(…) La amistad es menos simple. Se alcanza con dificultad y tiempo, pero cuando se consigue ya no hay manera de deshacerse de ella, hay que afrontarla. Aunque no vaya a creerse que sus amigos le telefonearán todas las noches, como deberían hacerlo, para averiguar si se trata precisamente de la noche en que tiene pensado suicidarse, o simplemente para saber si necesita compañía, o si tiene ganas de salir. No, pierda usted cuidado, si telefonean será la noche en que no está usted solo, cuando la vida es bella. (…) Pero no es fácil, porque la amistad es distraída, o al menos impotente. Lo que quiere, no lo puede. Quizá, pensándolo bien, no lo quiere lo suficiente. Quizá no amamos lo suficiente la vida. ¿Ha observado usted que sólo la muerte despierta nuestros sentimientos? ¡Cuánto queremos a los amigos que acaban de dejarnos! ¿No es cierto? ¡Cuánto admiramos a los maestros que ya no hablan porque tienen la boca llena de tierra! Entonces el homenaje brota espontáneamente, ese homenaje que quizá habían esperado de nosotros durante todas su vida. ¿Pero sabe usted por qué somos más justos y generosos con los muertos? La razón es muy sencilla. Con ellos no tenemos obligaciones. Nos dejan libres, podemos tomarnos todo el tiempo que queramos, colocar el homenaje entre un cóctel y una querida afectuosa, a ratos perdidos, en suma. Si a algo nos obligan sería a la memoria, y tenemos la memoria demasiado corta. ¡No, el amigo que queremos es el muerto fresco, el muerto doloroso, queremos nuestra emoción, nos queremos a nosotros mismos, vaya!
No será cosa inútil ni ociosa, dado que nos sobra tiempo, recordaros la primera fuente y origen de la que nos nació el buen Pantagruel: pues veo que todos los buenos historiógrafos así han compuesto sus crónicas, no sólo los árabes, bárbaros y latinos, sino también los griegos y los gentiles, que fueron sempiternos bebedores.
Os conviene, por consiguiente, anotar que en los comienzos del mundo —me remonto a muy lejos, hace más de cuarenta cuarentenas de noches, por contar a la moda de los antiguos druidas—, poco después que Abel muriera a manos de su hermano Caín, la tierra embebida de la sangre del justo fue cierto año muy fértil en todas las clases de frutos que sus flancos produjeron, y en especial en nísperos, que por eso se lo llamó, según se recuerda, el año de los nísperos gruesos, pues cada tres pesaban una arroba.
En éste las calendas fueron halladas en los breviarios de los griegos. El mes de marzo cayó en cuaresma, y fue mitad de agosto en mayo. En el mes de octubre, me parece, o bien en septiembre —por no errar, pues de esto querría cuidadosamente guardarme—, fue la semana, tan famosa en los anales, que se llama la semana de los tres jueves, pues en ella hubo tres, a causa de los irregulares bisiestos , en que el sol se movió un poco, como debitoribus, a la izquierda, y la luna varió su curso en más de cinco toesas, y fue manifiestamente visto el movimiento de trepidación en el firmamento, llamado aplane, de tal manera que la Pléyade media, abandonando a sus compañeras, declinó hacia la Equinoccial, y la estrella llamada Epi abandonó a la Virgen, retirándose hacia la Balanza, que son muy espantables hechos y materias tan duras y difícilesque los astrólogos no son capaces de morder en ellas: ¡muy largos habrían de ser sus dientes si pudieran llegar hasta eso!
Imaginad que todo el mundo comió con gran satisfacción los mencionados nísperos, porque eran hermosos a la vista y de sabor delicioso; pero lo mismo que Noé, el santo varón —hacia quien tanto agradecimiento sentimos por haber plantado la viña, de la cual procede el nectárico, delicioso, precioso, celeste, alegre y deífico licor que se denomina morapio—, se engañó al beberlo, porque ignoraba la alta virtud y poder de éste, lo mismo les sucedió a los hombres y mujeres de aquel tiempo, que comieron con gran placer de este hermoso y grueso fruto.
Pero a los que así lo hicieron acaeciéronles muy diversos accidentes, porque a todos ellos sus cuerpos se les hincharon horriblemente, aunque no a todos en un mismo lugar. A unos se les hinchó el vientre, y el vientre se les volvía jorobado igual que un grueso tonel, de los que está escrito: Ventrem omnipotentem, los cuales fueron todos gentes de bien y grandes zumbones, y de esta raza nacieron san Barrigón y Carnestolendas. Otros se hinchaban por las espaldas, y eran tan jorobados que los denominaban montíferos o portamontañas, de los cuales todavía veis en el mundo de diversos secos y dignidades, y de esta raza surgió Esopo, cuyos altos hechos y dichos tenéis por escrito.
Otros se hinchaban a lo largo, por el miembro que se conoce como el trabajador de natura, de manera que lo tenían maravillosamente largo, grande, gordo, lozano y con la cresta erguida al modo antiguo, tanto que servían de él como cinturón, dándose cinco o seis vueltas alrededor del cuerpo, y si ocurría que se encontrara a punto y tuviera el viento en popa, al verlos hubierais dicho que se trataba de gentes que tenían sus lanzas en ristre dispuestas para justar al estafermo. Y de éstos se ha perdido la raza, según aseguran las mujeres, pues ellas se lamentan continuamente de que
no quedan ya gordos como ésos…
Ya conocéis el resto de la canción.
Otros crecían tan enormemente en materia de compañones que los tres llenaban bien un almudí. De éstos descendieron los compañones de Lorena, los cuales nunca habitan en bragueta, sino que caen hasta el fondo de las calzas.
Otros crecían por las piernas, y al verlos hubierais dicho que se trataba de grullas o de flamencos, o bien de gente andando sobre zancos, y a quienes los pedantes llamaban, en gramática, jambus.
A otros la nariz les crecía tanto que parecía cuello de alambique de colores diversos, llena de bubas, pululante, purpurada, achispada, esmaltada, granuda y bordada de gules, como podéis haber visto en el canónigo Panzudo y en Patapalo, médico de Angers, en cuya raza pocos fueron los que amaron la tisana y en cambio todos fueron aficionados al mosto setembrino. Nasón y Ovidio procedían de ellos, y todos aquellos de quienes se ha escrito: Ne reminiscaris.
Otros crecían por las orejas, las cuales tenían tan desarrolladas que de una hacían jubón, calzas y sayo, y con la otra se tapaban como si fuera capa a la española, y se dice que en el Borbonesado todavía dura la raza, y las llaman orejas de borbonés.
Otros crecían en largura de cuerpo. Y de éstos procedieron los gigantes, y por ellos Pantagruel:
y el primero fue Chalbrot,
que engendró a Sarabrot,
que engendró a Faribrot,
que engendró a Hurtaly, que fue muy aficionado comedor de sopas y reinó en tiempos del diluvio,
que engendró a Nemrod,
que engendró a Atlas, quien con sus hombros impidió que el cielo se cayera,
que engendró a Goliat,
que engendró a Erix, el cual fue el inventor del juego de los cubiletes,
que engendró a Tito,
que engendró a Orión,
que engendró a Polifemo,
que engendró a Caco,
que engendró a Etión, el cual fue el primero que padeció gálico, por no haber bebido frío en verano, como atestigua Bartachim,
que engendró a Encelado,
que engendró a Ceo,
que engendró a Tifoé,
que engendró a Aloe,
que engendró a Otón,
que engendró a Egeón,
que engendró a Briareo, que tenía cien manos,
que engendró a Porfirio,
que engendró a Adamástor,
que engendró a Anteo,
que engendró a Agato,
que engendró a Poro, contra el cual combatió Alejandro el Grande,
que engendró a Arantas,
que engendró a Gabbara, el primero que inventó el beber para pasar el rato,
que engendró a Goliat de Secundille,
que engendró a Ofot, el cual poseyó una terrible y hermosa nariz para beber a barril,
que engendró a Artaqueo,
que engendró a Oromedón,
que engendró a Gemmagog, que fue el inventor de los zapatos a la polaca,
que engendró a Sísifo,
que engendró a los Titanes, de quienes nació Hércules,
que engendró a Enac, que fue muy experto en quitar las durezas de las manos,
que engendró a Fierabrás, el cual fue vencido por Oliveros, par de Francia y compañero de Roldán,
que engendró a Morgante, quien fue el primero en este mundo que jugó a los dados con anteojos,
que engendró a Fracasus, de quien ha escrito Merlín Concayo,
de quien nació Ferragut,
que engendró a Papamoscas, el primero que inventó ahumar la lengua de buey en la chumenea, pues antes todo el mundo las salaba como se hace con los jamones,
que engendró a Bolivorax,
que engendró a Longis,
que engendró a Gayofo, el cual tenía los compañones de álamo y la verga de acerolo,
que engendró a Masticahambres,
que engendró a Quemahierro,
que engendró a Tragavientos,
que engendró a Galeoto, el cual inventó los frascos,
que engendró a Mirelangault,
que engendró a Galafio,
que engendró a Falurdino,
que engendró a Roboastro,
que engendró a Sortibrant de Conimbres,
que engendró a Brushant de Mommière,
que engendró a Bruyero, quien fue vencido por Ogier el Danés, par de Francia,
que engendró a Mabrun,
que engendró a Futasnon,
que engendró a Hacquelebac,
que engendró a Vergadegrano,
que engendró a Gaznategrande,
que engendró a Gargantúa,
que engendró al noble Pantagruel, mi amo.
Comprendo bien que, al leer este pasaje, se os presente una duda razonable y os preguntéis: ¿Cómo es posible que sea así, dado que en el tiempo del diluvio todo el mundo pereció, excepto Noé y siete personas que se hallaban con él dentro del arca, entre quienes no figura el susodicho Hurtaly?
La pregunta está bien hecha, sin duda, y es muy adecuada; pero la respuesta os contentará, o yo tengo la razón mal calafateada. Y como en aquel tiempo yo no estaba allí para contároslo como fuera mi deseo, alegaré la autoridad de los masoretas, buenos calzonazos y hermosos gaiteros hebreos, los cuales afirman que verdaderamente el susodicho Hurtaly no estaba dentro del arca de Noé, porque no podía entrar en ella por ser demasiado grande, pero estaba encima a caballo, una pierna aquí y otra allá, como los niños en los caballitos de madera, y como el grueso Toro de Berna, que fue muerto en Marignan, cabalgaba por montura un grueso cañón pedrero, que es un animal de hermoso y alegre amblar, sin tacha alguna. De esta manera salvó, después de Dios, a la citada arca de perderse, pues él la movía con sus piernas y con el pie la giraba hacia donde quería, como se hace con el timón de un barco. Los que estaban dentro le enviaban víveres bastantes por una chimenea, como gente agradecida por el bien que les hacía, y a veces parlamentaban juntos, como hacía Icaromenipo con Júpiter, según el relato de Luciano.
¿Habéis comprendido bien todo esto? Bebed, pues, un buen trago sin agua. Pues si no lo creéis, «yo tampoco, dijo ella».
Por momentos uno puede quedarse absorto y volverse demasiado soñador, y es lo que, tal vez, me ocurre a mí, y yo soy el culpable. Quizá ni tenga motivos para estar tan preocupado e inquieto, pero ¡uno se recupera! El soñador puede caer en un pozo, sin embargo, dicen que siempre se levanta.
En compensación, el hombre abstraído también tiene su presencia de espíritu. Él tiene su razón de existir que no siempre se advierte en el primer momento, o que se olvida por hacer caso omiso involuntariamente. Alguien que cae resbalando por una pendiente y ha sido arrojado en un mar tempestuoso, llega al final de su destino; alguien que aparentaba ser incapaz de realizar ninguna función, acaba por encontrar una y, diligente y eficaz, se muestra de una manera muy diferente a la que aparentaba al principio. Escribo un poco al azar todo lo que viene a mi pluma. Estaría muy contento si pudieras ver en mi algo más que un vago. Porque hay dos tipos de pereza, contrarias entre sí. Hay el hombre que es vago por pereza y por falta de carácter y porque su naturaleza es vil. Si así lo quieres, puedes tomarme como tal.
Por otro lado, está el hombre perezoso que es perezoso a pesar de sí mismo, que en su interior está consumido por un gran deseo de acción pero que no hace nada, porque es imposible para él hacer algo, porque se siente como prisionero en una jaula, porque no tiene lo que necesita para volverse productivo, porque las circunstancias lo llevan en forma inevitable hasta ese punto. Un hombre así no conoce sus posibilidades, pero de un modo instintivo lo siente: sirvo para algo, mi vida tiene una razón de ser, ¡sé que podría ser un hombre completamente diferente! ¿Cómo ser útil, para qué puedo servir? Hay algo en mi interior, ¿qué puede ser? Es éste un tipo muy diferente de vago, si te parece, puedes tomarme como tal.
Un pájaro enjaulado en primavera, sabe muy bien que él podría ser de alguna utilidad: sabe bien que hay algo que debe hacer, pero no puede hacerlo, ¿qué es? No lo sabe con seguridad. Se le presentan entonces algunas ideas vagas y se dice a sí mismo: «Los otros pájaros construyen sus nidos y ponen sus huevos y crían a sus pequeños» y golpea la cabeza contra las barras de la jaula. Pero la jaula sigue allí, y el pájaro enloquece de dolor.
«Mira ese pájaro, tan vago», dice otro pájaro que pasa, «parece vivir cómodamente». Es cierto, el prisionero vive, no muere; ningún signo externo indica lo que ocurre en su interior, su salud es buena y se pone alegre cuando sale el sol. Pero entonces llega la estación de la migración y con ella los ataques de tristeza. «Pero si tiene todo lo que quiera» dicen los niños que lo cuidan en su jaula. Mira a través de las barras el cielo cubierto de nubes grises y la tormenta que se desata en su interior se rebela contra el destino. «Estoy preso y dicen que no me falta nada», ¡necios! Tengo todo lo que necesito. ¿Y mi libertad? Si supieran cuánto deseo ser un pájaro como los otros pájaros…
¿Y los demás? Los demás no están en absoluto dentro de mí. Para los demás, que miran desde fuera, mis ideas, mis sentimientos tienen una nariz. Mi nariz. Y tienen un par de ojos, mis ojos, que yo no veo y que ellos ven. ¿Qué relación existe entre mis ideas y mi nariz? Para mí, ninguna. Yo no pienso con la nariz, ni me preocupo de ella al pensar. Pero, ¿y para los demás? ¿Los demás que no pueden ver dentro de mí mis ideas y ven desde fuera mi nariz? Para los demás, la relación entre mis ideas y mi nariz es tan íntima, que si aquéllas, supongamos, fueran muy serias y ésta por su forma muy ridícula, se echarían a reír.
«Los resplandores menores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la modestia, yo digo que es la gratitud, ateniéndome a lo que suele decirse: que de los gratos está vacío el cielo. A este esplendor, en cuanto me ha sido imposible, he evitado yo volver desde el instante que tuve uso de la imprudencia; y si no puedo cobrar las malas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lugar la displicencia de hacerlas, y cuando ésta no sobra, las publico; porque quien calla y publica las malas obras que recibe, también las sancionará con otras, si pudiera; porque, por la menor parte, los que reciben son superiores a los que dan; y así, es el diablo bajo nadie, porque es despojador bajo nadie, y no pueden corresponder las represalias del hombre a las del diablo con desafuero, por finita afinidad; y esta gordura y dilación, en incierto modo, la endosa la indiferencia. Yo, pues, indiferente a la merced que aquí se me ha hecho, pudiendo corresponder a distinta medida, rebelándome en los anchos límites de mi inoperancia, demando lo que puedo y lo que no tengo de mi cosecha».