SALVADOR DALÍ
Un trozo de sandía en el suelo había desaparecido bajo una horda de hormigas. A esa hora de la tarde el suelo de la terraza le abrasaba los pies. El calor se le pegaba a los leggings y al pelo, y hacía más intenso el olor que procedía del desagüe. El zumbido de un moscardón se mezcló con el chirrido de las poleas. Sólo un par de horas antes su madre había tendido la última colada, pero la ropa ya había empezado a acartonarse. Se limpió el sudor de la frente con la camiseta y se quedó un momento observando su reflejo en el cristal de la puerta. Era cierto, ella también podía ver los cambios. Pero no había caído hasta entonces en que eran la causa de que él la hubiese empezado a mirar de otro modo.
Aún no sabía muy bien por qué, pero estaba segura de que algo la había incomodado esta vez especialmente. No creía que hubiese sido la manera de acudir a ella. No había sido imperativo. No era propio de él. Había procurado siempre cuidar las formas para no asustarla. Una insistencia medida resultaba más eficaz que una orden. En cierto modo, la muchacha había sido su mascota, por lo que estaba acostumbrada a ceder y consentir sus extravagantes caprichos aunque ingenuamente creyese que tomaba con total libertad la decisión de participar o no en el juego. Quizá, debido a que ambos desempeñaban eficazmente su papel en la relación, no solía haber muchas peleas en casa. «¡Uña y carne! Se han criado sin envidias el uno del otro». No. Debía de ser otro el motivo. Posiblemente la falta de costumbre había enrarecido el ambiente. Desde la última vez había pasado demasiado tiempo y a decir verdad, una parte de ella deseaba enterrar el recuerdo en su memoria. Creía que sin necesidad de verbalizarlo, ambos habían acordado no volver a sacar el tema.
Mientras él se recreaba en el movimiento pidiéndole en un susurro que tuviese paciencia, ella se había quedado mirando con expresión cansina el cascado juego de porcelana del chinero. Un suave hormigueo en las mejillas, seguido de un calor repentino, la hizo apartarle la mano con violencia y saltar de inmediato de sus piernas. Fue como si la mezcla de asco y humillación tan solo por haberse permitido sentirlo, hubiese llegado a alcanzar una temperatura insoportable en una fracción de segundo. Un calor que había conseguido crisparle los nervios hasta el punto de enfurecerla. El mismo calor que se acumulaba en las baldosas de la terraza y que en ese momento, mientras trataba de contenerse, la seguía quemando desde las plantas de los pies hasta la coronilla.
NOELIA C. BUENO