Les voy a contar una pedazo de historia que se van a cagar las patas p’abajo, una jodida locura vamos, de estas cosas que si no las ha vivido uno no las cree, pero que cuando se las cuentan, uno sabe que son verdad sólo con mirar a los ojos a su interlocutor. Esto no me pasó a mí, pero la persona que me lo contó goza de la más absoluta credibilidad, por mi parte y por la de una amplia mayoría de expertos en diversas ramas a nivel mundial. No diré su nombre para garantizar su privacidad, ya que cuando se enteren de lo que le sucedió estoy seguro de que querrán conocerle. No les aburro más con los preámbulos, cambio al tono de serio señor que narra los hechos y empezamos.
Fue totalmente inesperado, estaba tranquilamente en el salón resolviendo unos sudokus, cuando Teodoro le avisó de que había una carta para él. Ese hecho le extrañó, ya que con las nuevas tecnologías cada vez es más raro comunicarse por vía postal. Se levantó del sofá, se acercó a Teodoro para que le diera el sobre y se sentó en el escritorio de su despacho. Se puso las gafas de cerca, para descubrir que las tenía sucísimas, así que se las quitó y echó el vaho en los cristales antes de frotarlos con el pequeño trapo de microfibra, cosa que hacía de manera frenética, como un ratoncillo que acabara de coger una gota de agua y se lavara la cara con ella. Ya con las gafas limpias se dispuso a averiguar quién diantres le había enviado una carta a estas alturas del siglo XXI. No tuvo mucha suerte, no había remitente alguno. Eso le provocó cierta desconfianza. ¿Una persona de su posición recibiendo una carta anónima en la era de la comunicación digital? Sin duda no era algo normal. ¿Y si contenía ántrax o era una bomba? Una inspección más detenida del exterior del sobre hizo que se aliviara mucho, la carta estaba dirigida en realidad a su vecino, puesto que había sido enviada con la intención de que fuera entregada a “P. I. M. C/ del Duelo nº2 9 A” según rezaba en la parte delantera del sobre. Da la casualidad de que su vecino y él compartían iniciales, pero uno vivía en el noveno y otro en el sexto. Hace un par de semanas se soltó el tornillo de la chapa del buzón con el número 6 y ahora parece que hay dos novenos en el bloque, lo que ha llevado a confusiones de este tipo recientemente.
Regresó al sofá y suspiró. Por un lado, era un alivio que la carta fuese dirigida a su vecino y no a él, pero por otro lado eso suponía que tendría que ir a hablar con él. No le caía bien, ni él a él tampoco, pero su educación jamás le permitiría no entregarle la carta a su legítimo destinatario. Por un segundo se le pasó por la cabeza la opción de pedirle a Teodoro que se ocupase del asunto, pero le apreciaba demasiado como para pedirle que interactuara con ese desgraciado. Así las cosas, dejó pasar unas dos horas, tiempo más que suficiente para prepararse mentalmente para el encuentro que le aguardaba.
Se vistió cuidadosamente, quería dejarle bien claro a aquel imbécil que estaba muy por encima de él. La verdad es que no le faltaba ni un detalle, hasta pensó que ese podría ser el conjunto con el que le gustaría ser enterrado. Se armó de valor y también literalmente, puesto que cogió aposta el bastón que escondía una espada corta en la empuñadura. Estuvo un tiempo dudando si llevar también algún sombrero o no, su impecable protocolo le decía que era obligatorio llevarlo, pero su sentido común le decía que era una soberana gilipollez ponerse un sombrero para subir tres pisos y quitárselo. Al final venció la sensatez y salió a calva descubierta. Se despidió de Teodoro y comenzó a subir los escalones que le conducirían a la guarida de su enemigo, al tiempo que se palpaba el bolsillo para asegurarse de que la carta seguía allí.
Se paró a unos pasos de la puerta del infierno, suspiró, se recolocó la ropa hasta asegurarse de estar a la perfección, volvió a comprobar que la carta continuaba en su sitio, se aclaró la voz, se mesó los bigotes, extendió la mano y pulsó el timbre. Ya no había vuelta a atrás. Al momento, la puerta se abrió.
—¡Anda, buenas tardes vecino! Pues mira que justo ahora iba a bajar a verte, que me ha llegado una carta que es para ti, lo que pasa es que no me decidía entre si llevar sombrero o no, me alegra que tú hayas decidido no traerlo. Pero bueno, pasa, no te quedes en la puerta.
Todo aquello era muy raro, iban vestidos prácticamente igual, hasta llevaban un bastón parecido. Incluso daba la sensación de que se parecían físicamente, de que la voz que sonaba en sus cabezas cuando leían algo era la misma, de que el perfume olía igual en ambos. Si en aquel momento alguien le hubiera dicho que eran hermanos separados al nacer quizás le habría creído, pero nadie lo dijo, así que seguía siendo tan solo el inútil del vecino. Cuando empezó a recorrer el pasillo principal de la casa, la sensación de extrañeza no disminuyó en absoluto, más bien al contrario. El piso tenía una disposición idéntica a la del suyo, con la salvedad de que todo estaba al otro lado que en su casa, pero ya no era sólo una cuestión de habitaciones, los muebles eran idénticos, los cuadros, las alfombras, hasta las malditas muescas de cuando Teodoro rozó la pared con la nevera nueva, todo estaba replicado allí, sólo que del otro lado. Cuando entraron al salón casi se desmaya, de pie, junto al mueble bar, había un tipo idéntico a Teodoro.
¿Qué estaba pasando? ¿Cómo podía ser aquello? ¿Esa persona a la que odiaba solamente por tener las mismas iniciales y vivir en el mismo bloque, en el único maldito piso que se podría confundir con el suyo si la chapa de un buzón se quedase girada ahora resulta que iba a ser una persona encantadora y que encima tendría los mismos gustos que él? No estaba dispuesto a consentirlo. Le pidió a su anfitrión amablemente que aceptara la carta y acto seguido le desafió a un duelo. “¿Para qué quiero una carta si puedo morir ahora mismo?” le respondió él al tiempo que desenvainaba la espada de su bastón. A lo que él, reconociendo a su oponente, le espetó que si no sería de mayor decoro enfrentarse en un combate de boxeo tal y como dictaba su condición de caballeros. Estuvieron de acuerdo, así que soltaron los bastones, se quedaron a torso descubierto y comenzaron el combate. El Teodoro original había subido al piso, preocupado por lo que él estaba tardando en bajar, y ahora contemplaba absorto la refriega, sentado a la derecha del otro Teodoro, que también estaba sumido en la visión del duelo entre caballeros.
Esto no solucionó en absoluto sus diferencias, de hecho, el combate era un espectáculo surrealista. Cada golpe que él lanzaba, era replicado por su oponente por el lado contrario y viceversa, ninguno de los dos era capaz de impactar en el otro. Los Teodoros juran que en algún momento los vieron parar y golpearse a sí mismos, como si pensasen que estaban atrapados en un sueño o algo así y hasta eso lo hacían al unísono sólo que invertidos de derecha a izquierda. Fueron pasando los días y el sempiterno duelo seguía su curso sin que ninguno de los dos hubiera conseguido aún asestar un golpe a su contrario. Y así estuvieron hasta la eternidad.
—¿Y si estuvieron así hasta la eternidad cuándo te lo contó a ti?
—No me lo contó, pero si no ¿qué explicación tiene ese reloj de ahí, el de los dos boxeadores que nunca se tocan?
MIGUELO GUARDIOLA
CARMEN ALÍA