Unos dicen que la palabra Odradek proviene del eslavo e intentan, basándose en ello, documentar su formación. Otros, en cambio, opinan que procede del alemán y sólo recibió influencia del eslavo. No obstante, la imprecisión de ambas interpretaciones permite deducir con razón que ninguna es cierta, sobre todo porque con ninguna de las dos puede encontrarse un sentido a la palabra.
Claro está que nadie se entregaría a semejantes estudios si no existiera de verdad un ser llamado Odradek. A primera vista se asemeja a un carrete de hilo plano y en forma de estrella, y, de hecho, también parece que estuviera recubierto de hilo; aunque a decir verdad sólo podría tratarse de trozos de hilo viejos y rotos, de los más diversos tipos y colores, anudados entre sí, pero también inextricablemente entreverados. Pero no es tan solo un carrete, sino que del centro de la estrella surge una pequeña varilla transversal a la cual se une otra en ángulo recto. Con ayuda de esta última varilla a uno de los lados, y de una de las puntas de la estrella al otro, el conjunto puede mantenerse erguido como sobre dos patas.
Uno sentiría la tentación de creer que este artilugio pudo tener en otro tiempo una forma funcional y ahora está simplemente roto. Mas no parece ser este el caso; por lo menos no hay nada que lo demuestre; en ningún punto se ven añadidos ni fracturas que apunten a algo semejante; el conjunto parece, es verdad, carente de sentido, pero también perfecto en su género. Más detalles no se pueden decir sobre el particular, pues Odradek posee una movilidad extraordinaria y no se deja atrapar.
Se instala por turno en el desván, en la caja de la escalera, en los pasillos o en el vestíbulo. A veces no se deja ver durante meses; seguro que se ha trasladado a otras casas; aunque acaba volviendo infaliblemente a la nuestra. Algunas veces, cuando uno va a salir y se lo encuentra abajo, apoyado en la barandilla de la escalera, siente ganas de hablarle. Claro está que no le hace preguntas difíciles, sino que lo trata —sus minúsculas dimensiones invitan a hacerlo— como a un niño. «¿Cómo te llamas?», le pregunta uno. «Odradek», dice. «¿Y dónde vives?» «Domicilio indeterminado», dice, y se ríe; pero es sólo una risa como la que puede producir alguien sin pulmones. Suena más o menos como un crujir de hojas caídas. Y así suele concluir la conversación. Además, ni siquiera estas respuestas pueden obtenerse siempre; a menudo permanece mudo largo tiempo, como la madera la que parece estar hecho.
En vano me pregunto qué sucederá con él. ¿Podrá morir? Todo lo que muere ha tenido antes una especie de objetivo, una especie de actividad que lo ha desgastado; esto no puede aplicarse a Odradek. ¿Seguirá, pues, rondando en un futuro escaleras abajo con su cola de hilos sueltos a los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? Es evidente que no hace daño a nadie; pero la idea de que pueda sobrevivirme me resulta casi dolorosa.
*FRANZ KAFKA
CABEZADEDOLOR