LA MALA BABA | PABLO LAVILLA

El día que Olivia me dejó me quedé sentado sobre una piedra cosa de una hora o así bajo el sol de invierno y, entretanto, me fumé como cuatro cigarrillos observando una cagada llena de moscas azules mientras pen­saba en qué lindo había amanecido y, sin embargo, menudo día de mierda. Después regresé a casa y saludé de mala gana al peludo, que miraba la tele desde el sofá. Le dije: “Quedé hoy con Olivia, al final hemos roto para siem­pre”. “Para siempre”, repitió él, imitán­dome con sorna, y yo me indigné súbito. Enfilé escaleras arriba, hacia mi cuarto, mientras él preguntaba en voz alta por si quedábamos como ami­gos o qué, y yo contesté “No sé”, con mala baba, y me encerré de un portazo.

Al principio pensé en tumbarme afuera, al terrado, con el deseo de abrasarme bajo el sol y que el viento, después, barriera inertes mis cenizas. Pero me pareció demasiado dramán­tico hasta para mí, y resolví acostarme en el colchón, y me escondí bajo la col­cha aún con el abrigo y los zapatos puestos.

Traté de dormir. No me sentía cansado, pero sí somnoliento. Miré el teléfono y busqué su nombre. No puedo dormir. Me gustaba eso de ella, justo eso mismo: Se acostaba nerviosa, por alguna entrega o por algo, y, antes incluso de cerrar los ojos, mencionaba: “No puedo dormir”. Y yo me reía y le decía: “Pero si aún no lo intentaste siquiera”. Y es que yo siempre he te­nido problemas para dormirme, y por eso nunca he estado despierto del todo.

Sonó una alarma programada para las cinco catorce y enseguida me levanté y preparé una cafetera. Agoté el culo de un tetrabrik en mi taza favorita desde siempre, la blanca con globos azules globos rojos globos amarillos y pensé en que llevo usando la misma taza casi treinta años y ahora es, por mucho que me encante, como si no la viera. Sorbí el café caliente des­pués, una vez listo, y me sentí como fuera del propio cuerpo, como si mi cerebro estuviera situado un palmo más allá de donde realmente debería estar mi cerebro y por eso lo veo todo como quien mira por encima del hombro de otro.

Antes de las seis me fumé otro cigarro sentado en la plaza del Ovladí, y vi a un chaval que se acercó nada más que para beber de la fuente, y a un agente de parquímetros mojándose las manos en la misma, poco después, para atusarse el pelo patrás, de frente a nuca. Miré los árboles y me acordé de cuando los del sándwich eléctrico nos encaramábamos, ya borrachos, a sus copas y, ocultos por las ramas, asustábamos a los transeúntes en las noches de verano haciendo ruidos como de alimañas. Qué tiempos y tal y luego me fui a la utoescuela.

De camino meditaba: “¿Y qué le digo a Goliat cuando me pregunte que qué tal?”. Y me decía a mi mismo que le dijera, sencillamente: “Bueno, he te­nido días peores”, para dejar claro de antebrazo que no estoy pasando una buena racha, pero, vamos, que tam­poco se ha muerto nadie, ni tengo de repente un cáncer ni nada de eso. Así que al final me subí al coche y a la pre­gunta respondí: “Bien”, así como un graznido, y no hablamos más del tema y, salvo por una calle en la que me des­cuidé y entré a contramano, la clase transcurrió sin incidentes ni heridos de gravedad, y lo cierto es que, durante todo ese rato, no pensé más que en dónde estaría la línea continua del as­falto más larga y más continua del planeta. Y en quién la pintaría. Si lo hizo de aquí para allá o de allá para aquí, incluso en si formaría, por pura casualidad, un circuito cerrado de al­gún modo y, por tanto, de una conti­nuidad infinita osease ilimitada ad libitum. En fin, a las siete Goliat me ordenó estacionar junto a los contene­dores y yo hice eso mismo y, al salir del coche, me puse el sótano en los auri­culares y enfilé el camino de vuelta a casa.

Pensé: “Debería coger una bote­lla de whisky y unas birras para pasar la tarde, digo yo, o no va a haber aquí quien duerma”. Subí hasta la tienda de cosas del casco viejo y agarré una ga­seosa, un fuegodoro de ocho años y una botella de detergente y lo pagué todo con tarjeta mientras le susurraba a la cajera: “La cerveza me la voy a to­mar en el Diapasón” (y creo que por eso no me devolvió el cambio, que la vi asustada).

Cargué con todo en mi mochila y proseguí hacia el Diapasón. Recuerdo pensar: “¿Vaya, y qué le digo a Policarpo cuando me pregunte que qué tal?”. Es más: “¿Y si me pregunta por Olivia?”. Pero al final abrí la puerta de cuajo, una vez hube llegado, y le solté: “¡Hola, Policarpo! ¿Qué tal?”. A lo que él me espetó: “¿Que qué tal? ¿Que qué tal? ¿Y qué carajo te importa a ti qué tal estoy?”. Yo sonreí y le dije: “Pues justo así es como estoy yo”. Y sonreí, y sonrió, y ocupé mi banqueta, en un ex­tremo, junto al chaflán de la barra, y él me sirvió una cerveza sin que yo la pidiera y no pude evitar no ocultar otra sonrisa y ahí fue cuando pensé: “¿Por qué andaba yo triste?». Policarpo me agasajó además con un plato de pimientos y yo, tal que así, de golpe, me puse a lloriquear: “¡Ay, ay, Olivia odiaba los pimientos!”. Y él dijo: “¿Pero qué cojones te pasa, tontolava de la ca­beza?”. A lo que yo repliqué: “Bueno, no los odiaba, pero le sentaban gor­dos”. Todo esto entre sollozos y con espuma de cerveza en el bigote.

Agarré una servilleta (de bar, in­servible), retiré los berretes de mis comisuras y me soné los mocos de la pituitaria. Entró un gentilhombre y Policarpo corrió a atenderle. Yo fui al baño: “¡Ocupado!”. Me dije: “Juraría que cuando entré no había nadie, y, sin la menor clase de duda, llevo aquí, al menos, un buen rato”. Pero tras la puerta se oía inconfundible El Chorro Musical. “¿Quién va?”, dijo alguien al otro lado. “Yo”, dije yo, “¿Te falta mu­cho?”. “¡Pof!”, respondió el quídam, y entonces me alejé de allí.

Cogí la mochila, me abrigué, y dejé un par de juancarlos sobre la barra. “¡Hasta luego, Poli!”, mencioné al salir, con prisa, “Buen clima”.

Me arrojé al frío y pensé: “Qué frío”. Caminé por las nocturnas calles solitarias y pensé: “Cuando escriba todo esto no pondré topicazos rollo: Nocturnas calles solitarias. Ni tampoco diré que, entre párrafo y párrafo he estado llorando, porque quedará de­masiado patético. Y al final pondré que llegan unos cuantos compinches al Diapasón y a partir de ahí se suceden una serie de vicisitudes de lo más estrambóticas, influenciadas por la in­gesta masiva de alcohol y sustancias, que resultan ser un acto de catarsis desmedida que me hace olvidar esta pena y resurgir del todo renovado. También meteré al Chorro Musical, porque me apetece, y tal vez use algo de nadsat o colaré algún vocablo apocopeideo tipo: patrás. Y fórmulas latinas ad hoc o del estilo, y un par de palabras raras. Lo que no se me ocurre es qué alter ego ponerle al peludo. Tampoco estaría mal que, al final, des­pués de todo, apareciera Bosse-de-Nage y me seccionara el cuello en dos feas mitades y quien leyera esto dijera: Pero, si muere al final, ¿cómo es que lo ha escrito? No sé, igual debería escri­birlo a modo de diario, o una epístola a mi yo de antes de ayer, o tal vez escri­bir sobre cualquier otra cosa. Qué frío. Me cago en mis muertos, qué frío. Si Olivia estuviera aquí le diría que menudo frío y le besaría la punta de la nariz, que de seguro estaría sonrosada y fría”.

Me dije, ya en voz alta: “¡Ay, caramba!”, y galopé hasta el portal de mi casa, atravesé el vidrio de la en­trada usando mi propio cráneo y subí las escaleras panza arriba y cua­drúpedo, haciendo un tirabuzón en el último peldaño. Todo perfectamente calculado para que, con el movimiento rotatorio de mi propio cuerpo en parti­cular y aprovechando la fuerza centrí­fuga resultante del mismo y las dos primeras leyes de la dermodínamica, las llaves salieran despedidas de mi bolsillo, se introdujera en la cerradura la equivalente, aún girando sobre sí misma con tal inercia que incluso lle­gara a abrir la mencionada cerradura para que yo entrara en la casa incó­lume y la puerta se cerrara justo a mi paso. Pero me tropecé con yo que sé qué, y me partí la nariz de nuevo.

Y ahora heme aquí, escribiendo sentado, borracho y solo. Escribiendo sobre lo solo y lo borracho que me siento. Y con la misma duda que al principio del “¿Y qué hago yo ahora?”, así, sentado en una piedra mirando las moscas en la mierda, soñando con vol­verme estatua de piedra, para no exis­tir, o en mosca, para no pensar, o incluso en mierda; pero no ser yo, no ser yo ahora, que no quiero, que no me gusta, que no puedo. Qué difícil. “¿Y qué hago yo ahora?”, no, digo: “¿Qué estoy haciendo?”

Y de esto que irrumpe en mi cuarto Bosse-de-Nague con una mueca feroz y, sin mediar más palabra que un escueto y tautológico: “¡Ha ha!”, me regala una dentellada que desgarra mi garganta en dos feas mitades, feísi­mas, horrendas. Dejándome el tiempo justo y necesario, entre que me desan­gro y agonizo y tal, para escribir esto y ya más nada.

PABLO LAVILLA

         nubes y tripas

BIG SUR; CAPÍTULO 35 | *JACK KEROUAC

Pero a veces hay en el orgasmo un terrible elemento paranoico que no libera una dulce simpatía sino un veneno que se descompone en el cuerpo — Siento un odio lívido hacia mí mismo y hacia todo, lejos de ser un alivio la sensación de vacío es ahora como si mi energía vertebral hubiera sido robada a propósito por una energía hechicera — Siento que fuerzas malignas se congregan a mi alrededor, fuerzas malignas que vienen de ella, del hijo, de las paredes de la cabaña, de los árboles, incluso la imagen de Dave Wain y Romana me parece maligna — Dejo a la pobre Billie llorando y corro al arroyo a tomar agua pero siempre que hago una cosa así tengo que volver a pedirle disculpas, pero cuando la veo de nuevo “ella está haciendo algo más” la miro de reojo y ya no tengo ganas de pedirle disculpas — Murmura algo con el rostro escondido entre las manos y al lado el niño llora — “¡Dios mío, debería meterse en un convento!” pienso mientras corro de vuelta al arroyo — El agua tiene de pronto un sabor distinto como si alguien hubiera derramado gasolina o kerosén río arriba — “Deben ser esos vecinos que quieren acercarse a mí, eso” — Pruebo cuidadosamente el agua y estoy seguro de que es eso lo que pasó.

Estoy sentado como un idiota al lado del arroyo observando a Dave Wain que se acerca dando grandes zancadas con un pez en el sedal y su alegre acento del oeste como si no pasara nada raro “Bueno, me quedé ahí dos horas ¡y mira lo que traje! una infestada pero hermosa y patética trucha, un sagrado arco iris del mar que voy a limpiar ya mismo —Ahora bien, la forma de limpiar un pez es la siguiente”, y se arrodilla inocente frente a arroyo para mostrarme cómo — No puedo hacer otra cosa que mirar y sonreír — Dice: “Estoy preparado para irme de excursión a Farollone Island en los próximos dos años, con canarios salvajes iluminando el bote, cientos de kilómetros mar adentro — Estoy tratando de juntar dinero para comprarme un bote de pesca, pescar es una actividad mejor que cualquier otra y estoy decidido a reorganizar completamente mi vida con ese objetivo, aunque veo la imagen severa de Fagan chillando con una caña Roshi, pero ya verás con qué rapidez se pueden pescar cientos de arenques y limpiar un salmón en un minuto y medio, y además uno anda por ahí en camisa y usa gorros de lana tejida — Conozco absolutamente todo acerca del tema y estoy escribiendo un artículo definitivo sobre cómo el trabajo duro de la limpieza es la salvación para todos — Cuando uno está ahí afuera hay una luz muy prístina, pescar es —Eres un cazador — Los pájaros encuentran los peces para ti — El clima te guía — Las angustias se disuelven en la fatiga y todo va bien” — Mientras me pongo en cuclillas pienso que tal vez Billie le esté contando a Romana lo que ocurrió en la cabaña y Dave lo sabrá en un rato aunque entiende bastante bien lo que está sucediendo — Lo ha insinuado varias veces, como ahora, “Parece que estuvieras pasando el peor momento de tu vida, ese chico Elliott puede enloquecer a cualquiera y Billie es una mujercita un poco nerviosa — Ahora es así como se sacan las espinas, con este cuchillo” — Y me asombra el hecho de que yo no pueda ser tan útil ni humanamente sencillo ni lo suficientemente bueno para hablar de una manera común para hacer que los demás se sientan mejor, como Dave, que está ahí, alto, con las mejillas chupadas de haber bebido durante las últimas semanas, pero que no se lamenta ni se queja en un rincón como yo, por lo menos hace algo, se pone a prueba — Despierta otra vez en mí esa sensación de que soy la única persona en el mundo que está desprovista de humanidad, mierda, es la verdad, así es como me siento — “Ah, Dave, algún día tú y yo iremos a pescar a tu campo de minas abandonado en el Río Rogue y entonces nos sentiremos mejor” — “Tenemos que picar mucho para la salsa, Jack”, y dice “Jack” con tristeza un poco como solía hacerlo Jarry Wagner en nuestras ascensiones de vagabundos del Dharma a la montaña donde nos confiábamos nuestros dolores, “sí, y bebemos demasiados tragos DULCES, ya sabes todo ese azúcar sin nada de comida no hace más que alterar tu metabolismo y llenarte la sangre de azúcar hasta el punto de que no tienes siquiera la fuerza de una gallina; tú especialmente no has bebido durante varias semanas otra cosa que oporto y manhattans dulces — Te prometo que la carne pura y sagrada de este pez te curará” (cloquea).

De pronto miro el pescado y me siento muy mal otra vez, vuelve ese viejo sistema de muerte, salvo que ahora voy a hincar en él mi enorme y saludable diente anglosajón y desgarrar la carne triste de un ser vivo que hace una hora nadaba feliz en el mar, y Dave piensa lo mismo y dice “Ah, sí, esa boca pequeña succionaba ciega y feliz en las aguas de la vida y ahora mírala, está donde fue rebanada la cabeza, no debes mirarla, nosotros grandes pescadores borrachos vamos a usarla para nuestra cena sacrificial, por eso cuando la cocinemos voy a decir una plegaria india por él, con la esperanza de que sea la misma plegaria que usaban los indios del lugar — Jack, ¡podemos empezar a divertirnos y pasar una gran semana!” — “¿Una semana?” — “Creí que veníamos para quedarnos una semana” — “Oh, ¿dije eso?… Me siento muy mal con todo… voy a volverme loco con Billie y Elliot y también conmigo… quizás yo tendría, quizás tendríamos que irnos o algo, creo que me moriré aquí” — Y naturalmente Dave está desilusionado y yo lo arranqué de sus asuntos para traerlo nuevamente aquí, otro motivo para que me sienta como una rata.

*JACK KEROUAC

TINTADAS

La lechuga viva secó sus hojas y la cocina se veía más triste. La ola de calor que nos había dejado dormidos (un poco más) desató en una tormenta eléctrica que nunca había deseado tanto. Con este panorama y Jorge Drexler de banda sonora, tampoco se le puede pedir un sábado al domingo.

Cambiando la maceta me detuve a mirarme en el cristal, ya casi no me requería de esfuerzo observarme un rato de vez en cuando.

Parecía una revista de photoshop y vidas surrealistas. Me sonreí con mis labios rojos que reflejaban mi falda de cuero. Botas altas y camiseta que dejaba ver todo lo que yo quería. Eso para cambiar la maceta… en casa… y ¿por qué no?

Llevaba días sangrando y a veces, me gusta verme guapa solo para mí.

“Es más mío lo que sueño que lo que toco, yo no soy de aquí…” parecía que Jorge me hubiera dedicado una canción.

Espero que la lechuga sobreviva, una mujer sabia es aquella que sabe cuidar las plantas. La que tiene dinero. Libertad. La que no se odia. La que no se arrepiente. La que se quiere. Fuerza.

Para lo que da el primer café del día; ahora mismo podría ir corriendo a recorrer el mundo tanto como no salir de la cama en dos semanas.

“de todos lados un poco…”

Con dos libros, tomate y pan llegaba a cualquier sitio. Ahora pienso si llevarme el spray pimienta o el taser.

Cuando aún estudiaba para demostrarlo en un papel y conocí a Tesla, jugaba a apagar con mi mente las farolas de las calles. Ahora, cuando camino sola y el sol ya no está, sólo pido que la farola no se apague hasta que yo llegue a la siguiente.

Me cambio al chándal, es más cómodo. En casa y en las miradas de las calles cuando las casas parecen estar vacías, cuando sabes que tus gritos sólo se quedarían haciendo eco.

Igual es pensar demasiado cuando aún ni terminé el café. Aquí sigo yo, justificando el escalofrío que aún siento de la noche de ayer. De ella o mío. De todas.

TINTADAS

fb/tintadas