TUCIBI | MIGUELO GUARDIOLA

Salí de la habitación con calma, aparentada, pero calma a fin de cuentas. Es cierto que ya en ese momento me sorprendió que el Padre Lanthimos estuviera sodomizando una gallina en el pasillo, pero su cordial saludo hizo que me pareciese una escena rutinaria. Doblé la esquina para dirigirme al pasillo F4. Me encanta ese pasillo, bueno, en realidad es exactamente igual que todos los del hotel, pero es en ese dónde está el cuadro más fascinante que he visto en mi vida. Es un lienzo de tamaño estándar, que no sé a cuántos centímetros cuadrados equivale eso, en el que está representada una escena loquísima: todo es como si fuera este mismo hotel, ¿vale? A la izquierda del cuadro hay un encargado de mantenimiento abriendo o cerrando con llave una puerta y a través de la pequeña rendija que queda, se intuye la silueta de una especie como de perrito caliente gigante; el tipo transmite bastante sosiego a pesar de lo que hay más allá en el cuadro; a la derecha del todo, en la otra punta, hay una bruma negruzca, como el humo de quemar un plástico, repleta de ojos rojos, que parece estar brotando de la habitación 615, no sabría decir si son varias criaturas o una sola, es bastante inquietante; pero mi parte favorita del cuadro es justo la central, ahí hay un amasijo de cadáveres sin orden aparente, pero tan grande que parece imposible que el conserje no lo haya visto o que una extraña neblina los haya matado, pero, sin duda lo más loco es que debajo de esa pila mortuoria hay un hombre con cara de agobio intentando coger algo del bolsillo de sus vaqueros mientras espera que el bedel acuda a salvarle o ese algo nebuloso lo devore…

—Es tucibi.

—Qué?

—Lo que el tío ese está buscando en el bolsillo.

—¿Qué?

—Sí, fíjese bien. ¿No ve una línea rosa en el bolsillo?

Ahora sí que lo veía, lo que pasa es que yo no tenía ni idea de qué diantres era el tucibi. De lo que tenía aún menos idea era de cómo había sabido el Doctor Dupieux que era justo eso lo que me estaba preguntando y tampoco tenía la más mínima certidumbre sobre por qué sabía él que esa línea rosa era la movida aquella. Me giré para pedirle que me explicara qué se suponía que era el tucibi, pero cuando lo hice sólo me dio tiempo a ver cómo se despedía con la mano mientras las puertas del ascensor se cerraban.

Abandoné la visión del cuadro para continuar mi camino. Bajé por las escaleras hasta llegar a la segunda planta. Por el camino me crucé con el General Korine, que iba tan apresurado que ni me saludó. Salí al larguísimo corredor cubierto que rodeaba esa fachada del edificio y me dirigí a la máquina de hielo que había al fondo, aparentando calma aunque sabía que nadie me veía. Llegando a la máquina me eché la mano al bolsillo y descubrí con desagradable sorpresa que mi cartera no estaba allí. Otra vez vuelta a la habitación tratando de disimular mi intranquilidad.

Salí de la habitación, ahora ya sí con la cartera en el bolsillo y es cierto que me sorprendió de nuevo el violento exhibicionismo del Padre Lanthimos, que ahora le practicaba una felación a un manatí. Pero el amistoso saludo del animal hizo que me pareciera que todo estaba en orden. Tiré por el pasillo F4 hasta que llegué al cuadro, me quedé mirándolo, con la esperanza de que el Doctor Dupieux volviera a aparecer y me ilustrara sobre el tucibi. Pero en su lugar apareció el General Korine, tan apresurado como antes y mascullando algo así como que no había seiscientos quince. De nuevo ni me saludó. Como el Doctor no aparecía, doblé la esquina y bajé por las escaleras hasta la segunda planta. Salí al corredor y entonces vi al Doctor entrando en su coche en el aparcamiento, me saludó con la mano justo antes de cerrar la puerta, por lo que seguía sin saber qué era el tucibi. Llegué a la máquina de hielo, eché mano a la cartera y entonces me di cuenta de que esa no era la máquina de hielo. Ya empezaba a ser incapaz de impostar la calma, pero deshice el camino a ver si me encontraba.

No sé cómo lo hice, pero llegué a la habitación sin ser consciente de en qué punto me había equivocado al bajar. Revisé que todo estuviera en orden y volví a salir del cuarto, con el pensamiento informático en la cabeza de que entrar y salir haría que esta vez todo marchara bien. Es cierto que me impactó descubrir al Padre Lanthimos besuqueando el cuello de un canguro vestido de personaje de anime, pero el repentino sprint que el General Korine hizo para tirarse por la ventana del pasillo mientras gritaba que sólo eran cinco pisos y no seis tuvo un efecto amnésico en mí. No era la primera vez que el General bajaba a recepción por la vía rápida, aunque siempre consigue que me sorprenda.

Bajé por las escaleras hasta la segunda planta, doblé la esquina y llegué al pasillo F4. No pude evitar echar un vistazo más al desconcertante cuadro, pero no me detuve demasiado. No por falta de ganas sino porque sabía que Dupieux no se hallaba en el hotel y eso me condenaba a seguir sin resolver mis dudas sobre el tucibi. Salí al corredor y avancé hasta la máquina de hielo que ahora sí era la máquina de hielo. Saqué la cartera del bolsillo con la satisfacción de saber que por fin iba a apaciguar aquello que me impedía mantener la calma. Entonces me di cuenta de que no había traído nada para transportar el hielo. Estaba jodido. No pensaba volver a la habitación sin mis cubitos. Estaba a punto de hacer una especie de hatillo con mi camiseta cuando una mano llamó mi atención dándome unos golpecitos en el hombro. Era el Doctor, que me tendía una cubitera con el precio puesto. Quise preguntarle de una vez por todas qué era el condenado tucibi, pero Dupieux me hizo callarme poniendo su dedo índice sobre mis labios para luego alejarse lentamente andando de espaldas, hasta que llegó a las escaleras y comenzó a subirlas hacia atrás, como en un mal sueño.

Regresé a la habitación con la cubitera a rebosar. Cerré la puerta tras de mí con el pie como quien llega a casa con un ramo de flores y una botella de champán en la otra mano. Allí estaba él esperándome en la bañera, con la disfunción eréctil de un ducados negro ya consumido en la boca. Me arrodillé y comencé a distribuir los hielos estratégicamente mientras me juraba a mí mismo que no volvería a ocurrirme esto. Aquel pobre salmón no se merecía un final tan trágico.

MIGUELO GUARDIOLA

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