COSTUMBRES DE LOS AHOGADOS | ALFRED JARRY

Hemos tenido ocasión de entablar relaciones bastantes íntimas con estos interesantes borrachos perdidos del acuatísmo. Según nuestras observaciones, un ahogado no es un hombre fallecido por sumersión, contra lo que tiende a acreditar la opinión común. Es un ser aparte, de hábitos especiales y que se adaptaría a las mil maravillas a su medio si se lo dejase residir un tiempo razonable. Es notable que se conserven mejor en el agua que expuestos al aire. Sus costumbres son extrañas y, aunque ellos gustan de desempeñarse en el mismo elemento que los peces, son diametralmente opuestas a la de éstos, si se permite expresarnos así. En efecto, mientras los peces, como es sabido, navegan remontando la corriente, es decir en el sentido que exige más de sus energías, las víctimas de la funesta pasión del acuatísmo se abandonan a la corriente del agua como si hubieran perdido toda energía, en una perezosa indolencia. Su actividad sólo se manifiesta por medio de movimientos de cabeza, reverencias, zalemas, medias vueltas y otros gestos corteses que dirigen con afecto a los hombres terrestres. En nuestra opinión, estas demostraciones no tienen ningún alcance sociológico: sólo hay que ver en ellas las convulsiones inconscientes de un borracho o el juego de un animal.

El ahogado señala su presencia, como la anguila, por la aparición de burbujas en la superficie del agua. Se los captura con arpones, lo mismo que a las anguilas; el uso de garlitos o líneas de fondo resulta a este efecto menos provechoso.

En cuanto a las burbujas, se puede caer en el error por la gesticulación desconsiderada de un simple ser humano que sólo se halla en el estado de ahogado provisorio. En este caso, el ser humano no es en extremo peligroso y en todo comparable como lo hemos dicho más arriba, a un borracho perdido. La filantropía y la prudencia exigen distinguir dos fases en su salvamento: 1) la exhortación a la calma; 2) el salvamento propiamente dicho. La primera operación, imprescindible, se efectúa muy bien por medio de un arma de fuego, pero hay que estar familiarizado con las leyes de la refracción; en la mayoría de los casos, basta con un golpe de remo. Sólo queda ―segunda fase― capturar al objeto por el mismo método que a un ahogado ordinario.

Es raro que los ahogados se desplacen formando bancos, a la manera de los peces. De ello se puede inferir que sus ciencias sociales son aún embrionarias, a menos que se juzgue más simple suponer que su combatividad y valor guerrero es inferior al de los peces. Es por ello que éstos se comen a aquellos.

Estamos en condición de probar que hay un solo punto en común entre los ahogados y los demás animales acuáticos; desovan como los peces, aunque sus órganos reproductores, para el observador superficial, parezcan conformados como los de los humanos. Desovan, a pesar de esta grave objeción: ninguna ordenanza de la prefectura protege su reproducción por la veda momentánea de su pesca.

Corrientemente, un ahogado se vende a 25 francos en el mercado de la mayoría de los departamentos, constituyendo una fructífera y honesta fuente de recursos para la población ribereña. Sería pues de interés patriótico fomentar su reproducción; de lo contrario, a falta de esa medida, sería grave la tentación, para el ciudadano ribereño y pobre, de fabricar ahogados artificiales, igualmente merecedores de la prima, por medio del maquillaje por vía húmeda de otros ciudadanos vivos.

El ahogado macho, en la estación del desove, que dura casi todo el año, se pasea en su desovadora, descendiendo como de costumbre la corriente, la cabeza hacia adelante, la cintura levantada, las manos, los órganos de desove y los pies meneándose sobre el agua. Permanece de buen grado balanceándose entre las hierbas. Su hembra también desciende la corriente, con la cabeza y las piernas volcadas hacia atrás y el vientre al aire.

Así es la vida.

ALFRED JARRY

FOTO:ESPUTOVERDE*ALBEROBELLO

ESTATUAS | THOSLEAF

 

Estos días grises, al llegar a casa, mientras manipulo el coche para aparcar, suelo tener la cabeza en oscuras ideas y dejarla vagar; hasta tal punto me llega el ensimismamiento estacionando que, en ocasiones, me he pillado absorto, con el coche aún encendido, mirando como bobo el velocímetro, o la rueda del aire, o una mierda de pájaro en el cristal…

Precisamente una de esas veces que observaba atónito un cagarruto en el vidrio, volví a la realidad para cruzar mi mirada con un visitante que no esperaba encontrar, a tales horas de la noche, disfrutando de un paseo por el reciente y aún sin estrenar parador nacional que han puesto en el pueblo donde vivo… Ese visitante me observaba con la misma intensidad que, segundos antes, yo aplicaba a las defecaciones de ave, y en un primer momento, su rígidez y apariencia me dejó lívido… Se trataba, como luego pude apreciar mejor al bajarme del coche y acercarme un poco a la fachada del edificio, de una figura blanquecina situada en pose contemplativa de cara a la ventana y mirando hacia la parte de abajo de la calle; como digo, observando con exquisito interés la nada de la calle a las 2 de la madrugada, gratamente sorprendido aunque un poco avergonzado por el absurdo susto que me había llevado, me acerqué para ver un poco mejor, y ello me permitió observar, más adentro en el parador, un mayor número de individuos, todos ellos en poses que parecían haberlos inmovilizado, en momentos de tranquilidad y relajación mental; transmiten serenidad y paciencia, la paciencia de la roca, aunque, justo al marcharme, me pareció ver, por el rabillo del ojo, cierto aire que traicionaba esa calma, cierto movimiento, un deje en la pose que presentaban, que me decía algo más que toda la expresión de las inmóviles figuras; mientras caminaba pesadamente hacia las interminables escaleras de mi portal, se me ocurria repentinamente que no estaban nada mal, mis nuevos vecinos; seguramente no harán ruído por las noches, no se quejarán del ruido que hago ni mancharán el portal, seguramente no hagan nada de eso porque son estatuas de piedra, pero sabeis una cosa, será un consuelo saber que, en invierno, mi calle no será ya una calle tan solitaria, podré bajar a la calle y mantener silenciosa conversación con mis nuevos vecinos.

Una vez en casa, más tranquilo sobre el sillón, comencé a darle vueltas a esa otra sensación que me había parecido percibir, observando las esculturas; esa oscura sensación, más fuerte que la de calma, que las estatuas transmitían, ahora lo sé, era el miedo, era la reticencia, el reparo que sentían al saber que, en muy breve tiempo, la temporada alta de caza de turistas comienza en la zona, y esa calma que las estatuas han disfrutado estos largos nueve meses se verá total y absolutamente trastocada; dentro de poco, lo vacuo dejará paso a lo lleno, a lo pleno; muy pronto, en esta solitaria calle del pueblo, en que por las noches uno aparca prácticamente en la puerta de casa, se verá invadida por vehículos y gente ruidosa que violentarán, ahora ineludiblemente, la tan aprecida calma que esas estatuas han disfrutado estos tiempos; queridos vecinos míos, se acerca el verano…

THOSLEAF

FOTO:THOSLEAF

DI LLUVIA | PABLO P. LAVILLA

Salté desde el cristal de mi retina y observé la tormenta desde las cicatrices de mis manos. Mi boca exhalaba silencio, mis ojos pedían descanso. Pero el hambre no se había calmado. Recorrí mis caderas por caminos de tierra y a nado crucé ríos de barro. Acabé en el refugio de mi pie izquierdo y encontré calor en la buhardilla. Allí, escondido al fondo a la izquierda, había algo que sobresalía por su pulcredad entre tanta pared desaseada.

Me acerqué con la curiosidad del que olvidó todo lo que algún día supo y me topé con un baúl limpio, pero no brillante. Lo abrí con más facilidad de lo que pensaba y allí, en su interior, se encontraban juntos y revueltos todos aquellos sueños que nunca soñé mostrándome en sus vísceras la sonrisa que me viste desde que puedo meterme debajo de la lluvia sin preocuparme por mojarme.

Los senderos que dejamos en el cajón forman parte de nuestro sino; conforman nuestra historia jamás difundida y miramos alrededor buscando agarrarnos al aire que más fuerte nos lleve. Al fin y al cabo, esto es así. Te tiras de frente y sin pensarlo al ojo del huracán y luchas hasta que vuelves cabalgando los vientos a tu favor. Y cumpliendo cuando toca arremangarse el corazón. No hacemos más ni tampoco menos.

De regreso a mis pupilas, lancé mi vista viciosa al techo y me topé con una voz que es la mía llamándome la atención por caminar en horizontal. Clavé mis deseos en el suelo y escalé por ellos hasta ver todo lo que soy reflejado sobre todo aquello que no quise ser. Cuánto de palacio hubo siempre en las ruinas. Aprendí a base de reconstrucciones hipotéticas de vidas no deshechas.

Me recosté entre el lóbulo parietal y el frontal y en aquella bella frontera llena de humo y espuma, con la mirada perdida en el techo del cráneo, me di cuenta de que ya poseo casi todo lo que deseé en algún momento. Lo único que me faltaba era bailar nubes. Sonreí. Fin del viaje.

PABLO P. LAVILLA

FOTO:ESPUTOVERDE*ROMA