LAS CANÍCULAS | NOELIA C. BUENO + *SALVADOR DALÍ

SALVADOR DALÍ

Un trozo de sandía en el suelo había desaparecido bajo una horda de hormigas. A esa hora de la tarde el suelo de la terraza le abrasaba los pies. El calor se le pegaba a los leggings y al pelo, y hacía más intenso el olor que procedía del desagüe. El zumbido de un moscardón se mezcló con el chi­rrido de las poleas. Sólo un par de ho­ras antes su madre había tendido la última colada, pero la ropa ya había empezado a acartonarse. Se limpió el sudor de la frente con la camiseta y se quedó un momento observando su re­flejo en el cristal de la puerta. Era cierto, ella también podía ver los cam­bios. Pero no había caído hasta enton­ces en que eran la causa de que él la hubiese empezado a mirar de otro modo.

Aún no sabía muy bien por qué, pero estaba segura de que algo la ha­bía incomodado esta vez especial­mente. No creía que hubiese sido la manera de acudir a ella. No había sido imperativo. No era propio de él. Había procurado siempre cuidar las formas para no asustarla. Una insistencia  me­dida resultaba más eficaz que una or­den. En cierto modo, la muchacha ha­bía sido su mascota, por lo que estaba acostumbrada a ceder y consentir sus extravagantes caprichos aunque inge­nuamente creyese que tomaba con to­tal libertad la decisión de participar o no en el juego. Quizá, debido a que am­bos desempeñaban eficazmente su pa­pel en la relación, no solía haber muchas peleas en casa. «¡Uña y carne! Se han criado sin envidias el uno del otro». No. Debía de ser otro el motivo. Posiblemente la falta de costumbre ha­bía enrarecido el ambiente. Desde la última vez había pasado demasiado tiempo y a decir verdad, una parte de ella deseaba enterrar el recuerdo en su memoria. Creía que sin necesidad de verbalizarlo, ambos habían acordado no volver a sacar el tema.

Mientras él se recreaba en el mo­vimiento pidiéndole en un susurro que tuviese paciencia, ella se había que­dado mirando con expresión cansina el cascado juego de porcelana del chi­nero. Un suave hormigueo en las meji­llas, seguido de un calor repentino, la hizo apartarle la mano con violencia y saltar de inmediato de sus piernas. Fue como si la mezcla de asco y humi­llación tan solo por haberse permitido sentirlo, hubiese llegado a alcanzar una temperatura insoportable en una fracción de segundo. Un calor que ha­bía conseguido crisparle los nervios hasta el punto de enfurecerla. El mismo calor que se acumulaba en las baldosas de la terraza y que en ese mo­mento, mientras trataba de conte­nerse, la seguía quemando desde las plantas de los pies hasta la coronilla.

NOELIA C. BUENO