Nada más entrar en el hotel te encuentras un cartel con unas letras grandes que pone: «Prohibido correr por los pasillos». Por esa misma razón los huéspedes que llevan prisa utilizan el triciclo portátil como principal medio de locomoción. Otra cosa muy distinta es orientarse por el laberíntico entramado del mismo hotel, y es que circular en un zigzag básico le puede llevar a uno al propio punto de partida, mientras que avanzar en competente línea recta asegura el estamparse de morros contra la pared del fondo sin remedio. A este efecto se le conoce como “Paradoja del entredédalo”, y desemboca en una patente incapacidad para llegar a donde se pretende de una sola pieza y sin hallar obstáculos ni vicisitudes durante el tránsito. Veamos un ejemplo: Alguien intenta llegar del punto A al punto B en un tiempo determinado, digamos un rato estándar, y sin pasar por delante de la habitación doscientos treinta y pico porque el bedel, que de esto entiende, recomienda que uno ni se acerque; pues bien, el sujeto en cuestión practicará un recorrido a la deriva (véase joroschó #0) en el que ejecutará giros al azar y movimientos brownoideos sobre una moqueta estrafalaria que lo llevarán sin remedio a toparse con algo no contemplado en el itinerario previsto, ya sea una pareja de mellizas muertas a machetazos que le invitan a uno a jugar, una infame bacanal de personas disfrazadas de alimañas, o cualquier otra incidencia terrorífica y desagradable que haga que olvidemos la intención primera de llegar al punto B y queramos, en cambio, volver a nuestro cuarto a llorar abrazados a la almohada, no sin antes pasar, por supuesto, por la mismísima habitación doscientos treinta y pico que, de todas formas, estará bien cerrada con llave para alimentar la curiosidad, que se torna mórbida, y dejarla insatisfecha por necesidad. Esta situación hipotenúsica se puede extrapolar a multitud de escenarios y contextos, incluso a casi todas las situaciones a las que nos enfrentamos en el día-noche-día-noche de cada vida, lo que viene siendo el samsara cotidiano que nos mata de risa, y deriva, matemáticamente hablando, en lo que humildemente denominamos como «redrum»; término que podríamos traducir como la categórica necesidad de matar, mutilar, o al menos, herir de gravedad, a cuanto se nos ponga por delante en nuestro afán de alcanzar ese codiciado punto B, a veces llamado meta, que, por descontado, jamás alcanzaremos.
UN QUÍDAM EN TRICICLO POR LA MOQUETA