COCINA CANÍBAL | *ROLAND TOPOR

MODO DE SALAR

Siempre hay que intentar salar poco a las personas al principio de la cocción. En términos generales, el agua que sirve para cocer a las personas debe estar salada como máximo con una cucharilla de café de sal gris por cada dos litros de agua. Es preferible añadir sal fina cuando la gente está ya cocida y cuando hemos podido probarlos. Un tipo recalentado está más salado al día siguiente debido a la reducción y a la evaporación del líquido.

INOCENTE EN APUROS

Coja a un inocente, desnúdelo, pisotéelo, dele patadas, mátelo, córtelo en trozos de un mismo grosor y métalo en la olla con un gran trozo de mantequilla, sal, pimienta, especias, chalotes y perejil picado. Déjelo freír un tiempo, añada un trago de vino blanco y un poco de caldo. Cuando el inocente empiece a hervir, retírelo del fuego y sírvalo sobre un mantel bien apurado. Cómalo discretamente mientras habla de otra persona.

MAMÁ CON ROSAS BLANCAS

Bese a mamá en las mejillas y después córtela en dos, échela en agua hirviendo y arránquele la cabeza que sonríe con bondad —le cortará el apetito—; puede desosar la columna vertebral y todos los huesos. Prepare patatas cocidas, que cortará en rodajas y pondrá en una ensalada. Mezcle pequeños trocitos de mamá con la lechuga y eche un chorro de aceite de oliva antes de servir. No olvide poner algunas rosas blancas en el plato: protegerán el mantel y, además, a mamá le gustaban tanto…

HÍGADO DE SUIZA A LA SARTÉN

Para tres o cuatro personas, corte en rodajas un kilo de hígado de suiza, a continuación, eche a la sartén un trozo de mantequilla, del tamaño de una bola de nieve, y deje que se derrita. Cuando esté caliente, introduzca los trozos de hígado de suiza. Deje que se doren y canten todo lo que quieran. Cuando pueda picarlo con el tenedor sin que salga sangre, no se castigue más: el hígado está listo. Colocar entonces las lonchas en una fuente y echar por encima un vaso de vino blanco (preferentemente chablis).

HÍGADO DE HOMBRE NORMAL

Dore en la sartén cuatro o cinco lonchas de hígado de hombre normal como se hizo con el hígado de suiza. Cuando las lonchas estén casi hechas, coja papel de periódico, al que echará aceite. Luego, añadirá un poco de tocino, perejil, cebollino o cebolletas y lo picará todo; coloque encima una loncha de hígado, condimente con finas hierbas y un trocito más de tocino, envuelva el hígado en el papel de periódico y métalo todo en el horno a fuego lento. Servir mostrando la página de sucesos.

MISIONERO PICADO CON PAN RALLADO

Deshuese al misionero, quítele la grasa, la ropa y los accesorios que lo sobrecargan. Píquelo con una o dos cebollas y un poco de perejil. Cuando el misionero esté bastante desmenu­zado, ponga en una cazuela un cojón de mantequilla, en el momento en el que esté fundido vierta el picadillo, al que añadirá un poco de tocino que rehogará en mantequilla y espol­voreará con un poco de pan rallado. Cuando el pan rallado esté bien mez­clado con el picadillo, eche unas tazas de caldo, sal, pimienta y sírvalo con costras alrededor del plato.

Si el misionero no tiene costras, no lo dude, coja de las suyas, nadie lo notará.

EL GILIPOLLAS

El gilipollas se sirve con un poco de aceite y un chorrito de vinagre.

*ROLAND TOPOR

LAS CANÍCULAS | NOELIA C. BUENO + *SALVADOR DALÍ

SALVADOR DALÍ

Un trozo de sandía en el suelo había desaparecido bajo una horda de hormigas. A esa hora de la tarde el suelo de la terraza le abrasaba los pies. El calor se le pegaba a los leggings y al pelo, y hacía más intenso el olor que procedía del desagüe. El zumbido de un moscardón se mezcló con el chi­rrido de las poleas. Sólo un par de ho­ras antes su madre había tendido la última colada, pero la ropa ya había empezado a acartonarse. Se limpió el sudor de la frente con la camiseta y se quedó un momento observando su re­flejo en el cristal de la puerta. Era cierto, ella también podía ver los cam­bios. Pero no había caído hasta enton­ces en que eran la causa de que él la hubiese empezado a mirar de otro modo.

Aún no sabía muy bien por qué, pero estaba segura de que algo la ha­bía incomodado esta vez especial­mente. No creía que hubiese sido la manera de acudir a ella. No había sido imperativo. No era propio de él. Había procurado siempre cuidar las formas para no asustarla. Una insistencia  me­dida resultaba más eficaz que una or­den. En cierto modo, la muchacha ha­bía sido su mascota, por lo que estaba acostumbrada a ceder y consentir sus extravagantes caprichos aunque inge­nuamente creyese que tomaba con to­tal libertad la decisión de participar o no en el juego. Quizá, debido a que am­bos desempeñaban eficazmente su pa­pel en la relación, no solía haber muchas peleas en casa. «¡Uña y carne! Se han criado sin envidias el uno del otro». No. Debía de ser otro el motivo. Posiblemente la falta de costumbre ha­bía enrarecido el ambiente. Desde la última vez había pasado demasiado tiempo y a decir verdad, una parte de ella deseaba enterrar el recuerdo en su memoria. Creía que sin necesidad de verbalizarlo, ambos habían acordado no volver a sacar el tema.

Mientras él se recreaba en el mo­vimiento pidiéndole en un susurro que tuviese paciencia, ella se había que­dado mirando con expresión cansina el cascado juego de porcelana del chi­nero. Un suave hormigueo en las meji­llas, seguido de un calor repentino, la hizo apartarle la mano con violencia y saltar de inmediato de sus piernas. Fue como si la mezcla de asco y humi­llación tan solo por haberse permitido sentirlo, hubiese llegado a alcanzar una temperatura insoportable en una fracción de segundo. Un calor que ha­bía conseguido crisparle los nervios hasta el punto de enfurecerla. El mismo calor que se acumulaba en las baldosas de la terraza y que en ese mo­mento, mientras trataba de conte­nerse, la seguía quemando desde las plantas de los pies hasta la coronilla.

NOELIA C. BUENO

OJA DEMENTA + ANDREA ANGELINA

Combatiendo constantemente

por y para los dioses.

Aquí desmereciendo sus favores

e intentando no convertirlos en deudas.

Te podría decir muchas cosas

pero me debes tanto

que ya no importa.

Es en balde, esto es una caza.

Esto va de podios,

va de sepulturas…

De ver quién cava antes la suya.

Con los ojos vendados y a palazos por la vida.

De mecha corta,

acortando la memoria

y puliendo la piedra para borrarla

de la faz de mi consciencia.

Así no tropiezo

caminando a oscuras por el túnel

con una mala estrella

por si el día me cubre las demás con las nubes.

Entre sábanas y circos,

entre leyendas y epopeyas,

temiéndole al dolor y no a la muerte,

que a tientos siempre llega.

Me tiro al abismo sin esperar,

veo un destello,

voy a por la panacea.

OJA DEMENTA

ILUSTRACIONES; ANDREA ANGELINA

EL MITO DE SÍSIFO | *ALBERT CAMUS + *FRANZ VON STUCK

*FRANZ VON STUCK

Los dioses habían condenado a Sísifo a rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre la asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestes. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor.

Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, al gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca.

Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.

Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.

Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.

Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: «A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien». El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno.

No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha: «¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos…?» Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. «Juzgo que todo está bien», dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres.

Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo vuelto de pronto su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol ni sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.

Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.

*ALBERT CAMUS