Sucedió tal que así: Necesitaba unas vacaciones y un amigo (más bien un contacto) me recomendó el hotel Overlook, en medio de las montañosas rocas de Colorado. En recepción me ofrecieron muy amablemente la habitación doscientos treinta y pico, y un botones con cremallera cargó mi equipaje hasta la puerta. De propina le solté treinta monedas de plata con la facha de un monarca muerto y la cruz gamada en el envés. El cuarto era acogedor y decadente a tercios iguales, pero carecía de ventanas. También descubrí que el minibar estaba del todo vacío, aunque por lo menos la moqueta estaba chula. Saqué mi vieja Adler semiautomática de su estuche y la deposité en el escritorio, junto al cenicero. Traté de escribir algo, pero me ofusqué pronto debido a mi ya crónico bloqueo de escritor, o tal vez por esta fiebre de las cabañas que pillé el invierno pasado, y decidí salir a darme una vuelta para despejar. Agarré mi triciclo portátil sin sidecar y enfilé por los pasillos del hotel con mi habitual pedaleo suspensivo y meditabundo. Doblé la primera esquina y me encontré con más pasillo. Después a la derecha, y lo mismo, Derecha-izquierda-izquierda, de nuevo todo recto, más tarde a la izquierda-izquierda-derecha-derecha-derecha, y más pasillo otra vez. Al siguiente giro dos gemelas idénticas o quizá dos mellizas (nunca supe la diferencia) me saludaron al unísono y yo, del susto, di media vuelta y volví por donde había venido. Derecha-derecha-recto-derecha y, para cuando quise darme cuenta, estaba en medio de una orgía de peluches y un oso amoroso fumaba calumet sobre el regazo de Don Pimpón mientras Tinky Winky le practicaba un masaje con final de tragedia griega. Traté de gritar horrorizado, pero de mi garganta no salió alarido alguno y se me quedó cara de bobo ojiplástico, así que hui despavorido, dejando atrás mi triciclo, mientras en el otro rincón un Paco Pico confuso trataba de sodomizar a una lámpara. Corrí más pasillo, izquierda-izquierda-derecha-recto, y me topé con un viejales calvorota con la cabeza partida por la mitad que esperaba junto al ascensor. Apretó el botón y me dijo: «¿Sube ud.?», y entonces las puertas se abrieron y del interior emergió un torrente sanguinolento que me dejó los pantalones hechos un asco. Media vuelta y derecha-recto-izquierda-izquierda. Más pasillo. Derecha-izquierda-derecha y ya, por fin, llegué al salón dorado. «¡Lloyd!», le grité al camarero desde el umbral, «¡Burbón en vena, con nada de hielo!». El camarero se sonrió y volcó una botella vacía en el vaso de cristal. «¿Y esta broma?», musité entonces, y me desperté de súbito en mi habitación, la doscientos treinta y pico, sentado frente a mi máquina Adler con un montón de galimatías escritos. Me levanté, confundido, y fui al lavabo para darme una ducha y arrancarme las legañas, pero me encontré con una vieja decrépita y mohosa en la bañadera que se partía de la risa mientras me enseñaba unos sobacos desnudos y feísimos. «¡Redrum!» dijo entonces Tony, el amigo que vive en mi boca. Y yo en plan: «¿Cómo, cómo?». Y el otro siguió: «¡Redrum, redrum, redrum, redrum, redrum, redrum…!». Y ya no sé qué más pasó, ni qué hago aquí, ni quién demonios me amarró las mangas de la camisa a la espalda.
JACOBO TORRANZA