándose, como si yo tuviera fiebre, pero gruñí como un perro para que se rindiera scorro. «Está bien, está bien, drugo», dijo. «Como os plazca». Pero el Matón smotaba con su rota abierta algo que había salido de mi carmano con los golis que había puesto sobre la mesa. Y dijo:
«Bueno bueno bueno. Nunca lo hubiéramos imaginado».
«Dame eso», gruñi, y lo aferré scorró. No puedo explicar cómo había ido a parar ahí, hermanos, pero era una fotografía a la que yo había recortado de la vieja gasetta, y era de un bebé. Era de un bebé haciendo gorgoritos glu glu glu con moloco que se le escapaba de la rota y mirando y como smecándose de todo, y estaba nago y su carne estaba plegada porque era un bebé muy gordo. Hubo entonces un poco de forcejeo jau jau jau para quitarme el pedazo de papel, así que tuve que gruñirles otra vez y agarré la foto y la rompí en pequeños pequeños pedazos y la dejé caer como un copo de nieve en el piso. El whisky apareció entonces y las starrias bábuchcas dijeron: «Buena salud, muchachos, Dios los bendiga, muchachos, los amores del mundo, eso es lo que son «y toda esa cala. Y una de ellas que era toda líneas y arrugas y sin subos en su hundida rota dijo: «No rompas el dinero, hijo. Si no lo necesitas, entrégalo a los demás», lo que fue muy osado de su parte. Pero Rick dijo: «No era dinero, oh bábuchca. Era la foto de un adorable y chipiquitito bebé». Yo dije:
«Creo que me estoy cansando un poco, eso es. Ustedes son los bebés, mofándose y sonriendo estúpidamente y todo lo que pueden hacer es smecar y darle a la gente bolches tolchocos cobardes cuando no pueden devolvérselos» El Matón dijo:
«Bueno, siempre pensamos que eras el rey en la materia, induso el maestro. No estás bien, ése es el problema contigo, druguito» .
Vidié el puerco vaso de cerveza que había frente a mí, en la mesa, y me sentí lleno de vómito, así que hice “Aaaah” y derramé toda la vonosa cala como espuma sobre el suelo. Una de las ptitsas starrias dijo: “Lo que se desperdicia no se quiere». Yo dije:
«Miren, druguitos. Escuchen. Esta noche, digamos, no estoy de humor. No sé cómo ni por qué, pero es así. Ustedes tres sigan su camino, dejándome fuera. Mañana nos encontraremos en el mismo lugar a la misma hora, esperando sentirme como mucho mejor» ;
«Oh”, dijo el Matón, «cuánto lo siento». Pero uno podía videar una especie de resplandor en sus glasos, porque, pensaba, esa noche él iba a estar a cargo. Poder poder, todos quieren como poder. «Es posible posponer hasta mañana», dijo el Matón, «lo que teníamos en mente. En especial lo de crastar las tiendas de la calle Gagarin. Hay botín joroschó allí, drugo, para hacerse con él”.
«No», dije. «No pospongan nada. Contínúen con su propio estilo. Ahora», dije, «me voy». Y me levanté de mi silla.
«¿Adónde?», preguntó Rick.
«Eso no lo sé», dije. «Sólo andar por ahí y dejar que las cosas afloren». Uno podía videar la sorpresa de las viejas bábuchcas ante mi salida, hosco, en lugar de aquel listo y smecante málchico al que recordarán. Pero yo dije: “Ah, al infierno, al infierno y enfilé odinoco hacia la calle.
Estaba oscuro y había un viento que cortaba como un nocho, y casi no había transeúntes. Estaban también los patrulleros con sus brutales rozzes en el interior, y de tanto en tanto, en la esquina, se podía videar una pareja de militsos estampados contra el frío y arrojando vapor en el aire hermanos mios. Supongo que el crastar y buena parte de la vieja ultra-violencia estaba muriendo por entonces, con los rozzes tan brutales con aquellos a los que atrapaban, cuando todo se había reducido a una pelea entre desagradables nadsats y los rozzes, para ver quién era más scorro con el nocho, la britba, el garrote, e incluso la pistola. Pero lo que se me ocurría en esos días era que, en realidad, nada me importaba demasiado. Era como si algo suave se estuviera introduciendo en mí, algo a lo que no podía traducir. No sabía lo que quería, en esos días. Incluso la música que me gustaba slusar en mi propia y malanca madriguera era, precisamente, aquella de la que antes me había smecado, hermanos. Yo estaba slusando más canciones románticas, lo que llaman Lieder, apenas una golosa y el piano, muy tranquilo y como quejumbroso, diferente de lo que habían sido esas orquestas bolches conmigo yaciendo en la cama entre los trombones y tinibales. Algo estaba ocurriendo dentro mío, y me preguntaba si se trataría de alguna enfermedad, o si aquello que habían hecho con mi golová iba a convertirme, quizás, en un besuño verdadero.
Así, con la golová caída sobre el pecho y las rucas encajadas en los carmanos de mis pantalones, caminé por la ciudad, hermanos, y finalmente comencé a sentirme muy cansado y también deseoso de una bonita y bolche cascha de chal con leche. Pensando en ese chal, tuve una visión repentina de mi persona sentada delante de un fuego bolche, en un sillón, piteando el chal, y lo que era gracioso y muy muy extraño era que yo parecía haberme convertido en un cheloveco starrio de unos setenta años, porque podía videar mi propia gloria, muy gris, y tenía además barbas, y estas también eran muy grises. Podía videarme a mí mismo como un hombre viejo, sentado al lado del fuego, y entonces la imagen desapareció. Pero era muy extraña.
Llegué a uno de esos mestos de té-y-café, hermanos, y podía videar a través de la gran ventana que estaba lleno de aburridos parroquianos, comunes, con litsos carentes de expresión y que no harían daño a nadie, todos sentados allí, goborando plácidamente y piteando sus inofensivos chal y cafés. Entré y me acerqué al mostrador y me compré un chai bien caIiente con moloco en abundancia, y me dirigí a una de las mesas y me senté para pitearlo. Había una joven pareja en la mesa, piteando y fumando cancrillos con filtro, y goborando y smecando en baja voz, pero no les presté atención y continué pitlando y como soñando y preguntándome que era lo que estaba cambiando en mí y que era lo que iba a sucederme. Vidié, sin embargo, que la débochca que acompañaba al cheloveco de la mesa era realmente joroschó, no del tipo de las que uno voltearía para aplicarle el viejo unodós unodós, pero con un ploto joroschó y un rostro y una rota sonriente y muy muy bella golosa y toda esa cala. Y entonces el veco que estaba con ella, que tenía un sombrero sobre la golová y su litso corno oculto para mí, giró para videar el grande y bolche reloj que había en la pared del mesto, y entonces videó quién era yo y yo vidié quién era. Era Pete, uno de mis tres drugos de aquellos días en que éramos Georgie y el Lerdo y él y yo. Era Pete corno un poco más viejo, aunque no podría tener más de diecinueve y un piquito, y tenía un piquito de bigote y un traje común y ese sombrero. Yo dije:
«Bueno bueno bueno, druguíto, ¿qué hay? Muy muy largo tiempo sin videarte». El dijo:
«¿Eres el pequeño Alex, no es cierto?»
«Ningún otro», dije. «Un largo largo largo tiempo ha pasado desde aquellos días. Y ahora el pobre Georgie, me han dicho, está bajo tierra, y el viejo Lerdo es un militso brutal, y aquí estás tú y aquí estoy yo. ¿Qué novedades traes, viejo druguito?».
«Habla de modo gracioso, ¿no es cierto?», dijo la débochca, riéndose tontamente.
«Este», dijo Pete a la débochca, «es un viejo amigo. Su nombre es Alex. ¿Puedo?», me dice, “presentarte a mi esposa?» ‘
Mi rota se abrió por completo, entonces. «¿Esposa?», “balbuceé. «¿Esposa esposa esposa? Ah no, eso no puede ser. Eres demasiado joven para estar casado, viejo drujo. Imposible imposible”.
Esta débochca que era como la esposa de Pete (imposible imposible) rió nuevamente y le dijo a Pete: “¿Tú solías hablar de ese modo?”
“Bueno”, dijo Pete, sonriendo también. “Tengo casi veinte. Estoy todo lo viejo que hace falta para ser pescado, y de eso hace ya dos meses. Tú eras muy joven y muy atrevido, recuerda”.
“Bueno”, balbuceé otra vez. “No puedo sobreponerme a esto, viejo druguito. Pete casado. Bueno bueno bueno”.
“Tenemos un pequeño departamento”, dijo Pete. “En la oficina de Seguros de la Marina Estatal se gana poco, pero las cosas mejorarán, de eso estoy seguro. Y Georgina aquí”…
“¿Cómo es ese nombre?”, dije, la rota aún abierta como besuño. La esposa de Pete (esposa, hermanos) rió una vez más.
“Georgina”, dijo Pete. “Georgina también trabaja. Escribe a máquina, ya sabes. Nos arreglamos, nos arreglamos”. No podía, hermanos, quitar mis glasos de él, realmente. El había como crecido, con la golosa de un adulto y todo. “Deberías”, dijo Pete, “venir a vernos alguna vez. Aún”, dijo, “luces muy joven, a pesar de las terribles experiencias por las que has pasado. Sí sí sí, hemos leído todo al respecto. Pero, por supuesto, tú aún eres muy joven”.
“Dieciocho”, dije. “Recién cumplidos”.
“Dieciocho, ¿eh? “, dijo Pete. “Tan viejo como eso. Bueno bueno bueno. Ahora“, dijo, “debemos irnos“. Y le dio a esa Georgina una mirada amorosa y tomó una de sus rucas entre las de él y ella le devolvió una de esas miradas, oh hermanos míos. “Sí“, dijo Pete, volviéndose hacia mí. “Tenemos una fiestita en lo de Greg“.
“¿Greg?“, dije.
“Oh, por supuesto“, dijo Pete, “no deberías conocer a Greg, ¿no es cierto? Greg está después de ti. Mientras estabas fuera Greg hizo su entrada. Organiza fiestitas, sabes. Mucho vino y juegos de palabras. Pero agradable, muy placentero, ya sabes. Inofensivo, si entiendes lo que digo“.
“Sí“, dije. “Inofensivo. Sí, sí, puedo videar eso realmente joroschó“. Y la Georgina débochca rió otra vez ante mis slovos. Y entonces esos dos itearon hacia los vonosos juegos de palabras de Greg, quienquiera que fuera. Me quedé allí, odinoco, con mi chai con leche, que se enfriaba con tanto pensar y divagar.
Quizás era eso, seguí pensando.
Quizás me estaba volviendo demasiado viejo para la clase de juego que había estado liderando, hermanos. Tenía dieciocho, recién cumplidos. Dieciocho no era la edad de un joven. A los dieciocho el viejo Wolfgang Amadeus había escrito conciertos y sinfonías y óperas y oratorios y toda esa cala, no, cala no, música celestial. Y entonces estaba el viejo Félix M. con su obertura Sueño de una noche de verano. Y había otros. Y estaba esa especie de poeta francés, que había hecho su mejor poesía a la edad de quince, oh hermanos míos. Arthur, se llamaba. Dieciocho no era entonces una edad tan joven. ¿Pero que podía hacer yo?
Caminando por las ocuras, heladas y bastardas calles invernales, después de abandonar el mesto de te-y-café, las visiones seguían junto a mí, como esas historietas que aparecen en las gasettas. Ahí estaba vuestro Humilde Narrador Alex volviendo a casa, del trabajo a un bueno y caliente plato de cena, y ahí estaba esa ptitsa que le daba la bienvenida y lo saludaba como si lo amara. Pero no podía videarla joroschó, hermanos, no podía pensar en quien sería. Tuve, entonces, la idea repentina de que si caminaba hasta el cuarto contiguo a aquél en que el fuego ardía y la cena yacía en la mesa, ahí habría de encontrar lo que en verdad quería, y fue en ese momento que todo cuajó, la foto recortada de la gasetta y el encuentro con el viejo Pete. Porque en el otro cuarto, en una camita, estaba tendido gu gu gu mi hijo. Sí sí sí, hermanos, mi hijo. Y sentí entonces ese gran agujero bolche en mi ploto, lo que me sorprendió. Sabía lo que estaba pasando, oh hermanos míos. Yo estaba creciendo.
Sí sí sí, eso era. La juventud debe partir, ah sí. Pero la juventud es sólo existir en el modo en que podría hacerlo un animal. No, no se trata de ser como un animal, sino más bien de ser como uno de esos juguetes malencos a los que se vende por las calles, como pequeños chelovecos hechos de lata y con un resorte adentro y una cuerda en el exterior y uno la enrosca grrr grrr grrr y ahí va, como si caminara, oh hermanos míos. Pero itea en una línea recta y se golpea con las cosas bang bang sin comprender lo que está haciendo. Ser joven es ser como una de esas máquinas malencas.
Mi hijo, mi hijo. Cuando tuviera mi hijo le explicaría todo, cuando fuera suficientemente starrio como para entender. Pero entonces supe que no entendería o no querría entender y que haría todas las vesches que yo había hecho, quizás incluso asesinando a una forella starria rodeada de cotos y coschcas maulladores, y que yo no podía detenerlo. Y él tampoco podría detener a su propio hijo, hermanos. Y así funcionaría todo hasta el fin del mundo, una y otra vez, terminando y recomenzando, como si un cheloveco bolche, gigante, como Bogo mismo (por cortesía del bar lácteo Korova) hiciera girar y girar y girar una naranja grasña y vonosa en sus inmensas manos.
Pero antes que nada, hermanos, estaba esta vesche de encontrar alguna débochca u otra que pudiera oficiar de madre para mi hijo. Debería aplicarme a ello mañana mismo, seguí pensando. Eso era algo como nuevo para hacer. Eso era algo a lo que debía dar inicio, una especie de nuevo capítulo.
Y así será, hermanos, mientras arribo al fin de esta historia. Han estado en todas partes con Alex el druguito, sufriendo con él, y han videado a algunos de los más grasños bratitos que Bogo ha hecho, todos en torno de vuestro druguito Alex. Y todo lo que ocurría era que yo era joven. Pero ahora, cuando termino la historia, hermanos, descubro que ya no lo soy más, no más, oh no. Alex ha crecido, oh si.
Pero adonde iteo ahora, oh hermanos míos, es un lugar al que voy odinoco, donde ustedes no pueden acompañarme. El mañana es como dulces flores y la vonosa Tierra que gira y las estrellas y la vieja Luna ahí arriba y vuestro viejo drugo Alex, odinoco, buscando una compañera. Y toda esa cala. Un mundo terrible, grasño, vonoso, realmente, oh hermanos míos. Despídanse así de vuestro druguito. Y para todos los demás de la historia profundas ráfagas de música labial brrrrrr. Y pueden besar mis scharros. Pero ustedes, oh hermanos míos, acuérdense alguna vez del pequeño Alex. Amén. Y toda esa cala.
*ANTHONY BURGESS