TÍO Y TRONCO

Tío y tronco están sentados en una terraza, según nos acercamos alcanzamos a oír esta conversación:

 

_No sé, tío, yo había planeado el fin tan diferente…Esperaba dolor, emociones irrefrenables, un escalofrío que me alarmarse, los vellos de mi espalda erizados, tiesos como clavos. Esperaba recordar, en unos instantes eternos, todas las caras de aquellos que alguna vez quise. Y la paz. ¡Ah! Esa paz tremebunda de sentir que me estaba uniendo de nuevo con los que se me habían escapado. Esperaba vagar cuando fuera un ente y disfrutar viendo a los vivos, con la nostalgia sana del que ha hollado todos los rincones del más allá, del más acá y se siente equilibrado con todos los mundos. No es que me esperara precisamente morir en una ciénaga, en un inmundo cenicero, en el retrete más asqueroso de Cimavilla. Pero da igual, lo preferiría. Tampoco tengo nada de eso. ¿Lo entiendes, tío?

—No. ¡Joder! Claro que no. ¿De qué mierda hablas, tronco?

_¡De ninguna! ¿Acaso no lo ves? Es eso a lo que me refiero. No hay nada, no hay mierda, ni lo contrario a mierda, mmm, caviar. ¡Yo qué sé! Da igual. Lo que digo es que no podemos sufrir, ni podemos disfrutar nada que no haya sido concebido en una de esas estúpidas series o películas. Se nos ha robado nuestro derecho a vivir sin sabernos representados. ¿No te parece insultante?

—No. ¿Por qué a ti sí? O sea, tú consumes todos esos productos. ¿Crees que tu felicidad pasaría por ignorar esas historias? ¿Crees que eran menos miserables lo que solo tenían en frente la oscuridad o las hogueras?¿Qué no estaban vacíos?

_¡Pues claro! Este es nuestro bello infierno. Hemos cogido el fuego del infierno, y después de apagarlo hemos llenado todo de confetti, puesto luces LED, carteles, lo hemos digitalizado, streameado, lo hemos coloreado o fotografiado a través de un filtro valencia, pero en el fondo tenemos el mismo infierno, pero nosotros no podemos sufrirlo ni disfrutarlo, solo padecerlo.

—Ah, ya. Esa cita que tanto te gustaba, ¿no?. ¿Cómo era?

_«Incluso cuando huyen del infierno, los hombres no lo abandonan sino para reconstruirlo en otra parte»

—Esa. Bueno, pues yo creo que lo has logrado.

_¿Qué?

—Estás sufriendo. ¿No es eso lo que querías?

_No sufro. Sólo digo lo que veo. No soy capaz de sentirlo.

—Pero tronco, todo lo comparas al infierno, ¿acaso éste no es el devenir lugar del sufrimiento? Al infierno que tú mencionas hay quien lo llamaría limbo.

_Está bien, si quieres será nuestro bello limbo.

—Pues vaya una mierda.

—¿Por la mierda?

_Por la mierda.

 

Tío y tronco apuran sus cañones y se acercan a la barra a pedir un par más, mientras tanto, en todas partes, el infierno sigue transcurriendo.

MICROCUENTOS DE MIERDA | MIGUELO GUARDIOLA

Venció al feroz dragón legendario, pero no pudo aguantar el olor de años de mierda de princesa encerrada en una torre.

* * *

Subió al campanario y empezó a gritar. La gente creyó que se iba a tirar, pero solamente quería cagarse en to lo alto.

* * *

El silencio se rompió con un peo. El equipo de asalto disparó a matar. No sabía que cabían tantas balas en un Cocolín.

* * *

La quietud reinaba en la solitaria estancia. El silencio era tan denso como un peo mochilero de domingo por la mañana.

* * *

Ahí estaba su princesa, reluciente y bella. Y así la miraba él por la ventana del baño en lo que terminaba de cagar.

* * *

Alguna vez creyó que eran mariposas aleteando de amor en su estómago, ahora estaba seguro de que se avecinaba diarrea.

* * *

«Me quiere, no me quiere…» repetía casi autista, hasta que la caída del zurullo le sorprendió mojando sus nalgas.

* * *

Una lágrima caía furtiva por la avenida de sus mejillas, rogaba a Dios, no quedaba papel y su culo seguía sucio.

* * *

Metieron al enterrador de mi pueblo en la cárcel, por lo visto se cagó en todos sus muertos.

* * *

La situación era crítica, MacGyver debía inventar algo o la tragedia sucedería. Y sucedió, se cagó atado a la silla.

* * *

Era un ciclista inteligente, los demás tenían que parar para cagar, él competía sin sillín y llenaba la barra.

* * *

Llevaba 42 años sin defecar y su organismo aprovechaba aquello, ahora era un gordo de mierda, con todas las letras.

* * *

Santa Claus echó un regalito por la chimenea, en aquella casa no vivía ningún niño, pero no iba a cagarse en el trineo.

* * *

Se dio cuenta de que se había comido el tupper equivocado cuando el médico llamó para decir que no analizaría un puré.

* * *

Contrajo todos sus músculos, apretó los puños, empujó cuanto pudo, maldijo entre dientes, odiaba ser estreñido.

* * *

Podía tocar cualquier melodía con sólo oírla una vez, a cualquier tempo, pero lo increíble era que lo hacía peyéndose.

* * *

Y colorín colorado, el cuentacuentos se ha cagado.

MIGUELO GUARDIOLA

LAS AVENTURAS DE PANOCCHIO; ESCENA SEGUNDA | LORENZO CARLINI

En una habitación de albergue transitorio del Casino Felice, se sobreentiende que de forma simultánea a aquello acontecido en las cocinas. Steve Buscemi yace con una puta en una cama sin dosel, semicubiertos por las sábanas, dejando a la vista los pezones de ella y no los de él. Ella fuma, él tiene un ojo en blanco y el otro fijo en el vértice opuesto del techo con la pared.

STEVE BUSCEMI: No doy propina.

PUTA: ¿Perdona?

STEVE BUSCEMI: No te ofendas, pero no creo en eso. Ha estado bien y tal, pero tampoco ha sido espectacular. Además, es tu trabajo. Si tienes problemas para pagar tus gastos aprende a escribir a máquina.

PUTA: Imbécil. Sólo te he pedido que me acercaras el cenicero, pedazo de mierda. Anda, termina tu jodida historia y lárgate de aquí.

STEVE BUSCEMI: Ni lo sueñes, muñeca; la que se va a largar cuando termine mi jodida historia vas a ser tú. Yo he pagado por esta pieza hasta el desayuno.

PUTA: Pues entonces termina tu jodida historia y deja que me largue de aquí.

STEVE BUSCEMI: Bien, ¿por dónde iba?

PUTA: La alpaca de Notre Dame.

STEVE BUSCEMI: ¡Cierto! Pues eso, que los productores se obcecaron con meter una escena de ascensor, y ya sabes lo difícil que resulta rodar una escena así. A mí no me importa, yo soy actor; interpreto. Pero es un engorro para el resto del equipo, por no decir que te cargas todo el rollo de la verosimilitud, tratándose de una tragicomedia de corte humanista ambientada en el medievo francés tardío. Pero vamos, que yo soy actor y de eso no opino. Total, que todo terminó con una serie de cambios en el guion, por orden directa de los de arriba (no preguntes), entre los que se incluía una nueva escena en la que yo, o, bueno, mi personaje, moría precipitado por las escaleras. Hasta ahí todo bien, no me importa morir, si pagan bien. El caso es que, curiosamente, rodamos los interiores de esta escena en la sinagoga de Estrasburgo, y, como no había presupuesto para un doble de riesgo especialista en caídas por la escalera, y también debido a mi fama, eso que dicen de que se me da estupendamente el morirme, pues los productores decidieron que yo mismo debía tirarme escaleras abajo cosa de cuatro tramos o por ahí. Y así lo hice, por supuesto, y es que no pagaban mal, nada mal, desde luego. La historia, después de todo, es que así es como me rompí este diente y medio.

PUTA: ¿Y cómo te rompes diente y medio?

STEVE BUSCEMI: Pues eso te estoy diciendo; me tiré por las escaleras de la sinagoga de Estrasburgo.

PUTA: Me refiero a cómo es posible romperse medio diente. Está claro que cualquiera se puede partir un diente, pasando así a convertirse en medio diente, por un lado, aún en la encía, y en un pedazo de diente, por otro, que es el trozo desprendido de la cavidad bucal. Por lo que no es posible romperse un diente y medio, como dices.

STEVE BUSCEMI: A no ser que ya me hubiera partido un diente antes.

PUTA: Ahí sí.

STEVE BUSCEMI: Pues esa es otra historia, y si quieres oírla vas a tener que darme propina tú a mí.

PUTA: Vale. Que te jodan.

La puta abandona la pieza y Steve Buscemi mira con un ojo al quicio de la puerta y con el otro al hueco en el colchón que alberga la ausencia de ella. Se queda así un rato sin pestañear siquiera y, de súbito, se queda dormido y empieza a roncar como ronca Steve Buscemi.

(ELIPSIS, la misma de antes, aunque distinta concubina)

De debajo de las sábanas, Steve Buscemi emerge transfigurado en un terrible y monstruoso insecto. Una suerte de exoesqueleto rollo Gregorio Samsa, pero con la cara de Steve Buscemi, y con antenas, y patas, y un gonopodio de once centímetros, algo espantoso.

STEVE BUSCEMI: ¡Uuuurrrgh! (grito desgarrador)

Y se escabulle reptando por el conducto de ventilación.

LORENZO CARLINI

EJERCICIOS DE ESTILO; LÍTOTES | *RAYMOND QUENEAU

Éramos unos cuantos que nos desplazábamos juntos. Un joven, que no tenía aire de muy inteligente, habló unos instantes con un señor que se encontraba a su lado; después, fue a sentarse. Dos horas más tarde, me lo encontré de nuevo; estaba en compañía de un amigo y hablaba de trapos.

*RAYMOND QUENEAU

LA PESTE | *ALBERT CAMUS

La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó a la calle, se le ocurrió la idea de que aquella rata no debía quedar allí y volvió sobre sus pasos para advertir al portero. Ante la reacción del viejo Michel, vio más claro lo que su hallazgo tenía de insólito. La presencia de aquella rata muerta le había parecido únicamente extraña, mientras que para el portero constituía un verdadero escándalo. La posición del portero era categórica: en la casa no había ratas. El doctor tuvo que afirmarle que había una en el descansillo del primer piso, aparentemente muerta: la convicción de Michel quedó intacta. En la casa no había ratas; por lo tanto, alguien tenía que haberla traído de afuera. Así, pues, se trataba de una broma.

Aquella misma tarde Bernard Rieux estaba en el pasillo del inmueble, buscando sus llaves antes de subir a su piso, cuando vio surgir del fondo oscuro del corredor una rata de gran tamaño con el pelaje mojado, que andaba torpemente. El animal se detuvo, pareció buscar el equilibrio, echó a correr hacia el doctor, se detuvo otra vez, dio una vuelta sobre sí mismo lanzando un pequeño grito y cayó al fin, echando sangre por el hocico entreabierto. El doctor lo contempló un momento y subió a su casa. No era en la rata en lo que pensaba. Aquella sangre arrojada le llevaba de nuevo a su preocupación. Su mujer, enferma desde hacía un año, iba a partir al día siguiente para un lugar de montaña. La encontró acostada en su cuarto, como le tenía mandado. Así se preparaba para el esfuerzo del viaje. Le sonrió.

—Me siento muy bien —le dijo.

El doctor miró aquel rostro vuelto hacia él a la luz de la lámpara de cabecera. Para Rieux, esa cara, a pesar de sus treinta años y del sello de la enfermedad, era siempre la de la juventud; a causa, posiblemente, de la sonrisa que disipaba todo el resto.

—Duerme, si puedes —le dijo—. La enfermera vendrá a las once y os llevaré al tren a las doce.

La besó en la frente ligeramente húmeda. La sonrisa le acompañó hasta la puerta.

Al día siguiente, 17 de abril, a las ocho, el portero detuvo al doctor cuando salía, para decirle que algún bromista de mal género había puesto tres ratas muertas en medio del corredor.

Debían haberlas cogido con trampas muy fuertes, porque estaban llenas de sangre. El portero había permanecido largo rato a la puerta, con las ratas colgando por las patas, a la espera de que los culpables se delatasen con alguna burla. Pero no pasó nada.

Rieux, intrigado, se decidió a comenzar sus visitas por los barrios extremos, donde habitaban sus clientes más pobres. Las basuras se recogían por allí tarde y el auto, a lo largo de las calles rectas y polvorientas de aquel barrio, rozaba las latas de detritos dejadas al borde de las aceras. En una calle llegó a contar una docena de ratas tiradas sobre los restos de las legumbres y trapos sucios.

Encontró a su primer enfermo en la cama, en una habitación que daba a la calle y que le servía al mismo tiempo de alcoba y de comedor. Era un viejo español de rostro duro y estragado. Tenía junto a él, sobre la colcha, dos cazuelas llenas de garbanzos. En el momento en que llegaba el doctor, el enfermo, medio incorporado en su lecho, se echaba hacia atrás esforzándose en su respiración pedregosa de viejo asmático. Su mujer trajo una palangana.

—Doctor —dijo, mientras le ponían la inyección—, ¿ha visto usted cómo salen?

—Sí —dijo la mujer—, el vecino ha recogido tres.

—Salen muchas, se las ve en todos los basureros, ¡es el hambre!

Rieux comprobó en seguida que todo el barrio hablaba de las ratas. Cuando terminó sus visitas se volvió a casa.

—Arriba hay un telegrama para usted -le dijo el viejo Michel.

El doctor le preguntó si había visto más ratas.

—¡Ah!, no —dijo el portero—, estoy al acecho y esos cochinos no se atreven.

El telegrama anunciaba a Rieux la llegada de su madre al día siguiente. Venía a ocuparse del hogar mientras durase la ausencia de la enferma. Cuando el doctor entró en su casa, la enfermera había llegado ya. Rieux vio a su mujer levantada, en traje de viaje, con colorete en las mejillas. Le sonrió.

—Está bien —le dijo—, muy bien.

Poco después, en la estación, la instaló en el wagon-lit. Ella se quedó mirando el compartimiento.

—Todo esto es muy caro para nosotros, ¿no?

—Es necesario -dijo Rieux.

—¿Qué historia es esa de las ratas?

—No sé, es cosa muy curiosa. Ya pasará.

Después le dijo muy apresuradamente que tenía que perdonarle por no haberla cuidado más; la había tenido muy abandonada. Ella movía la cabeza como pidiéndole que se callase, pero él añadió:

—Cuando vuelvas todo saldrá mejor. Tenemos que recomenzar.

—Sí -dijo ella, con los ojos brillantes-, recomenzaremos.

Después se volvió para el otro lado y se puso a mirar por el cristal. En el andén las gentes se apresuraban y se atropellaban. El silbido de la locomotora llegó hasta ellos. La llamó por su nombre y, cuando se volvió, vio que tenía la cara cubierta de lágrimas.

—No —le dijo dulcemente.

Bajo las lágrimas, la sonrisa volvió, un poco crispada. Respiró profundamente.

—Vete, todo saldrá bien.

La apretó contra su pecho y, ya en el andén, del otro lado del cristal, no vio más que su sonrisa.

—Por favor —le dijo—, cuídate mucho.

Pero ella ya no podía oírle.

*ALBERT CAMUS