LA PESTE | *ALBERT CAMUS

La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó a la calle, se le ocurrió la idea de que aquella rata no debía quedar allí y volvió sobre sus pasos para advertir al portero. Ante la reacción del viejo Michel, vio más claro lo que su hallazgo tenía de insólito. La presencia de aquella rata muerta le había parecido únicamente extraña, mientras que para el portero constituía un verdadero escándalo. La posición del portero era categórica: en la casa no había ratas. El doctor tuvo que afirmarle que había una en el descansillo del primer piso, aparentemente muerta: la convicción de Michel quedó intacta. En la casa no había ratas; por lo tanto, alguien tenía que haberla traído de afuera. Así, pues, se trataba de una broma.

Aquella misma tarde Bernard Rieux estaba en el pasillo del inmueble, buscando sus llaves antes de subir a su piso, cuando vio surgir del fondo oscuro del corredor una rata de gran tamaño con el pelaje mojado, que andaba torpemente. El animal se detuvo, pareció buscar el equilibrio, echó a correr hacia el doctor, se detuvo otra vez, dio una vuelta sobre sí mismo lanzando un pequeño grito y cayó al fin, echando sangre por el hocico entreabierto. El doctor lo contempló un momento y subió a su casa. No era en la rata en lo que pensaba. Aquella sangre arrojada le llevaba de nuevo a su preocupación. Su mujer, enferma desde hacía un año, iba a partir al día siguiente para un lugar de montaña. La encontró acostada en su cuarto, como le tenía mandado. Así se preparaba para el esfuerzo del viaje. Le sonrió.

—Me siento muy bien —le dijo.

El doctor miró aquel rostro vuelto hacia él a la luz de la lámpara de cabecera. Para Rieux, esa cara, a pesar de sus treinta años y del sello de la enfermedad, era siempre la de la juventud; a causa, posiblemente, de la sonrisa que disipaba todo el resto.

—Duerme, si puedes —le dijo—. La enfermera vendrá a las once y os llevaré al tren a las doce.

La besó en la frente ligeramente húmeda. La sonrisa le acompañó hasta la puerta.

Al día siguiente, 17 de abril, a las ocho, el portero detuvo al doctor cuando salía, para decirle que algún bromista de mal género había puesto tres ratas muertas en medio del corredor.

Debían haberlas cogido con trampas muy fuertes, porque estaban llenas de sangre. El portero había permanecido largo rato a la puerta, con las ratas colgando por las patas, a la espera de que los culpables se delatasen con alguna burla. Pero no pasó nada.

Rieux, intrigado, se decidió a comenzar sus visitas por los barrios extremos, donde habitaban sus clientes más pobres. Las basuras se recogían por allí tarde y el auto, a lo largo de las calles rectas y polvorientas de aquel barrio, rozaba las latas de detritos dejadas al borde de las aceras. En una calle llegó a contar una docena de ratas tiradas sobre los restos de las legumbres y trapos sucios.

Encontró a su primer enfermo en la cama, en una habitación que daba a la calle y que le servía al mismo tiempo de alcoba y de comedor. Era un viejo español de rostro duro y estragado. Tenía junto a él, sobre la colcha, dos cazuelas llenas de garbanzos. En el momento en que llegaba el doctor, el enfermo, medio incorporado en su lecho, se echaba hacia atrás esforzándose en su respiración pedregosa de viejo asmático. Su mujer trajo una palangana.

—Doctor —dijo, mientras le ponían la inyección—, ¿ha visto usted cómo salen?

—Sí —dijo la mujer—, el vecino ha recogido tres.

—Salen muchas, se las ve en todos los basureros, ¡es el hambre!

Rieux comprobó en seguida que todo el barrio hablaba de las ratas. Cuando terminó sus visitas se volvió a casa.

—Arriba hay un telegrama para usted -le dijo el viejo Michel.

El doctor le preguntó si había visto más ratas.

—¡Ah!, no —dijo el portero—, estoy al acecho y esos cochinos no se atreven.

El telegrama anunciaba a Rieux la llegada de su madre al día siguiente. Venía a ocuparse del hogar mientras durase la ausencia de la enferma. Cuando el doctor entró en su casa, la enfermera había llegado ya. Rieux vio a su mujer levantada, en traje de viaje, con colorete en las mejillas. Le sonrió.

—Está bien —le dijo—, muy bien.

Poco después, en la estación, la instaló en el wagon-lit. Ella se quedó mirando el compartimiento.

—Todo esto es muy caro para nosotros, ¿no?

—Es necesario -dijo Rieux.

—¿Qué historia es esa de las ratas?

—No sé, es cosa muy curiosa. Ya pasará.

Después le dijo muy apresuradamente que tenía que perdonarle por no haberla cuidado más; la había tenido muy abandonada. Ella movía la cabeza como pidiéndole que se callase, pero él añadió:

—Cuando vuelvas todo saldrá mejor. Tenemos que recomenzar.

—Sí -dijo ella, con los ojos brillantes-, recomenzaremos.

Después se volvió para el otro lado y se puso a mirar por el cristal. En el andén las gentes se apresuraban y se atropellaban. El silbido de la locomotora llegó hasta ellos. La llamó por su nombre y, cuando se volvió, vio que tenía la cara cubierta de lágrimas.

—No —le dijo dulcemente.

Bajo las lágrimas, la sonrisa volvió, un poco crispada. Respiró profundamente.

—Vete, todo saldrá bien.

La apretó contra su pecho y, ya en el andén, del otro lado del cristal, no vio más que su sonrisa.

—Por favor —le dijo—, cuídate mucho.

Pero ella ya no podía oírle.

*ALBERT CAMUS

EL MITO DE SÍSIFO | *ALBERT CAMUS + *FRANZ VON STUCK

*FRANZ VON STUCK

Los dioses habían condenado a Sísifo a rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre la asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestes. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor.

Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, al gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca.

Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.

Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.

Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.

Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: «A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien». El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno.

No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha: «¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos…?» Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. «Juzgo que todo está bien», dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres.

Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo vuelto de pronto su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol ni sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.

Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.

*ALBERT CAMUS

#4 *REDRUM | oct19

*STANLEY KUBRICK; JACOBO TORRANZA; ESTEBAN REY; *DANIEL JOHNSTON; *RAYMOND QUENEAU; LORENZO CARLINI; *WOODY ALLEN; *EUGÈNE IONESCO; *ERMANNO CAVAZZONI; TINTADAS; *JACK KEROUAC; PABLO LAVILLA; LA INFAMIA; THE HUNTER; *ALBERT CAMUS; *FRANZ VON STUCK; OJA DEMENTA; ANDREA ANGELINA; MIGUELO GUARDIOLA; ADRIÁN MUÑIZ PÉREZ; NOELIA C. BUENO; *SALVADOR DALÍ; IVÁN MARTÍN ÁLVARO; TAZÓN; *ROLAND TOPOR; UN QUÍDAM EN TRICICLO POR LA MOQUETA & LOS MONOS ESPACIALES DE INDUSTRIAS CLINAMEN

FRAGMENTOS DE ‘LA CAÍDA’ | *ALBERT CAMUS + CABEZADEDOLOR

CABEZADEDOLOR

(…) La amistad es menos simple. Se alcanza con dificultad y tiempo, pero cuando se consigue ya no hay manera de deshacerse de ella, hay que afrontarla. Aunque no vaya a creerse que sus amigos le telefonearán todas las noches, como deberían hacerlo, para averiguar si se trata precisamente de la noche en que tiene pensado suicidarse, o simplemente para saber si necesita compañía, o si tiene ganas de salir. No, pierda usted cuidado, si telefonean será la noche en que no está usted solo, cuando la vida es bella. (…) Pero no es fácil, porque la amistad es distraída, o al menos impotente. Lo que quiere, no lo puede. Quizá, pensándolo bien, no lo quiere lo suficiente. Quizá no amamos lo suficiente la vida. ¿Ha observado usted que sólo la muerte despierta nuestros sentimientos? ¡Cuánto queremos a los amigos que acaban de dejarnos! ¿No es cierto? ¡Cuánto admiramos a los maestros que ya no hablan porque tienen la boca llena de tierra! Entonces el homenaje brota espontáneamente, ese homenaje que quizá habían esperado de nosotros durante todas su vida. ¿Pero sabe usted por qué somos más justos y generosos con los muertos? La razón es muy sencilla. Con ellos no tenemos obligaciones. Nos dejan libres, podemos tomarnos todo el tiempo que queramos, colocar el homenaje entre un cóctel y una querida afectuosa, a ratos perdidos, en suma. Si a algo nos obligan sería a la memoria, y tenemos la memoria demasiado corta. ¡No, el amigo que queremos es el muerto fresco, el muerto doloroso, queremos nuestra emoción, nos queremos a nosotros mismos, vaya!

*ALBERT CAMUS

#3 *DERBI | ene19

con la participación (*usurpada) de *FRANCISCO DE GOYA; JJ; *JUAN ABARCA; LORENZO CARLINI; *EUGÈNE IONESCO; PABLO LAVILLA; CABEZADEDOLOR; *HENRY MORTON STANLEY; *RAYMOND QUENEAU; *JULIO CORTÁZAR; LA INFAMIA; ILUSTRE MANDARINA; LUPITA DINGUE; *ALFRED JARRY; MIGUEL DE CERDESPUÉS; *LUIGI PIRANDELLO; *VINCENT VAN GOGH; NOELIA C. BUENO; CLARA QUINTANA SILVA; *FRANÇOIS RABELAIS; *GUSTAVE DORÉ; *ALBERT CAMUS; MIGUELO GUARDIOLA; *HUNTER S. THOMPSON; *RALPH STEADMAN; UN QUÍDAM CONTINGENTE Y NECESARIO & LOS MONOS ESPACIALES DE INDUSTRIAS CLINAMEN