LA MIERDAMORFOSIS | PABLO LAVILLA + RUBÉN PADRÓN

Cuando Regorio Sánchez se despertó una mañana después de un sueño húmedo, se encontró sobre su cama una horrible mancha de esmegma con aspecto de meconio. En ciertas culturas translatitudinales, y en otras quizá no tan ciertas, este signo es considerado inequívocamente como el peor de los augurios, si no el peor. Pero Regorio, que era un tipo algo curioso, aunque tampoco exageradamente cultivadísimo, ignoraba estas cábalas y erudiciones y no le dio mayor importancia, ni una miaja, y se limitó a retirar la sábana bajera del colchón y a arrojarla con desdén al rincón de la ropa sucia.

Se llegó al retrete desdeñando al tipo del espejo y defecó fastuosamente, cosa de tres kilopondios de caca entre concreta y licuada. Después se echó un poco de agua del grifo por la cara, se vistió con unas prendas del montón de la ropa limpia y se fue a currar.

Regorio Sánchez se ganaba el parné barriendo pelo en la barbería de Ferpudo García, apenas a dos cuadras de su casa, pero desde que la catástrofe de la central térmica de biomasa de Estramonia dejara a toda la población rematadamente calvorota y con cabeza de rodilla apenas tenían más tarea que chismorrear con los parroquianos, ahora discapacitados capilares, que seguían pasando por allí por pura rutina y por no tener trabajo, ni nada peor que hacer.

Entró por la puerta bajo el tintineo de una campanilla oxidada.

—¿Qué tal? —saludó Fer

—Bah… ni fulastre, ni fabuloso —rezongó Regorio.

—Pues por aquí más o menos de lo mismo —dijo el otro—. De momento no hay ni medio pelo que barrer, puedes sentarte a leer las revistas, si te sale.

—¿Y me vas a pagar por ello? —replicó Regorio.

—Tampoco te voy a cobrar —sentenció Ferpudo.

Regorio se dejó caer en la bancada de plástico y agarró el primer panfleto de la cesta. Se trataba del número cuatrocientos diecisiete de la revista Hez!, de otoño del 73. Observó detenidamente la portada: Un par de odaliscas otomanas enarbolaban un cáliz como sacado de la segunda cruzada en chancletas, con un rótulo ocre parduzco que rezaba: «Los Lupanares de Bursa: Erotismo y Coprofagia en el Medievo malqueda tardío». Abrió la revista por una página al azar.

El primer artículo que se encontró fue una reseña de la novedosa Escalera de Bristol, desarrollada por el doctor en gastroenterología S. J. Lewis y el magnate coprofilántropo K. W. Heaton en la Universidad del Sudoeste de Ingleterra, en la que se detallaba escrupulosamente una clasificación en siete grados de las heces humanas en base a su consistencia de lo más didáctica; toda una maravilla de la ciencia, un avance extraordinario de suma relevancia.

El siguiente artículo, firmado por la zoóloga estrombolinesa Mónica Cafutti, describía las particularidades fisiológicas de los marsupiales de las antípodas con gran detalle. Resulta que el koala, sin irse por las ramas, se alimenta en su temprana infancia de la mierda verdosa de su mamá koala sorbiendo directamente del lanudo ojete de ésta, con el inconfundible y delicioso aroma del ocalito redigerido y excretado que eso conlleva; una delicia. Y también resulta que los uómbats pardos del sotosuelo austral tienen la pericia de esculpir sus zurullos en forma cúbica, lo cual sin duda resulta una ventaja evolutiva bastante pragmática y un interesante atractivo para adquirir sin más dilación al menos un par como mascota; por aquello de que estos dados marroncitos sean más fáciles de recoger, no caigan rodando colina abajo en caso de que la hubiere y, desde luego, por verse mucho más llamativos y exóticos que las aburridas boñigas normales. Se remataba este artículo con unas notas de la becaria adjunta Ester Colero acerca de las virtudes y bondades cosméticas de las bostas de facóquero, pero tenía una caligrafía tan mala que no se entendía apenas nada, así que Regorio pasó de largo.

De seguido, leyó un tercer y acertado ensayo metaescatológico que especulaba sobre la existencia o no del plusquamperfeckt, dado lo intangible del concepto mismo por definción. Martin Hezdegger -el autor-, parte de la premisa del perfekt, que supone la ejecución excelente de una cagada al punto que, al limpiarse uno el orificio, se encuentra con la superficie de papel higiénico absolutamente impoluta, inmaculada, incólume y tautológicamente higiénica, pudiendo entonces tirar de la cadena como único requerimiento restante para tomar la operación por consumada. Pues bien, Hezdegger va un paso más allá en la metaescatología teórica afirmando que, conocida y refutada la existencia de estos perfekt, podía inducirse, apoyándose en la Teoría de Juegos de von Neumann y Morgenstern y en los preceptos avanzados de la dinámica de fluidos, que podría practicarse un plusquamperfekt cuando el defecante en cuestión tuviera la incuestionable certeza de haber excretado un perfekt a tal nivel, que estimara del todo inútil y definitivamente innecesario el mero hecho de comprobarlo mediante la prueba del algodón o, en este caso, del papel de culo. Un genuino acto de fe por antonomasia y de suma cero. Cierra el estudio contemplando incluso la posibilidad de un plusquamperfekt que desaparezca escurriéndose por las cañerías de desagüe sin el requisito de tirar de la cadena, un plusquamperfekt plus ultra, por proponerle un calificativo; lo cual supondría quizás un progreso demasiado excesivo para la mentalidad del momento.

Por último, Regorio dio con un interesante artículo médico acerca de los trasplantes de microbiota fecal; un procedimiento mediante el cual se inyectan heces de un donante sano, previo paso por una licuadora casera, directamente en el colon del paciente por una incisión en el abdomen con una jeringa pastelera así de grande. El objetivo de esta técnica es repoblar una flora intestinal desmejorada con las bacterias, gérmenes y bacilos necesarios para su correcto funcionamiento. Algo así como con los koalas, pero por vía hipodérmica. Incluso sirve como método de adelgazamiento; todo ventajas.

—¿Has oído esto, Fer? —dijo Regorio.

—¿Lo cuálo?

—Esto que pone aquí de los implantes de caca para mejorar la fauna intraestinal.

—¡Ah, pues claro! —respondió Ferpudo con cara de sinalefa— Conozco a un tipo que se injertó mierda de artista y desde entonces caga acuarelas y bodegones.

—Pues a mí no me vendría nada mal darles un giro a mis deposiciones —declaró Regorio—. Estaba pensando en algo musical. Estilo fagot o así.

—Yo te recomendaría más bien la hez de gimnasta; aumentaría tus cualidades psicomotrices, y la elasticidad en lo menos un setenta por ciento.

—Eso serían demasiadas moléculas para mí —replicó Regorio—, ¿qué opinas de la mierda de un uómbat?

—Uf, esa es carísima.

—Bueno, de todas formas, no gano lo suficiente para costearme el tratamiento —se lamentó Regorio— aunque se tratara de la mierda de un mendigo.

En ese mismo instante, se levantó una ventolera estupenda que abrió la puerta con tremendo escándalo y el tintineo quejumbroso de la campanilla oxidada, a la par que sendos relámpagos, fulguraron al unísono escoltados por sus respectivos tronares y la inesperada aparición de una siniestra figura en el umbral; como en una falacia de lo más patética.

—¡Vengo a cortarme los pelos! —exclamó el extraño de bata beige con un aliento de sarro funesto.

—Lo primero, buenos días —respondió Fer iracundo—, lo segundo, ¿qué pelos? Eso no posible es.

—Pues estos cuatro y medio que me crecieron por esta parte de aquí —señalándose la cocorota deslucida—, fruto de un experimento de fertilidad en el cual trabajo.

—¿Y por qué no se los corta Ud. mismo?

—Pues porque soy doctor, maldita sea, no peloquero. No entiendo una sola palabra en lo que respecta a rasurar cabezas.

—Vale, siéntatese justo aquí —apuntó a la butaca agarrando unas tijeras de níquel—, ahora mismo se los liquido en un periquete.

Ferpudo se puso zarpas a la obra con evidente fascinación. Hacía años que no veía un solo pelo, ni la más leve pelusa, desde antes de la calamidad de la central de Estramonia.

—Vaya, hacía años que no veía un solo pelo —mencionó entonces, acariciando la barbilampiña cabellera—, ni la más leve pelusa. ¡Qué maravilla! Debe de ser vosted un genio.

—¡No, qué va! —dijo humilde el doctor— Eso no es nada. Deberías ver mis avances en materia fecal. Estoy desarrollando un procedimiento alternativo de permuta de masa gástrica que revolucionará la Ciencia y me arrojará de lleno a los anales.

—¿Qué es eso de permuta de masa gástrica? —preguntó Fer.

—Fundamentalmente un trasplante de heces normal y corriente, pero dicho de un modo más ciencioso —aclaró el doctor, atusándose el pelambre.

—Vaya, eso me interesa —interrumpió de pronto Regorio, interesado—, ¿y por cuánto me saldría someterme a ese procedimiento tan alternativo?

Al doctor se le afiló el rostro y un viso maloso refulgió en su estrábica mirada.

—Bueno —masculló entre muelas—, aún está en fase experimental, ya sabes, primero tendría que comprobar una serie de datos, realizar los ajustes pertinentes…

—¿Experimental? —inquirió Regorio—, eso suena a peligroso de cojones.

—¡No, qué va! —respondió el doctor—, suena a experiencia. Y a mental; cosas buenas —aclaró.

—Pues aquí tengo diecisiete rixdales, diecisiete, no más —pujó Regorio, convencidísimo.

—Venga, dale —aceptó el otro.

—¿Y te vas a ir así, sin más, con un completo desconocido que ni siquiera es calvo del todo? —espetó Ferpudo, advirtiendo que se le escapaba el primer cliente en décadas.

—Soy el doctor Phulanus, coloproctólogo forense de la Universidad de Mariboro, en la Actual Antigua Yugoslavia; a su servicio de caballeros —se presentó Phulanus.

—A mí me vale —dijo Regorio.

—¡Pues coge tu sombrero, póntelo, y fuímonos a mi laboratorio secreto pero tal que ya mismo! —apremió Phulanus.

Y tal que así se fueron Regorio y el doctor Puhulanus, mientras Ferpudo García les despedía desde el umbral agitando en alto su puño enfurecido.

Caminaron largamente por las retorcidas calles del epiperímetro de Koboldo y no se llegaron hasta bien pasada la hora de la merienda. El laboratorio ocupaba un decaído garaje situado entre sendos solares humeantes y una ciénaga pantanorrorosa.

—Vaya, aquí huele a mierda, pero mal —declaró Regorio.

—Pues espera a olerlo por dentro —respondió Phulanus.

El doctor levantó la persiana galvanizada y del interior emanó una vaharada inmunda y masticable que parecía provenir de las mismísimas letrinas del infierno, una mezcla entre sulfuro de mierda y lo que cagaría un oso hormiguero de cloaca con paperas cebado con durianes podridos. Regorio se oyó gritando: “¡Qué son esos malditos animales!”. Y cayó desmayado por la peste.

Se despertó un rato después con un dolor de cabeza feísimo y amarrado a una camilla mugrienta en posición de litotomía. Miró a su alrededor: El laboratorio del doctor Phulanus parecía una mazmorra de serie B, húmeda, oscura y repleta de trastos y cachivaches ordenados de forma aleatoria. En los estantes había tarros con fetos en formol, instrumental diverso, más tarros con glándulas y úlceras también en formol, un primoroso repertorio de cánceres, una más que encantadora colección de cuchillos bien filosos y un abanico multicolor de enjundias, substancias y productos.

De esto que aparece el doctor Phulanus.

—Vaya, no pensé que fueras a despertarte —dijo—. Pues ya es mala suerte, porque se acaba de terminar el sedante —confesó, relamiéndose los labios y dejando sobre la mesa una botella vacía de anestesia Romanova.

—¡Suéltame, hijo de puta! —gritó Regorio.

—Me temo que no puedo hacer eso —agarró una manguera hedionda y la conectó a una válvula hidráulica—. Verás, yo siempre fui un chico enfermo. De niño tenía paperas como dieciséis veces al año, de adolescente padecí una macedonia de síndromes y fimosis múltiple, y ya de adulto tuve que lidiar con la terrible alopecia y el pie de atleta —pulsó una serie de botones y las agujas de los indicadores se menearon tal que así—.  Por eso dediqué décadas al estudio y a la investigación, a veces haciendo uso de métodos un poco censurables, para, finalmente dar con el color natural de la resolución: Un organismo cualquiera que detentara un cóctel de bacterias escogidas en perfecto y ario equilibro dentro de su sistema gastrointestinal podría desarrollar una serie de cualidades como son la inmunidad frente a cualquier patología, el incremento de las capacidades físicas y psíquicas, e incluso la inmortalidad perpetua —aumentó la presión del aparato haciendo girar una ruedecilla de plástico, un silbido espantoso anegó la hedionda atmósfera del laboratorio y la máquina expulsó un hongo de vapor marronáceo verdoso.

—¡Estás majareta, fulano! —exclamó Regorio, intentando zafarse de sus ataduras.

—¡Y tanto que sí! —carcajeó Phulanus, haciendo una mueca rara.

Blandió el doctor el otro extremo de la manguera y, sin más, se la incrustó a Regorio por el gaznate hasta el píloro.

—¡Alégrate, compinche! —dijo— ¡Pronto serás el primer Übermacht de toda la Historia! Pero antes he de practicarte un lavado bacteriológico de la cavidad abdominal, esto es bombearte agua con enzimas por lo que viene siendo tu tracto digestivo, ¡Bon appétit! —y accionó una palanca con pinta de importante.

El poderoso chorrazo de agua con aditivos atravesó los intestinos de Regorio, que se revolvía impotente y lleno de dolor en la camilla, sin poder gritar, ni hacer nada de nada. Tras unos segundos en los que la tripa de éste fue hinchándose de manera calamitosa y poco sana a ojos vista, hasta desbordarse, y otro chorro parecido, pero en marrón mostaza, salió despedido como un géiser fangoso por el mismísimo culo de Regorio.

Phulanus volvió a trastear con los comandos de la consola y redujo la presión, como bien señaló la aguja del manómetro, hasta que el manantial anal de Regorio cesó.

—Estupendo —notificó—. Ahora viene la parte complicada— alcanzó otra manguera conectada a un tanque descomunal y se la enchufó a Regorio entre las nalgas—. Como ya dije, para un sistema inmunitario óptimo se necesita una macedonia de bacterias de lo más variada. Este tanque de aquí está anexionado a la red de alcantarillado de la ciudad. La mayor mezcolanza de mierdas imaginable justo debajo de nuestros pinreles; una mina. Estás a punto de convertirte en un auténtico dios entre los hombres.

Regorio pensó entonces en lo feliz que hubiera sido cagando acuarelas y bodegones o incluso defecando dados de uómbat meramente por echarse unas risas, y entonces el doctor Phulanus apretó el botón más terrible de todos: el de color chocolate.

Sucedió un estruendo, como un borboteo pastoso, y el vientre de Regorio volvió a inflarse de manera desproporcionada. Las tripas se le apretujaron entre sí con terribles sacudidas peristálticas, las petequias de sus ojos se le tiñeron de la tonalidad del barro y tal que así se le salieron de las cuencas con sendos chasquidos sordos, plop-plop, y de sus orejas salieron disparados perdigones de cerumen manchados de caca en todas direcciones. Un espectáculo francamente desagradable.

El doctor Phulanus fue a apagar la maquinaria, pero ocurrió una suerte de cortocircuito y aquello empezó a soltar un humo nefasto al tiempo que seguía bombeando batido de cagarrutas en los adentros del desdichado Regorio hasta que, por fin, éste explosionó en una millonada de pestíferos pedazos, manchándolo todo de inmundicia sanguinolenta y dejando el laboratorio hecho un completo desastre, un auténtico ascazo.

—Vaya, pues se hizo mierda —lamentó Phulanus, enjugándose la cara con la manga de la bata.

Y marchó a la fierrotería a por una manguera nueva con la que limpiar aquel estropicio.

PABLO LAVILLA

RUBÉN PADRÓN