TINTADAS

La lechuga viva secó sus hojas y la cocina se veía más triste. La ola de calor que nos había dejado dormidos (un poco más) desató en una tormenta eléctrica que nunca había deseado tanto. Con este panorama y Jorge Drexler de banda sonora, tampoco se le puede pedir un sábado al domingo.

Cambiando la maceta me detuve a mirarme en el cristal, ya casi no me requería de esfuerzo observarme un rato de vez en cuando.

Parecía una revista de photoshop y vidas surrealistas. Me sonreí con mis labios rojos que reflejaban mi falda de cuero. Botas altas y camiseta que dejaba ver todo lo que yo quería. Eso para cambiar la maceta… en casa… y ¿por qué no?

Llevaba días sangrando y a veces, me gusta verme guapa solo para mí.

“Es más mío lo que sueño que lo que toco, yo no soy de aquí…” parecía que Jorge me hubiera dedicado una canción.

Espero que la lechuga sobreviva, una mujer sabia es aquella que sabe cuidar las plantas. La que tiene dinero. Libertad. La que no se odia. La que no se arrepiente. La que se quiere. Fuerza.

Para lo que da el primer café del día; ahora mismo podría ir corriendo a recorrer el mundo tanto como no salir de la cama en dos semanas.

“de todos lados un poco…”

Con dos libros, tomate y pan llegaba a cualquier sitio. Ahora pienso si llevarme el spray pimienta o el taser.

Cuando aún estudiaba para demostrarlo en un papel y conocí a Tesla, jugaba a apagar con mi mente las farolas de las calles. Ahora, cuando camino sola y el sol ya no está, sólo pido que la farola no se apague hasta que yo llegue a la siguiente.

Me cambio al chándal, es más cómodo. En casa y en las miradas de las calles cuando las casas parecen estar vacías, cuando sabes que tus gritos sólo se quedarían haciendo eco.

Igual es pensar demasiado cuando aún ni terminé el café. Aquí sigo yo, justificando el escalofrío que aún siento de la noche de ayer. De ella o mío. De todas.

TINTADAS

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LOS AMANTES SUICIDAS | *ERMANNO CAVAZZONI

Una tal Marietta, casada y des­graciada, tenía un amante, también desgraciado. Su infelicidad se debía principalmente a su carácter y no sólo a las tribulaciones de su relación. Se encontraban para llorar y estar tristes. El amante, que se llamaba Paride Germi, le prometía que un día se ma­tarían en el hotel, y la tal Marietta (de soltera Noeres) lo abrazaba y lloraba y decía «Prométemelo» y Paride Germi respondía «Te lo prometo». Nótese que si hubieran tenido un carácter dife­rente hubieran podido ser unos aman­tes normales o casi normales. Pero se complacían en la desgracia como otros se complacen en la felicidad.

Así que se citan en el hotel, el ho­tel Regina de la calle Makallé, a las diez de la mañana. Paride Germi tenía un revólver. Probablemente quería dis­parar a la tal Marietta y luego dis­pararse echado en la cama junto a ella. Pero el primer disparo, como se puso en claro en comisaría, se le escapó demasiado pronto y le perforó una pierna. Luego disparó a Marietta, que suplicaba y lloraba. Pero la pistola era vieja y marró el tiro. Las balas se re­montaban a la última guerra mundial, eran residuos bélicos del calibre nueve, y luego se vio que el latón es­taba todo oxidado. Paride Germi de­claró más tarde que la susodicha Marietta le besaba la mano con una fuerza desesperada y le suplicaba que la matara. Como era una pistola auto­mática, tuvo que armarla de nuevo, pero lloraba tanto que no veía nada y Marietta estaba talmente encima de él y sollozaba de un modo tal que se le escapó otro tiro accidental que le atra­vesó el zapato y el pie. Este disparo le hizo mucho daño, mientras que el del muslo apenas lo había notado. Luego llamaron a la puerta porque los dis­paros habían hecho mucho ruido. Paride Germi declaró, con mucha pre­sencia de ánimo, que hasta él los había oído. Marietta imploraba «Acaba con­migo» y añadía otras palabras deliran­tes de amor. Paride Germi sentía que se desmayaba, sobre todo a la vista del zapato lleno de sangre. Pero se le es­capó otro tiro; Germi afirma que no en­tendía de armas, que nunca había ma­nejado ninguna y que aquella pistola era muy sensible o tenía un defecto en el gatillo. Además, le temblaban las manos al pensar hasta qué punto ha­bía llegado la peripecia. La bala atra­vesó una pared y rompió el espejo de la habitación vecina, donde un cliente se puso a pedir socorro. Antes de que el portero echase la puerta abajo, junto con un mozo y el guardia jurado Silvio Mèsoli, Paride Germi aún tuvo tiempo de disparar un último tiro apuntando con más calma. Pero dice que no veía absolutamente nada y que deliraba, y que en lugar de herir a Marietta en el pecho había atravesado otra vez la pared divisoria. Después de lo cual ha­bía sido inmovilizado y desarmado, sin que opusiera resistencia. Entregó es­pontáneamente el revólver, que aún contenía dos balas.

Fue condenado por homicidio, con los atenuantes genéricos habitua­les, y perdió el uso del pie. El caso su­cedió en Génova, el 6 de octubre de 1950, y se hizo famoso.

*ERMANNO CAVAZZONI

LA CANTANTE CALVA; ESCENA II | *EUGÈNE IONESCO

Los mismos y MARY.

MARY (entrando)  Yo soy la criada. He pasado una tarde muy agradable. He estado en el cine con un hombre y he visto una película con mujeres. A la sa­lida del cine hemos ido a beber aguar­diente y leche y luego se ha leído el diario.

SRA. SMITH  Espero que haya pa­sado una tarde muy agradable, que haya ido al cine con un hombre y que haya bebido aguardiente y leche.

SMITH  ¡Y el diario!

MARY  La señora y el señor Martin, sus invitados, están en la puerta. Me esperaban. No se atrevían a entrar solos. Debían comer con uste­des esta noche.

SRA. SMITH  ¡Ah, sí! Los esperá­bamos. Y teníamos hambre. Como no los veíamos llegar, comimos sin ellos. No habíamos comido nada durante todo el día. ¡Usted no debía haberse ausentado!

MARY  Fue usted quien me dio el permiso,

SMITH  ¡No lo hizo intencio­nadamente!

MARY (se echa a reír. Luego llora. Sonríe)  Me he comprado un orinal.

SRA. SMITH  Mi querida Mary, ¿quiere abrir la puerta y hacer que entren el señor y la señora Martin, por favor? Nosotros vamos a vestirnos rápidamente.

La señora y el señor SMITH salen por la dere­cha. MARY abre la puerta de la izquierda, por la que entran el señor y la señora MARTIN.

*EUGÈNE IONESCO

PARA ACABAR CON LAS BIOGRAFÍAS; SI, ¿PERO PUEDE HACER ESTO LA MÁQUINA DE VAPOR? | *WOODY ALLEN

Estaba hojeando una revista mientras esperaba a que Joseph K., mi basset, terminara su acostumbrada consulta de cincuenta minutos todos los martes con un psicoterapista de Park Aveneu (un veterinario junguiano que, por cincuenta dólares la sesión, se empeña en convencerle de que los mofletes no son una desventaja social), cuando, por casualidad, di con una frase al pie de la página que atrajo mi atención tanto como la notificación de un cheque sin fondos. Sin embargo, no se trataba más que de uno de esos ar­tículos de las rúbricas pseudocultu­ra­les, tipo «Conozca usted la vida de…» o «¡A que no lo sabe!», pero su evidencia me sacudió con la fuerza de las prime­ras notas de la Novena de Beethoven. «El sándwich», decía, «fue inventado por el conde de Sandwich». Estupe­facto por la noticia, la volví a leer y me estremecí con un temblor involuntario. Mis ideas se arremolinaron mientras evocaba los sueños, las esperanzas y los inmensos obstáculos que debieron acompañar el invento del primer sánd­wich. Se me humedecieron los ojos cuando miré por la ventana las cente­lleantes torres de la ciudad y experi­menté una sensación de eternidad, maravillado por el lugar inextirpable del hombre en el universo. ¡El hombre, el inventor! Los cuadernos de anotacio­nes de Da Vinci se cernieron sobre mí —valientes hipótesis para las más ele­vadas aspiraciones de la raza humana. Pensé en Aristóteles, Dante, Shakespeare. El primer folio de sus obras. Newton. El Messiah de Handel. Monet. El impresionismo. Edison. El cubismo. Stravinsky. E=mc2

Me concentré con firmeza en la imagen mental del primer sándwich conservado en una vitrina del Museo Británico y dediqué los tres meses si­guientes a la elaboración de una breve biografía de su gran inventor, el conde de Sandwich. Aunque mis cono­cimien­tos de historia no son muy bri­llantes y aunque mi capacidad para novelar los hechos supera por mucho la del co­mún de los aficionados al ácido, espero haber captado al menos la esencia de este genio ignorado y deseo que estas notas sueltas induz­can a algún verda­dero historiador a tra­bajar sobre él a partir de estos datos.

         1718: nace el Conde de Sand­wich en una familia de aristócra­tas. El padre está encantado por haber sido nombrado jefe herrador de Su Majes­tad el Rey, posición de la que dis­fruta durante bastantes años hasta que des­cubre que no es más que un herrero y renuncia amargado. La ma­dre es una siempre hausfrau de extracción germá­nica cuyo sencillo menú consiste esen­cialmente en man­teca de cerdo y ave­nate, aunque a veces demuestra cierta imaginación culinaria al confeccionar un postre de natas, huevos, vino y azúcar.

1725-1735: asiste a la escuela donde aprende a montar a caballo, y latín. En la escuela toma contacto por primera vez con los embutidos y mues­tra especial interés por los cortes muy finos de roast-beef y de jamón. Para cuando se gradúa, esto se ha conver­tido ya en una obsesión y, aunque su tesis sobre «El análisis y los fenómenos concomitantes de la merienda de la tarde» llama la atención de los profe­sores, sus compañeros de estudio le consideran estrambótico.

1736: ingresa en la universidad de Cambridge, a instancias de sus pa­dres, para seguir estudios de retórica y metafísica, pero muestra poco entu­siasmo por los mismos. En constante rebelión contra todo lo académico, es acusado de robar pan y de llevar a cabo experimentos antinaturales con ese material. Las acusaciones de herejía determinan su expulsión.

1738: desheredado, se refugia en los países escandinavos donde, durante tres años, estudia intensiva­mente el queso. Fascinado por la gran variedad de sardinas que encuentra, anota en su cuaderno: «Estoy conven­cido de que existe una realidad perma­nente, más allá de lo que aún ha po­dido lograr el hombre, en la yuxta­posi­ción de los alimentos. Simplifica, sim­plifica». A su regreso a Inglaterra, conoce a Nell Smallbore, la hija de un verdulero, y contrae matrimonio. Ella le enseñará todos sus conocimientos sobre la lechuga.

1741: residente en el campo con una modesta herencia, trabaja día y noche, apretando con frecuencia el cinturón para ahorrar y comprar co­mida. Su primera obra completa (una rebanada de pan, otra rebanada de pan encima de la primera y un trozo de pavo encima de las dos rebanadas) fra­casa miserablemente. Desilusio­nado hasta la amargura, regresa a su estu­dio y vuelve a empezarlo todo de nuevo.

1745: después de cuatro años de frenética labor, está convencido de ha­ber alcanzado la antesala del éxito. Expone ante sus colegas dos trozos de pavo con una rebanada de pan en me­dio. Todos rechazan su obra salvo David Hume, que presiente la inmi­nencia de algo grandioso y le alienta a seguir. Enardecido por la amistad del filósofo, vuelve a su trabajo con reno­vado vigor.

1747: en la miseria, no puede darse el lujo de trabajar con roast-beef o pavo y se dedica al jamón que es más barato.

1750: en primavera, expone tres trozos consecutivos de jamón, uno en­cima de otro, y hace una demostración que sólo despierta cierto interés en círculos intelectuales y que pasa desa­percibido para el gran público. Tres rebanadas de pan apiladas aumentan su reputación y, aunque todavía no se evidencia un estilo maduro, Voltaire muestra su interés por conocerle.

1751: viajes a Francia donde el filósofo-dramaturgo que acaba de lo­grar interesantes resultados con pan y mahonesa. Los dos hombres se hacen amigos, y se inicia una larga corres­pondencia que termina abruptamente cuando a Voltaire se le acaban los sellos postales.

1758: su creciente aceptación entre los manipuladores de la opinión pública hace que la Reina le encargue «algo especial» con motivo de un al­muerzo con el embajador de España. Trabaja día y noche experimentando con cientos de posibilidades y, por fin, a las 16 horas 17 minutos del 27 de abril de 1758, crea la obra que consiste en varias tajadas de jamón cubiertas, por encima y por abajo, por dos reba­nadas de pan de centeno. En un golpe de inspiración, adorna la obra con mostaza. Es el éxito inmediato, y queda encargado para el resto del año de los almuerzos del sábado.

1760: cosecha un éxito tras otro creando «sándwiches», como se los de­nomina en su honor, con roast-beef, pollo, lengua y casi cualquier fiambre concebible. No satisfecho con repetir fórmulas ya tratadas, busca nuevas ideas y elabora el sándwich combinado por el cual recibe la Orden de la Jarre­tera.

1769: en su residencia de campo, recibe la visita de los hombres más ilustres del siglo; Haydn, Kant, Rousseau y Ben Franklin se detienen en su casa, algunos disfrutando de sus admirables creaciones, otros con pedi­dos para llevar.

1778: aunque físicamente can­sado, todavía investiga nuevas formas y escribe en su diario: «Trabajo hasta altas horas de la noche y tuesto todo lo que encuentro en un esfuerzo por mantener el calor». A fines de ese mismo año, su sándwich abierto de roast-beef caliente provoca un escán­dalo por su franqueza.

1783: para celebrar su sexagésimo quinto cumpleaños, inventa la ham­burguesa y hace giras personales por las grandes capitales del mundo pre­parando hamburguesas en salas de concierto ante numerosas y agradeci­das audiencias. En Alemania, Goethe sugiere servirlas con panecillos, una idea que deleita al conde que, más tarde, dice del autor de Fausto: «Este Goethe es un gran tipo». Estas pala­bras deleitan a Goethe, aunque al año siguiente los dos hombres rompen su relación por una desavenencia en torno a los conceptos de crudo, medio hecho y hecho.

1790: en una exposición retros­pectiva de su obra celebrada en Londres, sufre un súbito ataque de do­lores en el pecho, y se supone una muerte inminente, pero se recupera lo suficiente para supervisar la cons­trucción de un monumento al sánd­wich de barra promovida por un grupo de talentosos seguidores. Su inaugura­ción en Italia produce serios disturbios y allí permanece incom­prendido salvo por unos pocos críticos.

1792: cae víctima de un genu varum que no puede tratar a tiempo y fallece mientras duerme. Es enterrado en Westminster Abbey, y miles de per­sonas presencian sus funerales. En esa ocasión, el gran poeta alemán Hölderlin resume sus logros con una manifiesta reverencia: «Liberó a la hu­manidad del almuerzo caliente. Todos estamos en deuda con él».

*WOODY ALLEN

LAS AVENTURAS DE PANOCCHIO; ESCENA PRIMERA | LORENZO CARLINI

Teofrasto Paracelso (no confundir con Teofrasto Paracelso, alquimista, médico y astrólogo suizo) es un tipo normal y amalfitano que pasa las noches laborando en la cocina del Casino Felice, un lupanar obscuro, mancebía por excelencia de la angosta aldea de Estrómboli, en Estrómboli.

Teofrasto no es conocido por sus platos, pues nunca firmó ninguno, pero él mismo se enorgullece de preparar un kalanchoe e funghi con salsa de cilantro para quitarse el sombrero, aunque no lo pida nadie, y el bomodojopo de alcapárragos también le queda de rechupete, los mejores alcapárragos del archipiélago, dice él a menudo, pero esto apenas aparece en las comandas. Lo que más se solicita en el Casino Felice, olvidando los licores y los orificios, es pez con papas y mazorcas de maíz.

Esta noche, la noche del veintipico de setiembre, Teofrasto Paracelso se encuentra sentado en un taburete de madera de olmo, frente a un cubo de plástico, pelando panoyas.

TEOFRASTO PARACELSO: ¡Ay de mí, otra vez pelando panoyas! ¡Yo, amalfitano como el que más, pelando panoyas! ¿Para qué? ¡Para un atajo de depravados! ¡Ingratos!  ¡Yo, que tuve que cruzar el Tirreno oculto en un barril sin lavabo propio, perseguido por la Inquisición Española como consecuencia de mis descubrimientos y avances en la ciencia gastronómica! ¿Así me lo pagan? ¡Así me lo pagan! ¡Necios! ¡Pelando panoyas en un burdel!

Por el ventanuco de la cocina, a espaldas de Teofrasto, aparece el busto ecuestre de Juan Hunyadi, alias Azote de los turcos, que regenta la taberna del Casino Felice, sobre todo esporádicamente y para fastidiar a Paracelso, en opinión de este último.

BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡Oye tú, amalfitano! ¡Deja de quejarte y pela esas panoyas, que esta noche viene el condeduque de Filicudi!

TEOFRASTO PARACELSO: ¡Ya va, ya va! (Aparte, entre dientes, como un amago de susurro, perfectamente oíble) Será idiota, por mí como si viene a cenar con su puta vieja.

BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡Tú pela esas panoyas! Que al seboso le pirra el maíz en manteca y los perineos.

TEOFRASTO PARACELSO: ¿Qué seboso dices?

BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡El condeduque de Filicudi!

TEOFRASTO PARACELSO: ¡Por mí como si viene con su puta vieja!

BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡Por todos los húsares de Hungría, tú pela esas panoyas!

Y siguió Teofrasto Paracelso cogiendo panoyas del cesto (o del saco, en su defecto), pelándolas, y dejándolas en otro cesto (éste sí que tiene que ser un cesto de todas todas), listas para cocinar. Panoya tras panoya hasta que alguien se aburra y se largue. (Pasa una concubina con un cartel con el palabro ELIPSIS inscrito, al estilo de las azafatas de los combates de boxeo). Coge otra panoya, la pela, y al cesto, y otra panoya, y la pela, y así.

De pronto, una panoya en particular se revuelve en el cesto (o el saco).

PANOYA: ¡Espera, no me peles! ¡Soy una panoya que habla!

TEOFRASTO PARACELSO: ¡Lo que me faltaba! ¡Ahora una panoya que habla!

PANOYA: Y no sólo eso; también recito y tarareo. Perdóname la vida, hazme el favor, anda. Y te concederé tres deseos.

Teofrasto hundió la manaza en el saco (o en el cesto) y, a tientas, agarró la panoya parlante (que era, en efecto, la única que palpitaba) y la sacó del mismo (lo que fuere). La examinó. Se trataba de una panoya vulgar y corriente a ojos vista, pero si cualquiera se fijara en ella detenidamente, podría localizar unos grandes ojos de panoya en uno de sus costados, que bien podrían ser sus ojos, e, inmediatamente debajo, una boca enorme de amarillas muelas por la que, definitivamente, podía hablar, recitar e incluso tararear, aun siendo, a fin de cuentas, una simple panoya.

TEOFRASTO PARACELSO: ¿De verdad que concedes deseos?

PANOYA: ¡Pues claro!

En ese instante, el grano de maíz de la punta de esta panoya en particular, conocido en los círculos agrimensores como cariópside zero, lo que es el picacho del olote, vaya, pues ese grano justo estalla y se metamorfosea en palomita de almidón, dejando a la panoya una calvicie incipiente en plena cocorota, apenas flanqueada por un par de lacias espigas.

Y así fue cómo Teofrasto Paracelso indultó a la panoya de ser pelada y la adoptó como su vástago, pupilo y heredero, otorgándole el humilde, gentil, democrático y desinteresado sobrenombre de Panocchio.

LORENZO CARLINI