CITAS CÉLEBRES DE MIERDA

*AUGUSTE RODIN

Mierda eres y en mierda te convertirás.

GÉNESIS 3:19 *trasliterado a «polvo» debido a un error de traducción por deferencia.

Sólo sé que no cagué nada.

EXCRETES

Cagué to, ergo sumidero.

RENÉ DESCAGUES

Si las puertas del esfínter se depuraran, todo se le aparecería al hombre tal cual es: una mierda.

WILLIAM CORN FLAKE

Por muy fuerte que seas, al cagar meas.

CACÁGORAS

La naturaleza no hace nada superfluo, nada inútil, y sabe sacar múltiples hedores de una sola cagada.

NICOLÁS COPRÓRNICO

La humanidad no puede liberarse del estreñimiento más que por medio del supositorio.

MOHONDES GANDHI

No es el aroma de la mierda lo que hace que sea buena o mala, sino cual es la motivación del individuo al llevar a cabo el acto.

IMMANUEL KAKANT

Llegué, ví, y cagué.

ZURULIO CÉSAR

Huelen los pedos, Sancho, señal de que nos cagamos.

MIGUEL DE CERVANTHEZ (apócrifo)

Al mirarla y observar su agradable textura, sintió que la peste se acercaba de nuevo. Esta vez no fue con ímpetu. Fue una ráfaga, como las que hacen vacilar la luz de una vela y extienden su llama con su gigantesca sombra proyectada hasta el techo.

ERNEST HEZMINGWAY

Cago porque, si no, me pudro por dentro.

FEDERICO GARCÍA LORCACA

Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de retrete.

JORGE LUIS HECES

La medida del cagar es cagar sin medida.

TAN AGUSTIN

LA PESTE | *ALBERT CAMUS

La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó a la calle, se le ocurrió la idea de que aquella rata no debía quedar allí y volvió sobre sus pasos para advertir al portero. Ante la reacción del viejo Michel, vio más claro lo que su hallazgo tenía de insólito. La presencia de aquella rata muerta le había parecido únicamente extraña, mientras que para el portero constituía un verdadero escándalo. La posición del portero era categórica: en la casa no había ratas. El doctor tuvo que afirmarle que había una en el descansillo del primer piso, aparentemente muerta: la convicción de Michel quedó intacta. En la casa no había ratas; por lo tanto, alguien tenía que haberla traído de afuera. Así, pues, se trataba de una broma.

Aquella misma tarde Bernard Rieux estaba en el pasillo del inmueble, buscando sus llaves antes de subir a su piso, cuando vio surgir del fondo oscuro del corredor una rata de gran tamaño con el pelaje mojado, que andaba torpemente. El animal se detuvo, pareció buscar el equilibrio, echó a correr hacia el doctor, se detuvo otra vez, dio una vuelta sobre sí mismo lanzando un pequeño grito y cayó al fin, echando sangre por el hocico entreabierto. El doctor lo contempló un momento y subió a su casa. No era en la rata en lo que pensaba. Aquella sangre arrojada le llevaba de nuevo a su preocupación. Su mujer, enferma desde hacía un año, iba a partir al día siguiente para un lugar de montaña. La encontró acostada en su cuarto, como le tenía mandado. Así se preparaba para el esfuerzo del viaje. Le sonrió.

—Me siento muy bien —le dijo.

El doctor miró aquel rostro vuelto hacia él a la luz de la lámpara de cabecera. Para Rieux, esa cara, a pesar de sus treinta años y del sello de la enfermedad, era siempre la de la juventud; a causa, posiblemente, de la sonrisa que disipaba todo el resto.

—Duerme, si puedes —le dijo—. La enfermera vendrá a las once y os llevaré al tren a las doce.

La besó en la frente ligeramente húmeda. La sonrisa le acompañó hasta la puerta.

Al día siguiente, 17 de abril, a las ocho, el portero detuvo al doctor cuando salía, para decirle que algún bromista de mal género había puesto tres ratas muertas en medio del corredor.

Debían haberlas cogido con trampas muy fuertes, porque estaban llenas de sangre. El portero había permanecido largo rato a la puerta, con las ratas colgando por las patas, a la espera de que los culpables se delatasen con alguna burla. Pero no pasó nada.

Rieux, intrigado, se decidió a comenzar sus visitas por los barrios extremos, donde habitaban sus clientes más pobres. Las basuras se recogían por allí tarde y el auto, a lo largo de las calles rectas y polvorientas de aquel barrio, rozaba las latas de detritos dejadas al borde de las aceras. En una calle llegó a contar una docena de ratas tiradas sobre los restos de las legumbres y trapos sucios.

Encontró a su primer enfermo en la cama, en una habitación que daba a la calle y que le servía al mismo tiempo de alcoba y de comedor. Era un viejo español de rostro duro y estragado. Tenía junto a él, sobre la colcha, dos cazuelas llenas de garbanzos. En el momento en que llegaba el doctor, el enfermo, medio incorporado en su lecho, se echaba hacia atrás esforzándose en su respiración pedregosa de viejo asmático. Su mujer trajo una palangana.

—Doctor —dijo, mientras le ponían la inyección—, ¿ha visto usted cómo salen?

—Sí —dijo la mujer—, el vecino ha recogido tres.

—Salen muchas, se las ve en todos los basureros, ¡es el hambre!

Rieux comprobó en seguida que todo el barrio hablaba de las ratas. Cuando terminó sus visitas se volvió a casa.

—Arriba hay un telegrama para usted -le dijo el viejo Michel.

El doctor le preguntó si había visto más ratas.

—¡Ah!, no —dijo el portero—, estoy al acecho y esos cochinos no se atreven.

El telegrama anunciaba a Rieux la llegada de su madre al día siguiente. Venía a ocuparse del hogar mientras durase la ausencia de la enferma. Cuando el doctor entró en su casa, la enfermera había llegado ya. Rieux vio a su mujer levantada, en traje de viaje, con colorete en las mejillas. Le sonrió.

—Está bien —le dijo—, muy bien.

Poco después, en la estación, la instaló en el wagon-lit. Ella se quedó mirando el compartimiento.

—Todo esto es muy caro para nosotros, ¿no?

—Es necesario -dijo Rieux.

—¿Qué historia es esa de las ratas?

—No sé, es cosa muy curiosa. Ya pasará.

Después le dijo muy apresuradamente que tenía que perdonarle por no haberla cuidado más; la había tenido muy abandonada. Ella movía la cabeza como pidiéndole que se callase, pero él añadió:

—Cuando vuelvas todo saldrá mejor. Tenemos que recomenzar.

—Sí -dijo ella, con los ojos brillantes-, recomenzaremos.

Después se volvió para el otro lado y se puso a mirar por el cristal. En el andén las gentes se apresuraban y se atropellaban. El silbido de la locomotora llegó hasta ellos. La llamó por su nombre y, cuando se volvió, vio que tenía la cara cubierta de lágrimas.

—No —le dijo dulcemente.

Bajo las lágrimas, la sonrisa volvió, un poco crispada. Respiró profundamente.

—Vete, todo saldrá bien.

La apretó contra su pecho y, ya en el andén, del otro lado del cristal, no vio más que su sonrisa.

—Por favor —le dijo—, cuídate mucho.

Pero ella ya no podía oírle.

*ALBERT CAMUS

HEZ | UN QUÍDAM OCUPADO EN EL RETRETE

Trainspotting (Danny Boyle, 1996)

Desde tiempos inmemoriales las diversas civilizaciones de la humanidad y sus respectivas corrientes filosóficas y religiosas han indagado incansables en la búsqueda de un sentido propio que atribuirle a la vida en sí misma. Cada una de las cuales fue aportando, a lo largo de los siglos, una colección de respuestas más o menos satisfactorias que ayudaron, más o menos, a cada cultura a bregar con la sisifeana faena del existir. Si entendemos el concepto de sentido desde su octava acepción: razón de ser, finalidad o justificación de algo (sic); nos encontramos ante la incertidumbre más imponente y una absoluta falta de consenso en las conclusiones que cada sociedad en particular resolvió por darse a sí misma. Es decir, analizando la existencia no ya desde un punto de vista ontológico, sino escatológico (esto es en base a su fin último), y teniendo en cuenta la ley de conservación de la materia, nos encontramos con que todo queda reducido a deshecho, o a excremento, si se prefiere, a mera hez, a zurrapa. Y esto tal vez admita ciertos matices, por ejemplo: si Ud. se come un chuletón de los caros, rollo Angus o así, o caña de lomo, y, en otra ocasión, dudosa carnaza de kebab, el resultado final, tras el pertinente proceso digestivo y/o gástrico, será pura mierda. Diferentes quizá una de la otra, pero mierda al fin y al cabo. Por lo que se deduce, aplicado ya a la ética trascendente, que no importa de ningún modo lo que hagamos en esta vida, pues ter- minaremos siendo una excreción más, una caca.

Por otra parte, en un sentido más ecuménico, se ha tratado también de encontrar, a lo largo y ancho de la Historia, aquellas características que nos unen, esos rasgos ineludibles que definen no sólo a los seres humanos como tales, sino a la totalidad de las criaturas vivientes y rampantes que pueblan esta tierra plana que nos soporta. Los biólogos titulados afirman sin despeinarse que todo organismo nace, crece, se reproduce y muere. Sin embargo, nuestros expertos profundizan un tanto más en esta definición; pues, si bien todo bicho indudable- mente nace en algún momento de su existencia, algunos apenas crecen lo suficiente como para que dicho desarrollo pueda considerarse como tal. En cuanto a la reproducción, es una cuestión de suerte después de todo. Lo de morirse ya tal, volvemos a cuestiones de fe. Pero lo que de verdad hacemos todos, todos, sin excepción, sin importar raza, ni credo, ni condición, ni mucho menos estado civil, es el cagar. Hasta las amebas cagan (lo hemos comprobado), y esto mismo es lo que nos une y nos iguala.

UN QUÍDAM OCUPADO EN EL RETRETE

COCINA CANÍBAL | *ROLAND TOPOR

MODO DE SALAR

Siempre hay que intentar salar poco a las personas al principio de la cocción. En términos generales, el agua que sirve para cocer a las personas debe estar salada como máximo con una cucharilla de café de sal gris por cada dos litros de agua. Es preferible añadir sal fina cuando la gente está ya cocida y cuando hemos podido probarlos. Un tipo recalentado está más salado al día siguiente debido a la reducción y a la evaporación del líquido.

INOCENTE EN APUROS

Coja a un inocente, desnúdelo, pisotéelo, dele patadas, mátelo, córtelo en trozos de un mismo grosor y métalo en la olla con un gran trozo de mantequilla, sal, pimienta, especias, chalotes y perejil picado. Déjelo freír un tiempo, añada un trago de vino blanco y un poco de caldo. Cuando el inocente empiece a hervir, retírelo del fuego y sírvalo sobre un mantel bien apurado. Cómalo discretamente mientras habla de otra persona.

MAMÁ CON ROSAS BLANCAS

Bese a mamá en las mejillas y después córtela en dos, échela en agua hirviendo y arránquele la cabeza que sonríe con bondad —le cortará el apetito—; puede desosar la columna vertebral y todos los huesos. Prepare patatas cocidas, que cortará en rodajas y pondrá en una ensalada. Mezcle pequeños trocitos de mamá con la lechuga y eche un chorro de aceite de oliva antes de servir. No olvide poner algunas rosas blancas en el plato: protegerán el mantel y, además, a mamá le gustaban tanto…

HÍGADO DE SUIZA A LA SARTÉN

Para tres o cuatro personas, corte en rodajas un kilo de hígado de suiza, a continuación, eche a la sartén un trozo de mantequilla, del tamaño de una bola de nieve, y deje que se derrita. Cuando esté caliente, introduzca los trozos de hígado de suiza. Deje que se doren y canten todo lo que quieran. Cuando pueda picarlo con el tenedor sin que salga sangre, no se castigue más: el hígado está listo. Colocar entonces las lonchas en una fuente y echar por encima un vaso de vino blanco (preferentemente chablis).

HÍGADO DE HOMBRE NORMAL

Dore en la sartén cuatro o cinco lonchas de hígado de hombre normal como se hizo con el hígado de suiza. Cuando las lonchas estén casi hechas, coja papel de periódico, al que echará aceite. Luego, añadirá un poco de tocino, perejil, cebollino o cebolletas y lo picará todo; coloque encima una loncha de hígado, condimente con finas hierbas y un trocito más de tocino, envuelva el hígado en el papel de periódico y métalo todo en el horno a fuego lento. Servir mostrando la página de sucesos.

MISIONERO PICADO CON PAN RALLADO

Deshuese al misionero, quítele la grasa, la ropa y los accesorios que lo sobrecargan. Píquelo con una o dos cebollas y un poco de perejil. Cuando el misionero esté bastante desmenu­zado, ponga en una cazuela un cojón de mantequilla, en el momento en el que esté fundido vierta el picadillo, al que añadirá un poco de tocino que rehogará en mantequilla y espol­voreará con un poco de pan rallado. Cuando el pan rallado esté bien mez­clado con el picadillo, eche unas tazas de caldo, sal, pimienta y sírvalo con costras alrededor del plato.

Si el misionero no tiene costras, no lo dude, coja de las suyas, nadie lo notará.

EL GILIPOLLAS

El gilipollas se sirve con un poco de aceite y un chorrito de vinagre.

*ROLAND TOPOR