HERMENÉUTICA DE LOS INODOROS | *SLAVOJ ŽIŽEK

(…) El triángulo semiótico de preparación alimentos (crudos, horneados, hervidos) de Claude Lévi-Strauss demostró cómo la comida también sirve como «alimento para el pensamiento». Probablemente todos recordamos la escena de El fantasma de la libertad de Luis Buñuel (1974) en la que las relaciones entre comer y excretar se invierten: las personas se sientan en sus inodoros alrededor de la mesa, hablan agradablemente y, cuando quieren comer, le preguntan en silencio al ama de llaves: «¿Dónde está ese lugar? Ya sabes…» Y escabullirse a una pequeña habitación en la parte de atrás. Entonces, como suplemento a Lévi-Strauss, uno está tentado a proponer que la mierda también puede servir como una matière à penser: ¿No forman los tres tipos básicos de inodoros una especie de contrapunto correlativo excremental al triángulo culinario levistraussiano? En un baño tradicional alemán, el agujero en el que la mierda desaparece después de tirar de la cadena está delante, de modo que la mierda se coloca primero para que la olfateemos y la inspeccionemos en busca de trazas de alguna enfermedad; en el típico baño francés, por el contrario, el agujero está en la parte posterior, es decir, se supone que la mierda desaparecerá lo antes posible; finalmente, el inodoro estadounidense presenta una especie de síntesis, una mediación entre estos dos polos opuestos: el inodoro está lleno de agua, de modo que la mierda flota en él, visible, pero no para ser inspeccionado… No es de extrañar que, en la famosa discusión de diferentes inodoros europeos al comienzo de su medio olvidado Miedo a volar, Erica Jong afirme burlonamente que «los inodoros alemanes son realmente la clave de los horrores del Tercer Reich. Las personas que pueden construir baños como este son capaces de cualquier cosa». Está claro que ninguna de estas versiones puede explicarse en términos puramente utilitarios: una cierta percepción ideológica de cómo el sujeto debe relacionarse con el desagradable excremento que proviene de nuestro cuerpo, es claramente discernible en él; nuevamente, “la verdad está ahí fuera”.

Hegel fue uno de los primeros en interpretar que la tríada geográfica de Alemania-Francia-Inglaterra expresaba tres actitudes existenciales diferentes: minuciosidad reflexiva alemana, precipitación revolucionaria francesa, pragmatismo utilitario moderado inglés; En términos de postura política, esta tríada puede leerse como conservadurismo alemán, radicalismo revolucionario francés y liberalismo moderado inglés; En términos del predominio de una de las esferas de la vida social, es la metafísica y la poesía alemanas versus la política francesa y la economía inglesa…

La referencia a los inodoros nos permite no solo discernir la misma tríada en el dominio más íntimo de efectuar la función excremental, sino también generar el mecanismo subyacente de esta tríada en las tres actitudes diferentes hacia el exceso excremental: fascinación contemplativa ambigua; el intento apresurado de deshacerse del desagradable exceso lo más rápido posible; el enfoque pragmático para tratar el exceso como un objeto ordinario que debe eliminarse de manera adecuada. Por lo tanto, es fácil para un académico afirmar en una mesa redonda que vivimos en un universo postideológico: en el momento en que visita el baño después de la acalorada discusión, nuevamente está profundamente inmerso en la ideología. La inversión ideológica de tales referencias a la utilidad está probada por su carácter dialógico: el inodoro estadounidense adquiere su significado solo a través de su relación diferencial con los inodoros franceses y alemanes. Tenemos una gran cantidad de tipos de inodoros porque hay un exceso traumático que cada uno de ellos trata de acomodar: según Lacan, una de las características que distingue al hombre de los animales es precisamente que, con los humanos, la eliminación de la mierda se convierte en un problema. Y, para alcanzar un dominio aún más íntimo, ¿no encontramos el mismo triángulo semiótico en los tres peinados principales del vello púbico del órgano sexual femenino? El vello púbico salvajemente crecido y descuidado indica la actitud hippy de la espontaneidad natural; los yuppies prefieren el procedimiento disciplinario de un jardín francés (uno se afeita el cabello en ambos lados cerca de las piernas, de modo que todo lo que queda es una banda estrecha en el medio con una línea de afeitado bien definida); En la actitud punk, la vagina está completamente afeitada y provista de anillos (generalmente unidos a un clítoris perforado): ¿No es esta otra versión del triángulo semiótico levistraussiano de cabello salvaje “crudo”, cabello “horneado” bien cuidado y el pelo “hervido” afeitado? Uno puede ver cómo incluso la actitud más íntima hacia el cuerpo se usa para hacer una declaración ideológica.

*SLAVOJ ŽIŽEK

EL MITO DE SÍSIFO | *ALBERT CAMUS + *FRANZ VON STUCK

*FRANZ VON STUCK

Los dioses habían condenado a Sísifo a rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre la asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestes. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor.

Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, al gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca.

Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.

Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.

Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.

Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: «A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien». El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno.

No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha: «¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos…?» Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. «Juzgo que todo está bien», dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres.

Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo vuelto de pronto su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol ni sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.

Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.

*ALBERT CAMUS

VOCABULARIO MÍNIMO PARA ENTENDERSE | *JULIO CORTÁZAR

         Estilo: 1) La definición del dic­cio­nario es la justa: «Manera peculiar que cada cual tiene de escribir o de ha­blar, esto es, de expresar sus ideas y senti­mientos.» Como la noción de estilo suele circunscribirse a la escritura y por ahí se habla de «estilo de frases lar­gas», etc., señalo que por estilo se en­tiende aquí el producto total de la eco­nomía de una obra, de sus cualida­des expresivas e idiomáticas. En todo gran estilo el lenguaje cesa de ser un vehículo para la «expresión de ideas y sentimientos» y accede a ese estado lí­mite en que ya no cuenta como mero lenguaje porque todo él es presencia de lo expresado. Un poco como ocurre con el raro intérprete musical que esta­blece el contacto directo del oyente con la obra y cesa de actuar como interme­diario.

2) Esta noción de estilo se apre­ciará mejor desde un punto de vista más abierto, más semiológico como di­cen los estructuralistas siguiendo a Saussure. Para un Michel Foucault, en todo relato hay que distinguir en pri­mer término la fábula, lo que se cuenta, de la ficción, que es «el régi­men del relato», la situación del narra­dor con respecto a lo narrado. Pero esta diada no tarda en mostrarse como triada. «Cuando se habla (en la vida co­tidiana) se puede muy bien hablar de cosas ‘fabulosas’; el triángulo dibujado por el sujeto parlante, su discurso y lo que cuenta, está determinado desde el exterior por la situación: no hay allí fic­ción alguna. En cambio, en ese ano­lo­gón de discurso que es una obra, esa relación sólo puede establecerse en el interior del acto mismo de la palabra; lo que se cuenta debe indicar por sí mismo quién habla, a qué distancia, desde qué perspectiva y según qué modo de discurso. La obra no se define tanto por los elementos de la fábula o su ordenación como por los modos de la ficción, indicados tangencialmente por el enunciado mismo de la fábula. La fábula de un relato se sitúa en el interior de las posibilidades míticas de la cultura; su escritura se sitúa en el interior de las posibilidades de la len­gua; su ficción, en el interior de las posibili­dades del acto de la palabra.»

*JULIO CORTÁZAR