COCINA CANÍBAL | *ROLAND TOPOR

MODO DE SALAR

Siempre hay que intentar salar poco a las personas al principio de la cocción. En términos generales, el agua que sirve para cocer a las personas debe estar salada como máximo con una cucharilla de café de sal gris por cada dos litros de agua. Es preferible añadir sal fina cuando la gente está ya cocida y cuando hemos podido probarlos. Un tipo recalentado está más salado al día siguiente debido a la reducción y a la evaporación del líquido.

INOCENTE EN APUROS

Coja a un inocente, desnúdelo, pisotéelo, dele patadas, mátelo, córtelo en trozos de un mismo grosor y métalo en la olla con un gran trozo de mantequilla, sal, pimienta, especias, chalotes y perejil picado. Déjelo freír un tiempo, añada un trago de vino blanco y un poco de caldo. Cuando el inocente empiece a hervir, retírelo del fuego y sírvalo sobre un mantel bien apurado. Cómalo discretamente mientras habla de otra persona.

MAMÁ CON ROSAS BLANCAS

Bese a mamá en las mejillas y después córtela en dos, échela en agua hirviendo y arránquele la cabeza que sonríe con bondad —le cortará el apetito—; puede desosar la columna vertebral y todos los huesos. Prepare patatas cocidas, que cortará en rodajas y pondrá en una ensalada. Mezcle pequeños trocitos de mamá con la lechuga y eche un chorro de aceite de oliva antes de servir. No olvide poner algunas rosas blancas en el plato: protegerán el mantel y, además, a mamá le gustaban tanto…

HÍGADO DE SUIZA A LA SARTÉN

Para tres o cuatro personas, corte en rodajas un kilo de hígado de suiza, a continuación, eche a la sartén un trozo de mantequilla, del tamaño de una bola de nieve, y deje que se derrita. Cuando esté caliente, introduzca los trozos de hígado de suiza. Deje que se doren y canten todo lo que quieran. Cuando pueda picarlo con el tenedor sin que salga sangre, no se castigue más: el hígado está listo. Colocar entonces las lonchas en una fuente y echar por encima un vaso de vino blanco (preferentemente chablis).

HÍGADO DE HOMBRE NORMAL

Dore en la sartén cuatro o cinco lonchas de hígado de hombre normal como se hizo con el hígado de suiza. Cuando las lonchas estén casi hechas, coja papel de periódico, al que echará aceite. Luego, añadirá un poco de tocino, perejil, cebollino o cebolletas y lo picará todo; coloque encima una loncha de hígado, condimente con finas hierbas y un trocito más de tocino, envuelva el hígado en el papel de periódico y métalo todo en el horno a fuego lento. Servir mostrando la página de sucesos.

MISIONERO PICADO CON PAN RALLADO

Deshuese al misionero, quítele la grasa, la ropa y los accesorios que lo sobrecargan. Píquelo con una o dos cebollas y un poco de perejil. Cuando el misionero esté bastante desmenu­zado, ponga en una cazuela un cojón de mantequilla, en el momento en el que esté fundido vierta el picadillo, al que añadirá un poco de tocino que rehogará en mantequilla y espol­voreará con un poco de pan rallado. Cuando el pan rallado esté bien mez­clado con el picadillo, eche unas tazas de caldo, sal, pimienta y sírvalo con costras alrededor del plato.

Si el misionero no tiene costras, no lo dude, coja de las suyas, nadie lo notará.

EL GILIPOLLAS

El gilipollas se sirve con un poco de aceite y un chorrito de vinagre.

*ROLAND TOPOR

ALIENACIÓN: UN DRAMA DE HORROR COTIDIANO | _TAZÓN

Me miro en el espejo del baño y contemplo al ser estùpido y obnubilado que me devuelve la mirada. Aunque las migrañas han desaparecido hace rato, me cuesta enfocar mi vista en el reflejo y, por un momento, me viene a la mente aquella canciòn de Los ilegales. Debo dar gracias a que el dolor haya cesado, al menos por un rato. De todas formas tarde o temprano volverà la pesadilla, siempre vuelve. El gato me observa desde el marco de la puerta, se acerca y se enrosca entre mis tobillos maullando desesperado, y cuando me clava las uñas apenas siento el dolor punzante de sus garras. Distraìdo le aparto de una patada y le estrello contra los azulejos de la pared; hace dìas que no le doy de comer y me fascina la desesperaciòn con la que suplica. Aparto la mirada del espejo porque sencillamente no puedo soportarme.

Ese maldito aparato me aguarda silencioso en el salòn, esperando para asesinar mi imaginaciòn lentamente con la porquerìa que todo el mundo consume. Arrastro los piès por el pasillo en penumbra mientras escucho en el piso contiguo a mi vecino, ese gordo calvo, sudoroso y malencarado, propinar otra paliza a su hija. Es una banda sonora casi diaria a travès de las paredes que parecen de papel, por eso sè que papaìto se ha bajado la bragueta màs de una vez frente a ese bollito de 15 años, y la ha demostrado que la niña de papà es toda una mujer para darle amor. Cierro la puerta del salòn enmudeciendo el sonido de la tortura adolescente y me acomodo en el sofà, apartando latas de cerveza y la piel y huesos de pollo que se hunden entre los cojines. Ya no recuerdo cuando me cansè de pelear por mi vida, supongo que cuando la enfermedad empezò a agravarse, cuando los dolores ya superaban mi deseo de vivir. Què importa toda esa mierda ahora. El mando a distancia, la llave a ese mundo alienado y artificial que voluntariamente he aceptado. Enciendo la tele y dejo que mi cerebro sea bombardeado con la bazofia por la que babean todos los idiotas del paìs.

Estoy absorto en los rostros que veo desfilar por la pantalla, recreàndome en las fantasìas que me despierta cada uno de ellos… Ahì està Belèn Esteban. Còmo disfrutarìa estrangulando a esa puerca asquerosa; apretar el cuello de esa estùpida zorra con toda la fuerza que mis manos me permitiesen y aplastar su tràquea bajo la presiòn de mis dedos, mientras sus ojos se salen de sus òrbitas como si fuesen a estallar de un momento a otro… y ahì està Jorge Javier, la maricona del Tomate. Me encantarìa lanzarme sobre èl y apuñalarle una y otra vez en el pecho, incrustando la afilada hoja del cuchillo de carnicero en su esternòn y reirme mientra se ahoga en su propia sangre… y ese cochinillo de Paquirrìn. Imaginar a ese chon espasmòdico dentro de un horno industrial me producirìa un gran placer, con sus gritos en aumento mientras su piel se va dorando y su bello se chamusca, mientra se golpea de dolor y angustia buscando una salida que no encuentra, como un animal atrapado en un cepo.

Hago zapping. Mercedes Milà, Sànchez Dragò, Rafael Mora, ese idiota cocainòmano de Ciudadanos… no soporto a toda esa basura humana soltando la perorata imbècil que sale de ese apestoso agujero que tienen en la cara, y siento que las migrañas acuden otra vez a mi cabeza como si hubieran estado esperando el momento adecuado. Joder, otra vez no, por favor, pienso. Mi mente se desdobla, los rostros que veo en la televisiòn giran cada vez màs ràpido, el sonido de sus voces en aumento, se convierten en un remolino que atraviesa la pantalla e inunda el salòn. Bla, bla bla… BLA, BLA, BLA! No soporto ni sus caras ni sus voces… El odio pasa a convertirse en una mezcla de miedo y desorientaciòn, todo da vueltas a mi alrededor envolvièndome en su espiral de locura. Un acuciante mareo me invade y creo que voy a vomitar, y tras una lucha con mi estòmago finalmente lo hago: me inclino y vomito sobre mis pies los restos del pollo del mediodìa, y mi mente vuelve a centrarse en un punto. El remolino empequeñece, se retrae, regresa al interior de la pantalla. Todo vuelve a la normalidad mientras los efluvios àcidos de mi vòmito llegan hasta mi nariz. Su olor me resulta reconfortante.

Me quedo derrumbado sobre el sofà, vacìo de toda emociòn despuès de esta especie de anti orgasmo, hasta que miro mi reloj y me sorprendo de lo que parecìa tan solo un rato se ha convertido en dos horas. Apago la televisiòn. En el piso contiguo no se oye nada, todo està en silencio y me pregunto si al fin habrà matado a esa pobre mocosa; pero entonces surge un leve gemido, en algùn lugar al otro lado de la pared. Lo odio, pero debo salir a la calle. Tengo que ir a la farmacia a comprar las drogas legales que me proporciona el estado, para combatir los efectos de las drogas ilegales que el estado me proporciona de otras formas. Cuando solo recibes mierda te acabas por convertir en eso mismo, incluido lo que escribes.

¿Nunca tuviste una pesadilla y al despertar te diste cuenta de que la realidad es mucho peor?

_TAZÓN

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LAS CANÍCULAS | NOELIA C. BUENO + *SALVADOR DALÍ

SALVADOR DALÍ

Un trozo de sandía en el suelo había desaparecido bajo una horda de hormigas. A esa hora de la tarde el suelo de la terraza le abrasaba los pies. El calor se le pegaba a los leggings y al pelo, y hacía más intenso el olor que procedía del desagüe. El zumbido de un moscardón se mezcló con el chi­rrido de las poleas. Sólo un par de ho­ras antes su madre había tendido la última colada, pero la ropa ya había empezado a acartonarse. Se limpió el sudor de la frente con la camiseta y se quedó un momento observando su re­flejo en el cristal de la puerta. Era cierto, ella también podía ver los cam­bios. Pero no había caído hasta enton­ces en que eran la causa de que él la hubiese empezado a mirar de otro modo.

Aún no sabía muy bien por qué, pero estaba segura de que algo la ha­bía incomodado esta vez especial­mente. No creía que hubiese sido la manera de acudir a ella. No había sido imperativo. No era propio de él. Había procurado siempre cuidar las formas para no asustarla. Una insistencia  me­dida resultaba más eficaz que una or­den. En cierto modo, la muchacha ha­bía sido su mascota, por lo que estaba acostumbrada a ceder y consentir sus extravagantes caprichos aunque inge­nuamente creyese que tomaba con to­tal libertad la decisión de participar o no en el juego. Quizá, debido a que am­bos desempeñaban eficazmente su pa­pel en la relación, no solía haber muchas peleas en casa. «¡Uña y carne! Se han criado sin envidias el uno del otro». No. Debía de ser otro el motivo. Posiblemente la falta de costumbre ha­bía enrarecido el ambiente. Desde la última vez había pasado demasiado tiempo y a decir verdad, una parte de ella deseaba enterrar el recuerdo en su memoria. Creía que sin necesidad de verbalizarlo, ambos habían acordado no volver a sacar el tema.

Mientras él se recreaba en el mo­vimiento pidiéndole en un susurro que tuviese paciencia, ella se había que­dado mirando con expresión cansina el cascado juego de porcelana del chi­nero. Un suave hormigueo en las meji­llas, seguido de un calor repentino, la hizo apartarle la mano con violencia y saltar de inmediato de sus piernas. Fue como si la mezcla de asco y humi­llación tan solo por haberse permitido sentirlo, hubiese llegado a alcanzar una temperatura insoportable en una fracción de segundo. Un calor que ha­bía conseguido crisparle los nervios hasta el punto de enfurecerla. El mismo calor que se acumulaba en las baldosas de la terraza y que en ese mo­mento, mientras trataba de conte­nerse, la seguía quemando desde las plantas de los pies hasta la coronilla.

NOELIA C. BUENO

TUCIBI | MIGUELO GUARDIOLA

Salí de la habitación con calma, aparentada, pero calma a fin de cuentas. Es cierto que ya en ese momento me sorprendió que el Padre Lanthimos estuviera sodomizando una gallina en el pasillo, pero su cordial saludo hizo que me pareciese una escena rutinaria. Doblé la esquina para dirigirme al pasillo F4. Me encanta ese pasillo, bueno, en realidad es exactamente igual que todos los del hotel, pero es en ese dónde está el cuadro más fascinante que he visto en mi vida. Es un lienzo de tamaño estándar, que no sé a cuántos centímetros cuadrados equivale eso, en el que está representada una escena loquísima: todo es como si fuera este mismo hotel, ¿vale? A la izquierda del cuadro hay un encargado de mantenimiento abriendo o cerrando con llave una puerta y a través de la pequeña rendija que queda, se intuye la silueta de una especie como de perrito caliente gigante; el tipo transmite bastante sosiego a pesar de lo que hay más allá en el cuadro; a la derecha del todo, en la otra punta, hay una bruma negruzca, como el humo de quemar un plástico, repleta de ojos rojos, que parece estar brotando de la habitación 615, no sabría decir si son varias criaturas o una sola, es bastante inquietante; pero mi parte favorita del cuadro es justo la central, ahí hay un amasijo de cadáveres sin orden aparente, pero tan grande que parece imposible que el conserje no lo haya visto o que una extraña neblina los haya matado, pero, sin duda lo más loco es que debajo de esa pila mortuoria hay un hombre con cara de agobio intentando coger algo del bolsillo de sus vaqueros mientras espera que el bedel acuda a salvarle o ese algo nebuloso lo devore…

—Es tucibi.

—Qué?

—Lo que el tío ese está buscando en el bolsillo.

—¿Qué?

—Sí, fíjese bien. ¿No ve una línea rosa en el bolsillo?

Ahora sí que lo veía, lo que pasa es que yo no tenía ni idea de qué diantres era el tucibi. De lo que tenía aún menos idea era de cómo había sabido el Doctor Dupieux que era justo eso lo que me estaba preguntando y tampoco tenía la más mínima certidumbre sobre por qué sabía él que esa línea rosa era la movida aquella. Me giré para pedirle que me explicara qué se suponía que era el tucibi, pero cuando lo hice sólo me dio tiempo a ver cómo se despedía con la mano mientras las puertas del ascensor se cerraban.

Abandoné la visión del cuadro para continuar mi camino. Bajé por las escaleras hasta llegar a la segunda planta. Por el camino me crucé con el General Korine, que iba tan apresurado que ni me saludó. Salí al larguísimo corredor cubierto que rodeaba esa fachada del edificio y me dirigí a la máquina de hielo que había al fondo, aparentando calma aunque sabía que nadie me veía. Llegando a la máquina me eché la mano al bolsillo y descubrí con desagradable sorpresa que mi cartera no estaba allí. Otra vez vuelta a la habitación tratando de disimular mi intranquilidad.

Salí de la habitación, ahora ya sí con la cartera en el bolsillo y es cierto que me sorprendió de nuevo el violento exhibicionismo del Padre Lanthimos, que ahora le practicaba una felación a un manatí. Pero el amistoso saludo del animal hizo que me pareciera que todo estaba en orden. Tiré por el pasillo F4 hasta que llegué al cuadro, me quedé mirándolo, con la esperanza de que el Doctor Dupieux volviera a aparecer y me ilustrara sobre el tucibi. Pero en su lugar apareció el General Korine, tan apresurado como antes y mascullando algo así como que no había seiscientos quince. De nuevo ni me saludó. Como el Doctor no aparecía, doblé la esquina y bajé por las escaleras hasta la segunda planta. Salí al corredor y entonces vi al Doctor entrando en su coche en el aparcamiento, me saludó con la mano justo antes de cerrar la puerta, por lo que seguía sin saber qué era el tucibi. Llegué a la máquina de hielo, eché mano a la cartera y entonces me di cuenta de que esa no era la máquina de hielo. Ya empezaba a ser incapaz de impostar la calma, pero deshice el camino a ver si me encontraba.

No sé cómo lo hice, pero llegué a la habitación sin ser consciente de en qué punto me había equivocado al bajar. Revisé que todo estuviera en orden y volví a salir del cuarto, con el pensamiento informático en la cabeza de que entrar y salir haría que esta vez todo marchara bien. Es cierto que me impactó descubrir al Padre Lanthimos besuqueando el cuello de un canguro vestido de personaje de anime, pero el repentino sprint que el General Korine hizo para tirarse por la ventana del pasillo mientras gritaba que sólo eran cinco pisos y no seis tuvo un efecto amnésico en mí. No era la primera vez que el General bajaba a recepción por la vía rápida, aunque siempre consigue que me sorprenda.

Bajé por las escaleras hasta la segunda planta, doblé la esquina y llegué al pasillo F4. No pude evitar echar un vistazo más al desconcertante cuadro, pero no me detuve demasiado. No por falta de ganas sino porque sabía que Dupieux no se hallaba en el hotel y eso me condenaba a seguir sin resolver mis dudas sobre el tucibi. Salí al corredor y avancé hasta la máquina de hielo que ahora sí era la máquina de hielo. Saqué la cartera del bolsillo con la satisfacción de saber que por fin iba a apaciguar aquello que me impedía mantener la calma. Entonces me di cuenta de que no había traído nada para transportar el hielo. Estaba jodido. No pensaba volver a la habitación sin mis cubitos. Estaba a punto de hacer una especie de hatillo con mi camiseta cuando una mano llamó mi atención dándome unos golpecitos en el hombro. Era el Doctor, que me tendía una cubitera con el precio puesto. Quise preguntarle de una vez por todas qué era el condenado tucibi, pero Dupieux me hizo callarme poniendo su dedo índice sobre mis labios para luego alejarse lentamente andando de espaldas, hasta que llegó a las escaleras y comenzó a subirlas hacia atrás, como en un mal sueño.

Regresé a la habitación con la cubitera a rebosar. Cerré la puerta tras de mí con el pie como quien llega a casa con un ramo de flores y una botella de champán en la otra mano. Allí estaba él esperándome en la bañera, con la disfunción eréctil de un ducados negro ya consumido en la boca. Me arrodillé y comencé a distribuir los hielos estratégicamente mientras me juraba a mí mismo que no volvería a ocurrirme esto. Aquel pobre salmón no se merecía un final tan trágico.

MIGUELO GUARDIOLA

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LA MALA BABA | PABLO LAVILLA

El día que Olivia me dejó me quedé sentado sobre una piedra cosa de una hora o así bajo el sol de invierno y, entretanto, me fumé como cuatro cigarrillos observando una cagada llena de moscas azules mientras pen­saba en qué lindo había amanecido y, sin embargo, menudo día de mierda. Después regresé a casa y saludé de mala gana al peludo, que miraba la tele desde el sofá. Le dije: “Quedé hoy con Olivia, al final hemos roto para siem­pre”. “Para siempre”, repitió él, imitán­dome con sorna, y yo me indigné súbito. Enfilé escaleras arriba, hacia mi cuarto, mientras él preguntaba en voz alta por si quedábamos como ami­gos o qué, y yo contesté “No sé”, con mala baba, y me encerré de un portazo.

Al principio pensé en tumbarme afuera, al terrado, con el deseo de abrasarme bajo el sol y que el viento, después, barriera inertes mis cenizas. Pero me pareció demasiado dramán­tico hasta para mí, y resolví acostarme en el colchón, y me escondí bajo la col­cha aún con el abrigo y los zapatos puestos.

Traté de dormir. No me sentía cansado, pero sí somnoliento. Miré el teléfono y busqué su nombre. No puedo dormir. Me gustaba eso de ella, justo eso mismo: Se acostaba nerviosa, por alguna entrega o por algo, y, antes incluso de cerrar los ojos, mencionaba: “No puedo dormir”. Y yo me reía y le decía: “Pero si aún no lo intentaste siquiera”. Y es que yo siempre he te­nido problemas para dormirme, y por eso nunca he estado despierto del todo.

Sonó una alarma programada para las cinco catorce y enseguida me levanté y preparé una cafetera. Agoté el culo de un tetrabrik en mi taza favorita desde siempre, la blanca con globos azules globos rojos globos amarillos y pensé en que llevo usando la misma taza casi treinta años y ahora es, por mucho que me encante, como si no la viera. Sorbí el café caliente des­pués, una vez listo, y me sentí como fuera del propio cuerpo, como si mi cerebro estuviera situado un palmo más allá de donde realmente debería estar mi cerebro y por eso lo veo todo como quien mira por encima del hombro de otro.

Antes de las seis me fumé otro cigarro sentado en la plaza del Ovladí, y vi a un chaval que se acercó nada más que para beber de la fuente, y a un agente de parquímetros mojándose las manos en la misma, poco después, para atusarse el pelo patrás, de frente a nuca. Miré los árboles y me acordé de cuando los del sándwich eléctrico nos encaramábamos, ya borrachos, a sus copas y, ocultos por las ramas, asustábamos a los transeúntes en las noches de verano haciendo ruidos como de alimañas. Qué tiempos y tal y luego me fui a la utoescuela.

De camino meditaba: “¿Y qué le digo a Goliat cuando me pregunte que qué tal?”. Y me decía a mi mismo que le dijera, sencillamente: “Bueno, he te­nido días peores”, para dejar claro de antebrazo que no estoy pasando una buena racha, pero, vamos, que tam­poco se ha muerto nadie, ni tengo de repente un cáncer ni nada de eso. Así que al final me subí al coche y a la pre­gunta respondí: “Bien”, así como un graznido, y no hablamos más del tema y, salvo por una calle en la que me des­cuidé y entré a contramano, la clase transcurrió sin incidentes ni heridos de gravedad, y lo cierto es que, durante todo ese rato, no pensé más que en dónde estaría la línea continua del as­falto más larga y más continua del planeta. Y en quién la pintaría. Si lo hizo de aquí para allá o de allá para aquí, incluso en si formaría, por pura casualidad, un circuito cerrado de al­gún modo y, por tanto, de una conti­nuidad infinita osease ilimitada ad libitum. En fin, a las siete Goliat me ordenó estacionar junto a los contene­dores y yo hice eso mismo y, al salir del coche, me puse el sótano en los auri­culares y enfilé el camino de vuelta a casa.

Pensé: “Debería coger una bote­lla de whisky y unas birras para pasar la tarde, digo yo, o no va a haber aquí quien duerma”. Subí hasta la tienda de cosas del casco viejo y agarré una ga­seosa, un fuegodoro de ocho años y una botella de detergente y lo pagué todo con tarjeta mientras le susurraba a la cajera: “La cerveza me la voy a to­mar en el Diapasón” (y creo que por eso no me devolvió el cambio, que la vi asustada).

Cargué con todo en mi mochila y proseguí hacia el Diapasón. Recuerdo pensar: “¿Vaya, y qué le digo a Policarpo cuando me pregunte que qué tal?”. Es más: “¿Y si me pregunta por Olivia?”. Pero al final abrí la puerta de cuajo, una vez hube llegado, y le solté: “¡Hola, Policarpo! ¿Qué tal?”. A lo que él me espetó: “¿Que qué tal? ¿Que qué tal? ¿Y qué carajo te importa a ti qué tal estoy?”. Yo sonreí y le dije: “Pues justo así es como estoy yo”. Y sonreí, y sonrió, y ocupé mi banqueta, en un ex­tremo, junto al chaflán de la barra, y él me sirvió una cerveza sin que yo la pidiera y no pude evitar no ocultar otra sonrisa y ahí fue cuando pensé: “¿Por qué andaba yo triste?». Policarpo me agasajó además con un plato de pimientos y yo, tal que así, de golpe, me puse a lloriquear: “¡Ay, ay, Olivia odiaba los pimientos!”. Y él dijo: “¿Pero qué cojones te pasa, tontolava de la ca­beza?”. A lo que yo repliqué: “Bueno, no los odiaba, pero le sentaban gor­dos”. Todo esto entre sollozos y con espuma de cerveza en el bigote.

Agarré una servilleta (de bar, in­servible), retiré los berretes de mis comisuras y me soné los mocos de la pituitaria. Entró un gentilhombre y Policarpo corrió a atenderle. Yo fui al baño: “¡Ocupado!”. Me dije: “Juraría que cuando entré no había nadie, y, sin la menor clase de duda, llevo aquí, al menos, un buen rato”. Pero tras la puerta se oía inconfundible El Chorro Musical. “¿Quién va?”, dijo alguien al otro lado. “Yo”, dije yo, “¿Te falta mu­cho?”. “¡Pof!”, respondió el quídam, y entonces me alejé de allí.

Cogí la mochila, me abrigué, y dejé un par de juancarlos sobre la barra. “¡Hasta luego, Poli!”, mencioné al salir, con prisa, “Buen clima”.

Me arrojé al frío y pensé: “Qué frío”. Caminé por las nocturnas calles solitarias y pensé: “Cuando escriba todo esto no pondré topicazos rollo: Nocturnas calles solitarias. Ni tampoco diré que, entre párrafo y párrafo he estado llorando, porque quedará de­masiado patético. Y al final pondré que llegan unos cuantos compinches al Diapasón y a partir de ahí se suceden una serie de vicisitudes de lo más estrambóticas, influenciadas por la in­gesta masiva de alcohol y sustancias, que resultan ser un acto de catarsis desmedida que me hace olvidar esta pena y resurgir del todo renovado. También meteré al Chorro Musical, porque me apetece, y tal vez use algo de nadsat o colaré algún vocablo apocopeideo tipo: patrás. Y fórmulas latinas ad hoc o del estilo, y un par de palabras raras. Lo que no se me ocurre es qué alter ego ponerle al peludo. Tampoco estaría mal que, al final, des­pués de todo, apareciera Bosse-de-Nage y me seccionara el cuello en dos feas mitades y quien leyera esto dijera: Pero, si muere al final, ¿cómo es que lo ha escrito? No sé, igual debería escri­birlo a modo de diario, o una epístola a mi yo de antes de ayer, o tal vez escri­bir sobre cualquier otra cosa. Qué frío. Me cago en mis muertos, qué frío. Si Olivia estuviera aquí le diría que menudo frío y le besaría la punta de la nariz, que de seguro estaría sonrosada y fría”.

Me dije, ya en voz alta: “¡Ay, caramba!”, y galopé hasta el portal de mi casa, atravesé el vidrio de la en­trada usando mi propio cráneo y subí las escaleras panza arriba y cua­drúpedo, haciendo un tirabuzón en el último peldaño. Todo perfectamente calculado para que, con el movimiento rotatorio de mi propio cuerpo en parti­cular y aprovechando la fuerza centrí­fuga resultante del mismo y las dos primeras leyes de la dermodínamica, las llaves salieran despedidas de mi bolsillo, se introdujera en la cerradura la equivalente, aún girando sobre sí misma con tal inercia que incluso lle­gara a abrir la mencionada cerradura para que yo entrara en la casa incó­lume y la puerta se cerrara justo a mi paso. Pero me tropecé con yo que sé qué, y me partí la nariz de nuevo.

Y ahora heme aquí, escribiendo sentado, borracho y solo. Escribiendo sobre lo solo y lo borracho que me siento. Y con la misma duda que al principio del “¿Y qué hago yo ahora?”, así, sentado en una piedra mirando las moscas en la mierda, soñando con vol­verme estatua de piedra, para no exis­tir, o en mosca, para no pensar, o incluso en mierda; pero no ser yo, no ser yo ahora, que no quiero, que no me gusta, que no puedo. Qué difícil. “¿Y qué hago yo ahora?”, no, digo: “¿Qué estoy haciendo?”

Y de esto que irrumpe en mi cuarto Bosse-de-Nague con una mueca feroz y, sin mediar más palabra que un escueto y tautológico: “¡Ha ha!”, me regala una dentellada que desgarra mi garganta en dos feas mitades, feísi­mas, horrendas. Dejándome el tiempo justo y necesario, entre que me desan­gro y agonizo y tal, para escribir esto y ya más nada.

PABLO LAVILLA

         nubes y tripas