RASDRÁS | PABLO LAVILLA

conocí conocí a hnyudi azulesglasos lotra noche, pasada la medialuna. yo repartía gasettas a los despistados mientras fumaba cancrillos para matar el hambre y alguien sugirió goborar acerca del teorema de los cordoplastos. yo apenas sé mucho, pero si tal me defiendo. y entonces otro al que nunca vi antes vino a decir nos que no teníamos nideadenada y entamó a darle a la golosa con nosequé cosmogonías de una culebralrededor del mundo y cuando empezaba a ponerse el asunto de lo más sofista llegaron los exsiameses bifurino y bifuranto, dando voces en elojio de las leyes de la termodinámica y ya terminamos siendo almenos cuatropazguatos máso menos beligerantes en medio de lacera. de espropósito y de esproporcionado. NAGUAL gritó sobre la barahúnda:Y entonces, me sabrán decir uds, después de tales muestras de peroratismo y trampargumentos, por qué yarboyarboclos decimos qhay arañas que son gigantes y planetas que son ENANOS? yo me callé y no sé si fui el primero, pero losdemás también guardaron silencio y no sehubiera oído nada entonces de no ser por los camionesdelabasura que hacen ruido en la noche. azulesglasos llegó entonces y nos saludamos con la mano.perolló me fui más tarde sin desayunarme y con la saca llena de gasettas que no ven di. al otro día me senté en un banco de la plaza de NedLudd a dejar en blanco el rasudoque y geraldino arribó de pronto y semesentó alado. chocó sus tres contra mis cinco y me dijo quétal por mi nombre. yo asentí sisisí y nos callamos las bocazas. geraldino sacó una tela llena de pienso para pelícanos y lo repartió al rededor de nosotros. no tardaron en aparecer los ibiseremitas.lloledije Eres un ornitosádico de lo más cruel.yelmedijo Ya me sabes, a mí me gustan las cosas sencillas como la mistela con dos yelos y una mosca, los apeaderos terminales y los accidentes de teleférico acámara rápida, eso y ver cómo se atragantan los ibiseremitas los martes porlatarde, anteso después a todos nos llega el turno de ser devorados, queloaprendí en la tele. ysiguióhablando Mira, sinomecrees, esasquina dallí, el garbonzo’s, nada menos, con esas letras grandes y todo ese humus barato de factoría como reclamo para los domingueros, pues déjame decirte que antes aquello era el colmado de boris nakazan, famoso en toda la prefectura por tener unos hojos preciosos, una hermosa nariz, unos labios perfectos y unas horejas de lo más apetitosas, y, sin embargo, todaquello junto resultaba grotesco y de sagradable como si su rostro fuera un colaje de recortes con los rasgos de las más bellas personas vistasdesdefuera, y claro, no llegaban a encajar del todo, voy adecirte más, sabes ese hangar abandonado junto al río muil? pues no era para nada un hangar, ni mucho menos, eso un día fue la destilería de mhiel de zebra desta prefectura, tu no habías nacidoaún y ya nunca sabrás cuánto dedeliciosa era la genuina mhiel de zebra de san lundo, y la fundó mi bisuegrabuelo, nada menos, el francuzbeco gustavius quaga, que llegó con seis rixdales en el carmano y un par de lecciones de química que limpartió su vecino pin, y así contodo montó un himperio y calzaba un llavero gordo y abundante como los que gastan las personas con re esponsabilidades.(PUNTO)interrumpí Caramba! ahora con seis rixdales no te llega ni para el corcho. ygeraldinosiguióalosullo De poco le importa ya la econominflación, pues hace lustros questá criando lombrices en el muertedero con el es que leto blanco lustroso y, ya lo viste, su ecsitosa destilería reducida a borrachoso recuerdo de gerontohígados como el mío. geraldino arrojó el resto del pienso ala melé de ibiseremitas que se arremolinaba sobre los emplumados cadáveres de los que habían llegado primero y puso pies en polvo rosa sindespedirsesiquiera, abandonándome a los groncos graznidos. tan poco yo tardé enirme. malejé por la avenida y pasé sobre las dovelas dadobe del arco del fracaso. es importante que toda ciudad tenga uno, me digo a veces, para recordar a losanónimos que fracasaron antes que no sotros, y talvez también para vurlarse de todos los que fracasarán de espués. para dójicamente, este arco llevaquí desde nosecuándo, así quencierto modo sus arquitectos tuvieron écsito en su construcción aunque lo erigieran delrevés.y llo, sin darme cuenta, me quedé así sasnutado con la nananana de mis pasos y tuve que preguntarle a la milicienta por las señas de mi casa, gulando en sentido errónio. Pues cómo me va, me pregunta eldel quiosqo quando qompro ahí las qosas, Pues me va que se me va y que al final ni azulesglasos ni nopca de reseteo ni quiero bolsaplástico con la barra de pan y la banana, que vine aquí gritando y nago, de esnudo, y desdentonces sólo puedo estar de esvestido, que ni mis dhientes me pertenecen aunque un día fueran de mi mamamamá, que no tengo nideadenadadenada y que sólo me dura esta resaca queseme viene aveces y carrastro desde que nazí. yes por eso mismo que sujirieron dantebrazo el título de semibicéfalo asecas, pues de tener dos golovás, seguseguramente sólo usaría una   .

PABLO LAVILLA

FOTO:ESPUTOVERDE*ROMA

ESTATUAS | THOSLEAF

 

Estos días grises, al llegar a casa, mientras manipulo el coche para aparcar, suelo tener la cabeza en oscuras ideas y dejarla vagar; hasta tal punto me llega el ensimismamiento estacionando que, en ocasiones, me he pillado absorto, con el coche aún encendido, mirando como bobo el velocímetro, o la rueda del aire, o una mierda de pájaro en el cristal…

Precisamente una de esas veces que observaba atónito un cagarruto en el vidrio, volví a la realidad para cruzar mi mirada con un visitante que no esperaba encontrar, a tales horas de la noche, disfrutando de un paseo por el reciente y aún sin estrenar parador nacional que han puesto en el pueblo donde vivo… Ese visitante me observaba con la misma intensidad que, segundos antes, yo aplicaba a las defecaciones de ave, y en un primer momento, su rígidez y apariencia me dejó lívido… Se trataba, como luego pude apreciar mejor al bajarme del coche y acercarme un poco a la fachada del edificio, de una figura blanquecina situada en pose contemplativa de cara a la ventana y mirando hacia la parte de abajo de la calle; como digo, observando con exquisito interés la nada de la calle a las 2 de la madrugada, gratamente sorprendido aunque un poco avergonzado por el absurdo susto que me había llevado, me acerqué para ver un poco mejor, y ello me permitió observar, más adentro en el parador, un mayor número de individuos, todos ellos en poses que parecían haberlos inmovilizado, en momentos de tranquilidad y relajación mental; transmiten serenidad y paciencia, la paciencia de la roca, aunque, justo al marcharme, me pareció ver, por el rabillo del ojo, cierto aire que traicionaba esa calma, cierto movimiento, un deje en la pose que presentaban, que me decía algo más que toda la expresión de las inmóviles figuras; mientras caminaba pesadamente hacia las interminables escaleras de mi portal, se me ocurria repentinamente que no estaban nada mal, mis nuevos vecinos; seguramente no harán ruído por las noches, no se quejarán del ruido que hago ni mancharán el portal, seguramente no hagan nada de eso porque son estatuas de piedra, pero sabeis una cosa, será un consuelo saber que, en invierno, mi calle no será ya una calle tan solitaria, podré bajar a la calle y mantener silenciosa conversación con mis nuevos vecinos.

Una vez en casa, más tranquilo sobre el sillón, comencé a darle vueltas a esa otra sensación que me había parecido percibir, observando las esculturas; esa oscura sensación, más fuerte que la de calma, que las estatuas transmitían, ahora lo sé, era el miedo, era la reticencia, el reparo que sentían al saber que, en muy breve tiempo, la temporada alta de caza de turistas comienza en la zona, y esa calma que las estatuas han disfrutado estos largos nueve meses se verá total y absolutamente trastocada; dentro de poco, lo vacuo dejará paso a lo lleno, a lo pleno; muy pronto, en esta solitaria calle del pueblo, en que por las noches uno aparca prácticamente en la puerta de casa, se verá invadida por vehículos y gente ruidosa que violentarán, ahora ineludiblemente, la tan aprecida calma que esas estatuas han disfrutado estos tiempos; queridos vecinos míos, se acerca el verano…

THOSLEAF

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DI LLUVIA | PABLO P. LAVILLA

Salté desde el cristal de mi retina y observé la tormenta desde las cicatrices de mis manos. Mi boca exhalaba silencio, mis ojos pedían descanso. Pero el hambre no se había calmado. Recorrí mis caderas por caminos de tierra y a nado crucé ríos de barro. Acabé en el refugio de mi pie izquierdo y encontré calor en la buhardilla. Allí, escondido al fondo a la izquierda, había algo que sobresalía por su pulcredad entre tanta pared desaseada.

Me acerqué con la curiosidad del que olvidó todo lo que algún día supo y me topé con un baúl limpio, pero no brillante. Lo abrí con más facilidad de lo que pensaba y allí, en su interior, se encontraban juntos y revueltos todos aquellos sueños que nunca soñé mostrándome en sus vísceras la sonrisa que me viste desde que puedo meterme debajo de la lluvia sin preocuparme por mojarme.

Los senderos que dejamos en el cajón forman parte de nuestro sino; conforman nuestra historia jamás difundida y miramos alrededor buscando agarrarnos al aire que más fuerte nos lleve. Al fin y al cabo, esto es así. Te tiras de frente y sin pensarlo al ojo del huracán y luchas hasta que vuelves cabalgando los vientos a tu favor. Y cumpliendo cuando toca arremangarse el corazón. No hacemos más ni tampoco menos.

De regreso a mis pupilas, lancé mi vista viciosa al techo y me topé con una voz que es la mía llamándome la atención por caminar en horizontal. Clavé mis deseos en el suelo y escalé por ellos hasta ver todo lo que soy reflejado sobre todo aquello que no quise ser. Cuánto de palacio hubo siempre en las ruinas. Aprendí a base de reconstrucciones hipotéticas de vidas no deshechas.

Me recosté entre el lóbulo parietal y el frontal y en aquella bella frontera llena de humo y espuma, con la mirada perdida en el techo del cráneo, me di cuenta de que ya poseo casi todo lo que deseé en algún momento. Lo único que me faltaba era bailar nubes. Sonreí. Fin del viaje.

PABLO P. LAVILLA

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*LOS VIAJES DEL DR. TEMPLETAUB; UNA VUELTA A LA MANZANA… | THOSLEAF

Hace tiempo ya, cuando los carros tenían preferencia en los caminos y las mulas nunca pasaban frío en casa porque eran fuente de ingresos constante, el Dr. Templetaub emprendió un largo viaje alrededor de su manzana.

Uno se diría: «Pues no es un viaje tan largo, alrededor de su manzana, yo tardo unos cinco minutos escasos en recorrerla.» pero claro, uno debe medir bien sus palabras antes de decir semejante cosa, puesto que las distancias, como bien saben los nabucodonosorcitos, crecen y se encojen dependiendo del color de los ojos de quien las mide. En el caso del Dr. Templetaub, la manzana de que hablamos se podía acotar por el entorno que la rodeaba:

Lindaba al norte con la colina de las cerezas, uno nunca podía detenerse en dicha esquina si no quería jugarse el pellejo, no fuera a darse el caso de que alguna cereza cayese del guindo y le diese en la cabe­zota; los pipos de las mismas son tan sobradamente conocidos por su dureza que, una vez que hubo que bachear la calzada, obligaron a todos los convecinos a comer dos kilos de cerezas diarios para sustituir el empedrado. El Dr. Templetaub, que olvidó que había de guardar los pipos de las mismas, se los tragó todos y estuvo haciendo caquitas como las ovejas tres semanas.

Al este, la manzana lindaba con el mar de pera, que tenía unas vistas espectaculares, pero en el que era un poco incómodo nadar porque uno tenía que estar constantemente elimi­nando la segunda nota de la escala musical para no salirse del pellejo. El buen doctor se lo sabía bien pues en una ocasión tuvo que atender a una ancianita que casi se empacha mientras recogía ingredientes para hacer una compota.

Cuando el Dr. Templetaub salía de casa, puesto que su puerta daba al sur, veía todas las veces el azul bosque de cobalto donde moraban los alicalupiérpagos rosas, más conocidos por su nombre común, arrevancheros; estos curiosos trípedos tenían un extraño apéndice en la parte posterior de la cabeza con el que podían oler, tocar e incluso saborear los colores de baja frecuencia.

Para los que no lo sepan, los colores de baja frecuencia son esos que, cuanto más tiempo pasa, menos ocurren, lo cual ha llevado a numerosos filósofos a plantearse en qué color escribir sus ideas sobre el papel blanco, ya que cabe la posibilidad de que, en algún momento, éstos blancos papeles se tornen de algún insospechado color y deje de apreciarse la tinta escrita indefinidamente, pero eso es un  tema de estudio que entretiene a los más expertos científicos en colorimetría espiritual contemporánea, por lo que dejaremos el desarrollo para más adelante, según sea necesario.

Al oeste quedaba, como todo el mundo sabe, el garaje de Sol y Luna donde, cuando no tocaba perseguirse, se juntaban ambos e invitaban a las estrellas fugaces a un té rapidito.
Esa mañana el Dr. Templetaub comenzó la vuelta a la manzana en el sentido opuesto a las agujas del reloj, quería aprovechar más el tiempo, se entiende, así que cogió su mochila de mues­tras por la que, debido a la cantidad de útiles que contenía, se había visto en más de un pleito con Mary Poppins, que alegaba plagio.
Descolgó del perchero su jersey de viajes largos, desem­polvó el gorro de aparejar anzuelos y se equipó con su para­rrayos de emergencia, no fuese que, al salir, comenzasen a subir truenos y perdiese la oportunidad de cargar la batería de su brújula helicoidal (nota: la brújula helicoidal es una brújula con forma de hélice que por sus peculiari­dades nunca sabe dónde está el norte, pero permite al usuario encontrar el camino más interesante hacia el destino que está buscando).

Cuando salió por la puerta pidió, como siempre, a su pequeño ayudante Zascandilú que terminase con la recogida y análisis de las muestras de su último viaje en globo aquaestático y después, cerrase el laboratorio no se fuese a escapar Doña Gata, que siempre que el Dr. Templetaub salía, aprovechaba para buscar un rinconcito en el salón en el que afilar sus ya de por sí pun­tiagudas uñas retráctiles.
Como salió temprano, a su izquierda el denso mar aún per­manecía bajo el reinado de Luna en una escalofriante visión de azules olas densas y viscosas para nada apetecibles, pero ya se apreciaba cómo Sol, fresco y descansado tras el tramo cuesta abajo, recuperaba su esplendor hacia el cielo perfilando los elevados riscos que decoraban la morada en que habitaba cuando andaba de descanso…

Sacudió del todo la modorra mañanera y adelantó un pie al otro en un movimiento acom­pasado que más adelante recibiría el nombre de andar (algunos anadear), pero que en aquella época aún conocían como caminar, y consistía en repetir el movimiento hasta lle­gar al final deseado o acabar exhausto, lo cual se describe en un sencillo algoritmo recursivo: «mientras no en destino, caminar.»

Y así, repitiendo este algo­ritmo, el Doctor Templetaub recorrió cuatro de las caras que tenía su manzana, las cuatro que encaraban a los puntos cardinales, pero eso, como no, queda para la siguiente tarde de lectura…

THOSLEAF