Hacia la mitad de la jornada y a mediodía, me encontré y subí en la plataforma y terraza trasera de un autobús y vehículo de transporte en común abarrotado y casi completo de la línea S y que va de la Contrescarpe a Champerret. Vi y observé a un hombre joven y viejo adolescente, bastante ridículo y no poco grotesco, cuello delgado y gaznate descarnado, cordón y trencilla alrededor del sombrero y gorro. Después de un atropello y confusión, dice y profiere con una voz y tono lacrimosos y llorones que su vecino y coviajero le empuja y le importuna adrede y aposta cada vez que alguien baja y sale. Dicho esto y tras abrir la boca, se precipita y se dirige hacia un sitio y un asiento vacíos y libres.
Dos horas después y ciento veinte minutos más tarde, lo encuentro y vuelvo a verlo en la plaza de Roma y delante de la estación de Saint-Lazare. Está y se encunetra con un amigo y compañero que le aconseja y le incita a que se haga añadir y coser un botón y un círculo de hueso en su abrigo y gabán.
Tengo un amigo que vive en mi boca. Me dice: «¡Redrum, redrum!», y eso me asusta. Cada día me interrumpe cuando trato de concentrarme en cualquier otra cosa, y por las noches dice: «¡Redrum, redrum!», y así tampoco puedo dormir. Hace meses que intento terminar mi novela, pero cuando consigo un poco de silencio y me llega algo de inspiración, susurra: «¡Redrum, redrum!», y con mi mano tacha los párrafos que tanto me costó escribir. Después me convence de que no eran buenas líneas, que mañana saldrá algo mejor, y añade: «¡Redrum, redrum!», y me olvido de lo desgraciado que soy. Luego, en el trabajo: «¡Redrum, redrum!», y siento ganas de incrustarle la grapadora a mi jefe entre los dientes. Haciendo la colada: «¡Redrum, redrum!», y me apetece llenarle a ese otro tipo el gaznate con detergente. En el bar: «¡Redrum, redrum!», y me sorprendo pensando en a cuántos podré cargarme con una botella rota antes de que consigan detenerme. Frente al espejo busco en mi mirada quizá un viso de la suya, y entonces dice: «¡Redrum, redrum!», y no sé dónde esconderme. En el desayuno: «¡Redrum!», y el café me quema en las encías. En la ducha: «¡Redrum, redrum!», e imagino cuánto champú habré de beberme para que se calle uno de estos días. Cogí el coche y me largué, más allá de las afueras, a un hotel en las montañas. Alquilé la doscientos treinta y siete y, sin más, me tumbé en la cama. «¡Redrum, redrum, redrum!», me dije esta vez, a mí mismo, y hundí mi rostro contra la almohada.
Sucedió tal que así: Necesitaba unas vacaciones y un amigo (más bien un contacto) me recomendó el hotel Overlook, en medio de las montañosas rocas de Colorado. En recepción me ofrecieron muy amablemente la habitación doscientos treinta y pico, y un botones con cremallera cargó mi equipaje hasta la puerta. De propina le solté treinta monedas de plata con la facha de un monarca muerto y la cruz gamada en el envés. El cuarto era acogedor y decadente a tercios iguales, pero carecía de ventanas. También descubrí que el minibar estaba del todo vacío, aunque por lo menos la moqueta estaba chula. Saqué mi vieja Adler semiautomática de su estuche y la deposité en el escritorio, junto al cenicero. Traté de escribir algo, pero me ofusqué pronto debido a mi ya crónico bloqueo de escritor, o tal vez por esta fiebre de las cabañas que pillé el invierno pasado, y decidí salir a darme una vuelta para despejar. Agarré mi triciclo portátil sin sidecar y enfilé por los pasillos del hotel con mi habitual pedaleo suspensivo y meditabundo. Doblé la primera esquina y me encontré con más pasillo. Después a la derecha, y lo mismo, Derecha-izquierda-izquierda, de nuevo todo recto, más tarde a la izquierda-izquierda-derecha-derecha-derecha, y más pasillo otra vez. Al siguiente giro dos gemelas idénticas o quizá dos mellizas (nunca supe la diferencia) me saludaron al unísono y yo, del susto, di media vuelta y volví por donde había venido. Derecha-derecha-recto-derecha y, para cuando quise darme cuenta, estaba en medio de una orgía de peluches y un oso amoroso fumaba calumet sobre el regazo de Don Pimpón mientras Tinky Winky le practicaba un masaje con final de tragedia griega. Traté de gritar horrorizado, pero de mi garganta no salió alarido alguno y se me quedó cara de bobo ojiplástico, así que hui despavorido, dejando atrás mi triciclo, mientras en el otro rincón un Paco Pico confuso trataba de sodomizar a una lámpara. Corrí más pasillo, izquierda-izquierda-derecha-recto, y me topé con un viejales calvorota con la cabeza partida por la mitad que esperaba junto al ascensor. Apretó el botón y me dijo: «¿Sube ud.?», y entonces las puertas se abrieron y del interior emergió un torrente sanguinolento que me dejó los pantalones hechos un asco. Media vuelta y derecha-recto-izquierda-izquierda. Más pasillo. Derecha-izquierda-derecha y ya, por fin, llegué al salón dorado. «¡Lloyd!», le grité al camarero desde el umbral, «¡Burbón en vena, con nada de hielo!». El camarero se sonrió y volcó una botella vacía en el vaso de cristal. «¿Y esta broma?», musité entonces, y me desperté de súbito en mi habitación, la doscientos treinta y pico, sentado frente a mi máquina Adler con un montón de galimatías escritos. Me levanté, confundido, y fui al lavabo para darme una ducha y arrancarme las legañas, pero me encontré con una vieja decrépita y mohosa en la bañadera que se partía de la risa mientras me enseñaba unos sobacos desnudos y feísimos. «¡Redrum!» dijo entonces Tony, el amigo que vive en mi boca. Y yo en plan: «¿Cómo, cómo?». Y el otro siguió: «¡Redrum, redrum, redrum, redrum, redrum, redrum…!». Y ya no sé qué más pasó, ni qué hago aquí, ni quién demonios me amarró las mangas de la camisa a la espalda.
Me desperté alrededor de las 10.30 del lunes en la mañana por un chirrido que provenía de la puerta. Me apoyé en la cama y abrí la cortina lo suficiente para distinguir a Steadman afuera. “¿Qué mierda quieres?”, le grité.
“¿Qué hay del desayuno?”, dijo.
Me levanté y traté de abrir la puerta, pero se quedó atascada por la cadena de noche y se volvió a cerrar. ¡No fui capaz de sacar la cadena! No había caso con ella, así que la rompí con una furiosa sacudida de la puerta. Ralph no se inmutó. “Mala suerte”, dijo.
Apenas podía ver algo. Tenía los ojos tan hinchados que casi no podía abrirlos y la brusca irrupción de la luz a través de la puerta me dejó aturdido e indefenso como un topo enfermo. Steadman estaba farfullando acerca de náuseas y el terrible calor; me senté en la cama y traté de enfocarme en él mientras se movía alrededor del cuarto de forma extraña, hasta que, repentinamente, sacó una Colt.45 y apuntó con ella a un cubo de cerveza. “Cristo”, dije, “Estás perdiendo el control.”
Él asintió mientras rompía la tapa de la botella, tomando un largo trago. “¿Sabes? Este lugar es realmente espantoso” dijo finalmente. “Tengo que salir de aquí…” Él movió su cabeza con nerviosismo. “El avión sale a las tres treinta, pero no sé si podré soportarlo”.
Casi no podía oír lo que decía. Finalmente mis ojos se habían abierto lo bastante para enfocarme en el espejo que estaba al otro lado del cuarto y quedé sorprendido al reconocer lo que vi en él. Por un momento pensé que Ralph había traído a alguien, un modelo perfecto de esa cara que habíamos estado buscando. Ahí estaba, por Dios, una caricatura hinchada, devastada por el alcohol, enfermiza… la horrible versión animada de una vieja foto, arrancada al álbum familiar de una orgullosa madre. Era la cara que habíamos estado buscando, y era, por supuesto, la mía. Horrible, horrible…
“Quizás deba dormir un rato más”, le dije. “¿Por qué no vas al Pueblo del Pescado y la Carne y comes algo de ese pescado podrido y esas papas fritas? Luego regresas acá y me despiertas cerca del mediodía. Me siento demasiado cerca de la muerte para salir a la calle ahora.”
Él movió su cabeza. “No… no… creo que iré a mi cuarto y trabajaré con los bocetos un rato”. Él fue a sacar dos latas más del cubo. “Intenté trabajar antes”, dijo, “pero mis manos estaban temblando… Es terrible, terrible”.
“Tienes que dejar de beber”, le dije.
Él asintió. “Lo sé. No es bueno, no es para nada bueno. Pero por alguna razón me hace sentir mejor…”
“No por mucho”, le dije. “Tú vas a caer en una especie de histérico Delirium Tremens esta noche, probablemente justo cuando te toque tomar el avión en Kennedy. Ellos te pondrán una camisa de fuerza para reducirte y te arrastrarán hacia Las Tumbas antes de golpearte en los riñones con grandes palos una y otra vez, hasta que te calmes.”
Él se encogió de hombros y se fue, cerrando la puerta detrás suyo. Regresé a la cama por otra hora, y más tarde, después del jugo diario de pomelo tomado a la carrera en el Nite Owl Food Mart, tuvimos nuestro última comida en el Pueblo del Pescado y la Carne: un fino almuerzo de pasta con interiores de res, freídos en abundante grasa.
Para ese momento Ralph ya no ordenaba café; se mantenía pidiendo sólo agua. “Es la única cosa que tienen aquí apta para consumo humano”, explicó. Luego, con una hora o más por matar antes que él tomara el avión, pusimos los dibujos sobre la mesa y los examinamos un buen rato, preguntándonos si él había captado el espíritu del Derby… pero no pudimos decidirnos. Sus manos temblaban tanto que él tenía problemas para sostener los papeles, y mi vista estaba tan borrosa que apenas podía ver lo que había dibujado Ralph. “Mierda”, dije. “Ambos estamos peor que cualquier cosa que hayas dibujado tú aquí”.
Él sonrió. “¿Sabes? He estado pensando sobre eso”, dijo. “Vinimos aquí para contemplar un espectáculo terrible: gente vuelta loca y vomitando sobre sí misma y todo eso… y ahora, ¿sabes qué? Somos nosotros…”
Un gran Pontiac Ballbuster vuela a través del tráfico en plena carretera.
Un boletín nacional de noticias informa que la Guardia Nacional está masacrando estudiantes en Ken State y que Nixon continúa bombardeando Camboya. El periodista conduce, ignorando a su pasajero, que ahora está casi desnudo tras sacarse la mayor parte de su ropa, que sostiene contra la ventana, con el fin de quitar el olor del Mace. Sus ojos están enrojecidos y su cara y su pecho están empapados con cerveza, que él ha usado para limpiarse del horroroso químico que tiene pegado en la piel. La parte delantera de sus pantalones de lana está húmeda con vómito; su cuerpo es remecido por violentos accesos de tos y ahogados sollozos. El periodista conduce el inmenso auto a través del tráfico y se estaciona enfrente del Terminal, abre la puerta del lado del pasajero y empuja al inglés, gritando: “¡Lárgate, marica! ¡Hijo de puta pervertido! [ríe enloquecido] ¡Si te vuelvo a encontrar te patearé todo el camino hasta Bowling Green, basura extranjera! ¡El Mace es demasiado bueno para ti!… Podemos arreglárnoslas sin tipos como tú en Kentucky.”
Era bastante bochornoso contemplar a aquellos hombres adultos profiriendo todo tipo de barbaridades desde la grada, mientras sus hijos se batían el cobre en aquella absurda competición. Al principio me sentía a salvo, oculto tras la trinchera del teleobjetivo que había acoplado a mi vieja Leica, pero todo era tan invasivo que al final casi me vi forzado a convertirme en uno de ellos. Salí un momento a los pasillos internos tras las gradas, con la intención de desintoxicarme un poco del ambiente y, por qué no, comprar unos torreznos. Esos torreznos son, casi con total seguridad, lo mejor de este estadio. Salivo mares sólo con pensar en ese cucurucho de papel que se torna en ventana gracias a la magia de la grasa. En serio, si alguna vez venís por aquí, merece la pena acercarse, aunque solo sea por este humilde manjar.
Mis pasos dieron por fin con el improvisado quiosquillo donde Ruth y Melqui despachaban el porcino maná. Para mi sorpresa y mi desgracia, tuve que cagarme muchísimo en Dios y en la puta madre que parió a la carrera de mierda. Resulta que justo hoy no vendían chicle de cerdo porque, como es el puto derbi de los cojones, les tienen prohibido comerciar con cualquier producto que pueda herir la sensibilidad de los participantes. ¿Prohíben eso, pero la ley obliga a que los padres de los competidores tengan al menos una relación de tercer grado de consanguinidad y se quedan tan tranquilos?
Finalmente regresé a mi esquinita a pie de pista, con una infantil e insulsa bolsa de gusanitos sabor kétchup en una mano y un refresco sabor aspartamo en la otra. Como era previsible, los competidores apenas habían avanzado en su transcurrir por el aburrido circuito. El sonido de su fatigosa respiración de bulldog, los aullidos de sus progenitores, la engolada voz del comentarista y las vuvuzelas se mezclaban, ejecutando la banda sonora perfecta para inmolarse.
En mitad del tedio, algo conmocionó al comentarista, puesto que dejó de impostar su machacona voz, sacándome de mi ensimismamiento. Se estaba produciendo un adelantamiento teóricamente espectacular, Matthew VI de Inglaterra estaba pasando a Gerlach VIII de Holanda justo en una curva. Los siguientes quince minutos de carrera fueron exactamente igual de espectaculares, hasta que ambos consiguieron salir de la curva. Aproveché aquel momento de emoción para sacar unas cuantas instantáneas, a ver si conseguía cumplir con el cupo de treinta imágenes buenas que me pedía el periódico para sacar la noticia y actualizar el archivo.
Comprendía el interés que suscitaba la carrera, pero de verdad que era algo insoportable y además bastante desagradable. Hay algo en mi ética que no termina de aceptar que se someta a niños de tres años a un proceso tan vergonzante cada vez que muere un monarca. Además que qué niños, todos enfermos, deformes y sufriendo las consecuencias de la endogamia disfrazada de pureza de sangre. Y al final se les hace correr, bueno, si es que a eso se le puede llamar correr, en un circuito ovalado, hasta que alguno complete tres míseras vueltas. Algún año ha pasado que ninguno ha sobrevivido habiendo logrado acabar la carrera, así que ese año otra vez elecciones y espérate a ver si no hay que volver a votar al año siguiente, que como no haya descendencia en edad de competir estamos jodidos. La verdad es que siempre apoyé el fin de la democracia tal como la conocíamos, pero creo que se nos ha ido de las manos. ¿Hemos acabado con las guerras? Sí. ¿Hemos evitado los comentarios tocapelotas de tu cuñado en las cenas de navidad? Sí. Ahora que todo está supeditado al deporte rey, nunca mejor dicho, hemos eliminado todos los conflictos políticos humanos, pero nos hemos convertido en una especie miserable, más aún si cabe.
En fin, parece que este derbi lo va a terminar ganando un Borbón, otra vez.